CULTURA
Entrevista con Jean Marie Le Clzio

El candidato eterno

El nombre de este escritor francés es uno de los que resuena, año tras año –al igual que los de John Irving o Philip Roth, por ejemplo– como una fija para obtener el Premio Nobel de Literatura. Pero, muy a pesar suyo, aún no ha llegado ese momento. Acaba de visitar la Argentina con la excusa de la edición de dos de sus libros, y en esta charla repasa sus comienzos literarios y conversa sobre Franz Kafka y la escritura automática.

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"La escritua automtica me parece una proeza, algo que nunca pude alcanzar". | Santiago Cichero

No es la primera vez que Jean Marie Le Clézio visita la Argentina. En 1983, bajo la democracia incipiente, asistió, casi de incógnito, a una mesa redonda sobre un tema que, a su juicio, significaba casi haber sido invitado a su propio entierro: “¿Qué es la creación?”. A pesar de que los otros expositores (Marcos Aguinis, Luis Gregorich, Sergio Sinay) se movieron entonces con agilidad en el tema Le Clézio, cuando llegó su turno, se mostró renuente y optó por hacer lo que mejor sabe, esto es: contar historias. Y fue lo que hizo, haciendo un relato pormenorizado de cómo construía una guitarra un luthier conocido suyo, a quien había visto trabajar algunas veces. Hoy, menos ignoto que entonces, candidato fijo, cada año, al Premio Nobel de Literatura, volvió a visitar Buenos Aires y por dos serias razones: la edición, en la Argentina, de dos libros de su última producción, El africano , traducido por Juana Bignozzi (Adriana Hidalgo), y Urania , traducido por Ariel Dilon (El Cuenco de Plata).

La carrera literaria de Le Clézio comienza súbitamente en 1963, cuando con sólo 23 años obtiene el Premio Renaudot (compitiendo nada menos que con La ciudad y los perros , de Mario Vargas Llosa) con su novela El atestado . A ella seguirían (traducidas al castellano, pero inhallables hoy) El diluvio y La guerra , así como Viajes del otro lado (publicada en Uruguay), Mondo y otras historias (Eudeba), Desierto y Onitsha (Debate), El buscador de oro y Viaje a Rodrigues (Versal) y La cuarentena y El pez dorado (Tusquets). También hay traducciones de libros suyos de tinte antropológico, como El sueño mexicano o el pensamiento interrumpido , y biográfico, como Diego y Frida , sobre Diego Rivera y Frida Kahlo, una gran historia de amor en tiempos de la revolución. PERFIL habló con él y revisó, sumariamente, su obra.

—¿Qué significó haber obtenido, a los 23 años, el Premio Renaudot, entrar en la literatura por la puerta grande?
—Para mí fue una decepción, en realidad. Yo había enviado la novela al premio Formentor, que se daba en España, y cuyo premio consistía en quince días de residencia en esa isla, con todo pago. Pero obtuve el Renaudot, para mí un premio de segunda, al que envían sus obras los que no obtienen el premio Goncourt. El premio Formentor era interesante, además, por su carácter internacional. Quien recibe el premio ese año fue Uwe Johnson, un autor alemán que tenía casi mi misma edad.

—¿Qué recuerda de “El atestado”?
—Para mí fue una época difícil, con algo de cómodo. Entonces les leía pasajes a amigos y amigas, y ellos se reían. Hace poco René de Obaldia, un dramaturgo y poeta francés nacido en Hong-Kong, me comentó que en su juventud conoció a un hombre que había conocido a Franz Kafka, y que éste le contaba que Kafka leía pasajes de sus obras a sus amigos, y que éstos se reían.

—Deleuze y Guatari, en “Kafka, por una literatura menor”, afirman que Kafka debería ser leído como un autor cómico...
—Sí, pero la risa de Kafka es una risa amarga. Yo no soy Kafka, pero el relato de Obaldia me llevó a recordar esa época en la que, para mí, la literatura podía ser también cómica, o podía tener, al menos, algo risible e irónico. Para mí sigue siendo así, mis pretensiones son las mismas, sólo cambió el ambiente: vivimos en un mundo mucho más serio y mucho más cómico a la vez. El 63 me recuerda un poco la Argentina del 83: la guerra de Argelia había terminado... Muchos de mis amigos murieron en aquella guerra, eso no tiene nada de cómico, por supuesto.

—En el 83, en Buenos Aires, en aquella mesa sobre creación alguien le preguntó algo decisivo. Después de oír su relato acerca de la fabricación de una guitarra. Fue sorprendente entonces notar que su relato oral era absolutamente “lecleziano”. Yo le pedí que dijera si se sentía más cerca del automatismo surrealista o de la escuela de “Tel Quel”. Sin dudarlo, usted me respondió que de la escritura automática.
—No, en realidad le mentí. La escritura automática me parece una proeza genial, algo que yo nunca alcancé a hacer. Estoy más cerca de relacionar la escritura con una especie de encantamiento interior. Cuando empiezo a escribir todo está listo en mi cabeza, así que no puedo comparar eso con el mecanismo alienado, casi enloquecido de la escritura automática tal como la entendieron los surrealistas.

—En “Urania”, al comienzo, hay unas referencias a la guerra, y eso me llevó a recordar la novela “La guerra”.
—Hay diferencia sobre todo de velocidad: La guerra es una novela veloz, llena de frases cortas. Además de una búsqueda narrativa distinta, lo que se nota es otro tiempo de escritura.
Desde luego, es imposible escribir dos veces la misma novela. A la vez, cuando uno intenta cambiar de paso, hay una especie de doble que hace que uno tienda a volver al mismo paso. La velocidad no es la misma, pero tal vez el paso sí. Es como si en aquel tiempo yo filmaba a 65 imágenes por segundo, y ahora a 21. El paso es el mismo.

—¿Qué siente cada año cuando su nombre suena como candidato para el Premio Nobel?
—Sólo pienso que no pase como con el Premio Formentor.