Cada tanto (quiero decir cada dos o tres semanas) vuelvo a Gerald Murnane (1939), el mayor escritor vivo. Tras años de vivir en las sombras del universo literario, los últimos 15 años de este curioso ermitaño obsesionado por las carreras de caballos, que nació sin olfato, apenas salió de Australia, nunca se subió a un avión ni compró un televisor ni tocó una computadora, que no entró a un museo ni asistió a un concierto por voluntad propia, que no se interesó por el cine ni el teatro ni tampoco por la política o la vida de los aborígenes y ni siquiera por el mar ni las montañas porque prefiere como paisaje las grandes extensiones de pasto con un árbol al fondo o tal vez una colina, pero estudió húngaro hasta dominarlo para leer a Gyuka Illyés (1902-1980), fueron más fáciles: pudo publicar sin las restricciones con las que los editores lo atormentaron de joven, fue traducido (hay dos libros suyos en castellano, Las llanuras y Una vida en las carreras), la prensa internacional se interesó por él y hasta se lo mencionó como candidato al Premio Nobel (de los que nunca lo ganan). Hoy vive en Goroke, un pueblo de doscientos habitantes en el que pasa buena parte del día en el modesto club de golf local.
En estos días vi por primera vez imágenes de Murnane (parece un viejo simpático) gracias a algunos videos que se encuentran en YouTube, que incluyen entrevistas y conferencias. Hay además una película sobre él, Words and Silk, de Philip Tyndall, que el crítico Adrian Martin considera el mejor documental australiano de la historia. Pero esa no la conseguí. Martin dice que las afirmaciones habituales sobre Murnane (“un estilista, un explorador de la memoria a la manera de Proust, que experimenta con la autoconciencia mediante pulidas formas lingüísticas”) no son más que lugares comunes. Y que, en cambio, “su prosa obsesiva, compulsiva y un tanto demente oculta bajo la tranquila superficie de sus frases recurrentes y sus textos perfectos los indicios de una misteriosa y terrible violencia”. Lo no dicho en los libros de Murnane aguarda a los lectores del futuro en sus enormes y completos archivos autobiográficos que sus hijos decidirán cuándo dar a conocer. Esos archivos incluyen también miles de páginas de manuscritos no publicados y su mundo imaginario de las Antípodas, un continente turfístico ficticio e infinitamente detallado.
En estos días accedí también a su Invisible Yet Enduring Lilacs, el libro de ensayos que ayuda a entender la visión radicalmente original que Murnane tiene de la literatura. Hay allí un texto breve llamado Secret Writing, en el que habla de sus comienzos hacia 1962, cuando suponía que iba a ser siempre un escritor secreto en una época en la que nadie publicaba nuevos autores australianos ni tampoco había visto a un escritor leer en público, ya que no existían cosas tales como los festivales de literatura. Sesenta años más tarde, la crítica es tal vez más receptiva a una escritura excéntrica como la de Murnane, pero la idea de un marginal, sin contacto con otros escritores, es inimaginable: para dar un ejemplo, el talentoso y prematuramente fallecido Carlos Busqued era un lobo solitario ampliamente conocido. Pero, al mismo tiempo, la literatura necesita cada vez más de los que van a contramano de ella. Aunque es cada vez más difícil.