CULTURA
rosas y las islas malvinas

Dos reediciones oportunas

En 1982, Andrew Graham-Yooll vino a Buenos Aires como enviado del diario londinense “The Guardian” y durante tres meses cubrió para los lectores ingleses el conflicto entre Argentina y Gran Bretaña en el Atlántico Sur.

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Otra vez. La primera edición de Buenos Aires, otoño 1982, data de 2007. La de El inglés, en cambio, de 1997. | Nestor Grassi

Estos dos libros muestran puntos comunes y enlaces en el paradigma de la nacionalidad del autor: ni argentino ni británico, cuestión que remite a que ningún argentino puede renunciar a su nacionalidad pues la legislación no contempla semejante ejercicio de la libertad. Obligado a cargar con tal condena, sepa el lector preservarse del fervor triunfalista, también de todo fanatismo. Es que el efecto general de la lectura da por resultado una aproximación a la infamia en la formación de una fuerza bélica “nacional” así como a la coronación de la misma, un siglo y medio más tarde, en el fracaso de su consumación con una derrota inobjetable. Vale decir, nadie esquiva el destino que supo construir.

Graham-Yooll utiliza documentos históricos, entrevistas de primera mano, semblanzas y recuerdos, resultados de su investigación y de la causalidad de la misma. De las cartas, documentos de época, artículos periodísticos e informes al Foreing Office británico, de Juan Manuel de Rosas se infiere que acaudillaba numerosa tropa mixta, integrada con nativos cooptados por el comercio (menos miserable que el hambre de la pampa) así como con gauchos de dudosa avería. Su dominio demostraba ser fruto más de la necesidad que de la función de un estado, originada aquélla en los intereses por la diversidad de usos del estuario del Río de la Plata: contrabando; refugio de indecentes políticos, delincuentes, desertores, mercenarios y oportunistas; piratería; comercio de toda estirpe y, finalmente, laboratorio de todo ello en ebullición. Asoma aquí, con cierto dejo de picardía involuntaria, la imagen de Garibaldi, recurrente en su participación durante el bloqueo anglo-francés del puerto de Buenos Aires. Los cronistas ingleses dibujan de él una efigie libertadora al servicio de los unitarios, cuasifundador de la marina uruguaya, como si un héroe mítico entrenara sus músculos aventureros para no perder la costumbre. Lejos de ello, triunfante Urquiza, obtendría de éste la patente de corso para seguir recaudando en beneficio de ambos.

De la documentación queda explícito el reclamo inglés por la vida de Dorrego, cuestión formal como para no entonar junto al coro sangriento de tanto salvajismo. También que la invasión de Malvinas ya era un reclamo rosista, pero más como elemento de presión formal que vindicación territorial concreta: nada indica que esas islas fueran viables para economía alguna. Es graciosa la demonización de Oribe, de Rosas, incluso la reformulación de Urquiza como nuevo hombre, cuando todos, y cada uno, tenían por ley degollar antes que hablar. El otro subrayado es que lo argentino no aparece aún, cuestión que reafirma la historia: será el genocidio paraguayo el punto de partida de la gran venganza interna y así colocar los cimientos de la gloria ilusa basada en una larga lista de traiciones.

Y traicionados sí, fueron los soldados rasos argentinos destinados a las húmedas trincheras congeladas a la espera de un enemigo profesional y armado con la última tecnología de combate. Los reportajes en Buenos Aires, otoño 1982, como a dos ex soldados argentino-británicos confirman eso y mucho más. También que el ex gobernador de las islas ocupadas, Menéndez, pretendía igualar la represión interna indiscriminada con una verdadera guerra, luciendo impávido al emitir tan vil canallada. Los reportes de Graham-Yooll representan algo así como la contracara de la propaganda oficial durante la puesta en acto del Teatro de Operaciones Malvinas, dosificados con un somero análisis del contexto social, pero carecen de cierto anclaje en la verdadera resistencia contra la dictadura. Porque la sensación que transmiten estas crónicas es de cierta complacencia pública, general y total, sobre el tema de ir a la guerra. Y no fue así, ni mucho menos. El nacionalismo bélico no impregnó más allá de cierto fanatismo futbolero de cabotaje, que puede situarse en el consenso nacionalista con el que se recibió a la Junta de 1976. Por lo demás, la guerra era vista como un juego de pinzas de los genocidas, un último gesto de soberbia armada, pero con armas inútiles.

El cronista, confinado con sus pares internacionales en Buenos Aires, no podía más que evaluar los trascendidos que se filtraban desde otros lugares o del mismo frente interno. El aparato de propaganda seguía los lineamientos del terror vigente, y el que no saltaba era inglés, o algo peor, digno de una desaparición forzada seguida de tortura y muerte. En sí, la tercera lectura que sobrevuela semejante frontera con el pasado no es benévola, y parafrasea a C.E. Feiling (otro argentino-británico notable), cuando interrogaba: ¿por qué vivimos el ocaso si nunca tuvimos esplendor? A lo que sigue: ¿cuánto daño histórico produjo el enjuto Ernesto Sabato (borgeanamente Sótano) al disfrazarse de Sartre con un traje improvisado? Hoy podemos pensar que la ironía habitaba el inconsciente improductivo argentino bajo la forma folklórica de Sólo le pido a Dios, guiño hacia este siglo plagado de
mal gusto.