Sin lugar a dudas hay algo raro que subyace en la historia de Drácula, la novela epistolar de Bram Stoker, que la transformó en un inmediato boom editorial desde su publicación en 1897, que dio origen a permanentes versiones en los más variados soportes. Es que tanto por su forma de relato como por su contenido parece operar a niveles muy profundos de la conciencia humana sin importar particularidad alguna.
Esta versión, en formato miniserie de tres extensos capítulos, producida por la BBC y escrita por Mark Gattis y Steven Moffat, que desde el 4 de enero se puede ver por Netflix, no hace otra cosa que realizar el periódico acto de aparición del eterno conde, con la audacia necesaria para encarar la tarea. Es que siempre hay algo más para poner en juego cuando de Drácula se trata, porque está en la sangre y, como se repite una y otra vez en la serie: “La sangre es vida”. Tanta como el conde ha incorporado en largos años y versiones.
La audacia es imprescindible para que algo de poesía aparezca, incluso desvirtuada en temeridad –como corresponde a quien pretenda enfrentarse al conde– y a veces puede ser o recibirse como pose o capricho, algo que ha sucedido con la miniserie encendiendo una mediática polémica.
Más acá de las opiniones, se debe decir que hay en la versión un profundo respeto por la historia original y su estructura espacial; se da cuenta incluso sobre la tradición del género –hay algo de Murnau, Lugosi, de la Hammer, de Coppola– y las actuaciones tienen esa teatralidad imprescindible en las que el danés Claes Bang y la inglesa Dolly Wells comandan un elenco que logra hacer presente un pasado constitutivo que nunca se terminará y trasladan al espectador hacia fines del siglo XIX –en todo momento– sin dejar de lado la agilidad de la vida moderna, el humor, y los requerimientos del soporte televisivo. Pero lo más interesante es la “apuesta” que los autores hacen al trabajar sobre el desdoblamiento o –podría decirse– la inversión de lo constitutivo del mito del máximo vampiro. No se trata acá de la típica modernización que lo homogeiniza y edulcora todo, sino de la búsqueda de una nueva lectura de los viejos horrores, de la referencia constante a nuevas consecuencias para los mismos actos. Triste y final.
En épocas en las que la verdad está devaluada y muy de moda el mero punto de vista, se debe frente a una imagen buscar, aunque más no sea algo de honestidad, compromiso independiente de la norma, alguna idea postulada como respuesta, que nos saque de la cotidianidad. Y eso aquí se agradece.
El poeta Julián Polito, portando el maletín de Van Helsing en una versión teatral de la novela de Bram Stoker, le decía al novio de Lucy, la bella vampirizada, instantes después de haberla estaqueado, llenado su boca con ajo, cortado su cabeza, y en medio de un ataque de risa, un breve aforismo de Antonio Porchia: “La vida, con ser una tragedia, no vale una tragedia. No hay nada que valga una tragedia”.
Claro que, como corresponde a un poeta, cambió “hombre” por “vida” pero igual dejaba claro en casi las únicas palabras que se escuchaban en la pieza, que no se debe buscar esperanza donde no es posible encontrarla.