CULTURA
La ciudad pensada XXIX

El origen del nombre de la ciudad de Buenos Aires y las temidas tormentas en el mar

En torno a la historia devocional que pervive en la Basílica de Nuestra Señora de Buenos Aires, gira el recuerdo del origen oceánico de la ciudad. Su propio nombre surge del peligro de la travesía por el mar y la necesidad de un auxilio divino.

Basílica de Nuestra Señora de Buenos Aires
En Avenida Gaona y Espinoza, en el barrio de Caballito, la sorpresa es inevitable. Las torres de la Basílica de Nuestra Señora de Buenos Aires se alzan, imponentes, en un cielo desnudo. | Laura Navarro

Los marinos despliegan las velas. El mar les parece un gigante en ocasiones dócil, pero muchas veces colérico e invencible. Por eso, los hombres del mar invocan alguna fuerza divina para que los proteja. Una patrona de los navegantes.

Esta historia sigue viva en Avenida Gaona y Espinoza, en el barrio de Caballito. Al llegar allí, la sorpresa es inevitable. Las torres de la Basílica de Nuestra Señora de Buenos Aires se alzan, imponentes, en un cielo desnudo. El templo se relaciona con el origen del nombre de la ciudad de Buenos Aires.

En 1534, don Pedro de Mendoza le propuso al rey Carlos I dirigir una gran expedición con su propio patrimonio, para extender la soberanía de España a la región del Río de la Plata hasta el Paraguay. Por las capitulaciones de Toledo, el monarca y el almirante y conquistador llegaron a un acuerdo. Pedro de Mendoza fue nombrado Adelantado. Con catorce barcos, la armada zarpó de Sanlúcar de Barrameda el 24 de agosto de 1535. Los historiadores no pueden determinar con exactitud el número de expedicionarios, que además traían numerosos caballos. Ulrico Schmídel, cronista de la expedición, autor de Viaje al río de la Plata (1534-1554), habló de 2.650 personas entre hombres y mujeres. Cifra seguramente exagerada, pero otro cronista, López de Gómara, narrador de la conquista de México, calificó la expedición de Pedro de Mendoza hacia el Río de la Plata como “la de mayor número de gente y mayores naves que nunca llevó capitán alguno a Indias”.

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Tras larga travesía, los expedicionarios arribaron al estuario del más ancho río del mundo, que, antes, su descubridor, Juan Díaz de Solís, en 1516, llamó Mar Dulce. 

El 3 de febrero de 1536, Pedro de Mendoza fundó el sitio Real de Nuestra Señora Santa María del Buen Ayre, quizás en la Boca del Riachuelo. Se trataba solo de un emplazamiento: un solar cuadrado defendido por un foso y una empalizada, en cuyo interior se levantó una casa-fuerte para el Adelantado, y un centenar de chozas para la tropa, y almacenes, depósitos y una iglesia.

En un principio, el origen del nombre de la futura ciudad se le atribuyó al supuesto dicho de un integrante de la expedición de Mendoza. Ruíz Díaz de Guzmán, en su obra La Argentina (1612) consigna la frase: “¡Qué buenos aires son los de este suelo!”, que Sancho del Campo habría  pronunciado al desembarcar. Pero, en 1892, el político e historiador Eduardo Madero, el que le da su nombre el actual Puerto Madero, realizó una detenida investigación en archivos españoles, y concluyó que el nombre de la ciudad se encontraba en la devoción de los marinos sevillanos por Nuestra Señora de los Buenos Aires.

Antes de partir, Pedro de Mendoza había pedido la protección de la Virgen de Bonaria, venerada en el santuario de Cagliari, en la colina de Bonaria, llamado Bonaire, “buen aire”, en Cerdeña, un santuario de los frailes mercedarios, construido tras la conquista aragonesa de la isla. Esta virgen, luego como Virgen del Buen Aire, se convirtió en la patrona de los navegantes en Sevilla y Cádiz. En la expedición de Mendoza, había dos sacerdotes mercedarios que traían una imagen de la virgen adorada en Bonaria.

Así, en su primera versión, la ciudad de Buenos Aires recibió su nombre por la confianza de los marinos en la protección de una fuerza divina vinculada a los cultos marianos en la edad media.

La primera ciudad sufrió hambre y, luego de un ataque de los querandíes, fue incendiada y abandonada. Una parte de los expedicionarios remontó el Paraná, y Domingo Martínez de Irala fundó la actual capital paraguaya; otra parte, regresó a España. Pedro de Mendoza murió durante el viaje. Solo unas décadas después, Juan de Garay se hizo presente entre las ruinas con un contingente que venía de Asunción del Paraguay. Entonces, el 11 de junio de 1580 refundó la ciudad; la llamó la Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Santa María del Buen Ayre. Por la simplificación posterior se convirtió en la ciudad de Buenos Aires, remisión a los aires amables para la travesía por el mar, lejos de las feroces tormentas.

Además de las vírgenes, entre los patrones de los navegantes, también sobresale San Pedro Telmo, protector de marineros y pescadores en Galicia, Asturias y Portugal. En la costa catalana, la Virgen del Carmen oficiaba como protectora de la gente de mar; luego los marineros catalanes empezaron a llamarla  Stela Maris, patrona de la que luego hablaremos.  

Y la Virgen del Buen Aire hoy se encuentra en la Basílica de Nuestra Señora de Buenos Aires, en Av. Gaona 1730; y también en la catedral metropolitana, o en el museo en lo que fue el Fuerte de Buenos Aires (actual Casa de Gobierno); o en la plaza Cerdeña, frente a la Dirección Nacional de Migraciones.

Tras toda advocación de la virgen, o de la historia de los santos, anida alguna leyenda como origen de su culto. En el caso de la Virgen del Buen Aire, su relato legendario alude a un fraile de la orden de los mercedarios, Calo Catalano, quien anunció que, luego de que él muriese, la Virgen entregaría algún milagro. Y esto ocurrió el 25 de marzo de 1370. Una imagen de la virgen de la Merced navegaba hacia Cerdeña en un barco que había partido de Barcelona. Una poderosa tormenta conmocionó a los marinos. Para mejor navegar se tiró la carga. De las cajas arrojadas por la borda una no se hundió, se mantuvo a flote, llegó hasta Cerdeña. En ella, se encontraba la escultura de la Virgen de la Merced. La imagen fue llevada hasta la iglesia de la Orden. Se la llamó la Virgen del Buen Aire, una nueva advocación mariana.

 

La Basílica de Nuestra Señora de Buenos Aires, y la Virgen Generala.

La navegación no era solo asunto de valor, destreza técnica y experiencia. También suponía la creencia religiosa en una protección superior. El eco de esa creencia resuena todavía en la Basílica de Nuestra Señora de Buenos Aires, templo relacionado con la orden de los Mercedarios, fundada en 1218 por san Pedro Nolasco  (1180-1245) para la liberación de los cristianos prisioneros de los musulmanes, durante la confrontación entre el catolicismo y los “infieles” en España, el Mediterráneo, el Medio Oriente y el norte de África.

En la reforma eclesiástica de Rivadavia, en 1822, los mercedarios fueron despojados de la Basílica de Nuestra Señora de la Merced y del monasterio San Ramón en el casco histórico de la ciudad. Empobrecidos y desprotegidos, se retiraron al ámbito rural. Pero, con el tiempo, volvieron a prosperar.

En 1893, Celina Bustamante de Beláustegui entregó a la Orden una importante donación para la compra de un terreno para edificar una escuela y una iglesia, en lo que luego sería el barrio de Caballito. Allí primero se alzó una capilla, en la que en 1895 se celebró por primera vez en Buenos Aires a Nuestra Señora de Bonaria. Luego, el arquitecto salesiano, presbítero Ernesto Vespignani, concibió los planos de un templo, cuya piedra fundamental fue bendecida y colocada en 1918. Poco después se alojó allí la imagen catalana de mármol de Nuestra Señora de la Merced, como parte de la celebración de los 700 años de la orden mercedaria, en presencia de un representante papal. La iglesia fue inaugurada luego de la muerte de Vespignani en 1932, y restaurada en la década de 1990.

Para la que consideró su obra cumbre, Vespignani se inspiró en la arquitectura del norte de Italia. Por eso el templo trasunta una impronta  neogótica y lombarda. Sus dimensiones son de 80 metros de largo y 32 de ancho. De cemento armado, su diseño le confiere una especial  luminosidad. Sus dos torres campanarios alcanzan los 75 metros de altura (una de ellas con un reloj de 1928). En la fachada, se extiende un rosetón pentagonal. Dos macizas puertas de bronce se aposentan en la entrada. En la de la izquierda, unas esculturas de relieve dan presencia a los personajes de la conquista y el descubrimiento de América y el Río de la Plata: Juan Díaz de Solís, Pedro de Mendoza, Cristóbal Colón y Juan de Garay. En la puerta de la derecha, entre varios mercedarios, sobresale el fundador de la orden, Pedro Nolasco.

El Altar Mayor es de mármol italiano, con mosaicos venecianos. Unos doce ángeles decoran un badalquino (un templete de cuatro columnas), de diecinueve metros de altura y de granito rosado alemán con capiteles de bronce. En el Altar Mayor relucen las imágenes de Nuestra Señora de la Merced y Nuestra Señora de los Buenos Aires, ésta con un barco y un niño. En la planta alta se encuentra el Camarín de la Virgen Generala, “Nuestra Señora de la Merced”. A esta Virgen, y en señal de veneración y agradecimiento, el general Manuel Belgrano le entregó su bastón de mando luego de la batalla de Tucumán, en 1812, la victoria del Ejército del Norte ante las tropas realistas de Juan Pío Tristán. Los descendientes de la familia encargada de proteger y guardar la virgen la pusieron a disposición de los mercedarios y su nuevo templo en Caballito. Así la imagen histórica llegó allí en 1913.

 

Entre Buenos Aires y Sevilla

La virgen de Nuestra Señora de Buenos Aires, como protectora de la gente de mar, nos recuerda a La Virgen de los Navegantes, una famosa pintura en el Real Alcázar de Sevilla. En este óleo sobre tabla, los marinos se aprestan a iniciar su incierta travesía hacia el Océano Atlántico. Ya embarcados, los hombres suspiran preocupados por los futuros días de posible zozobra y tormentas. Pero una Virgen María, majestuosa y monumental, se alza sobre ellos. Los contiene bajo su manto. Lo mismo hace con distintos personajes, como Cristóbal Colón  y Américo Vespuccio, y uno de los hermanos Pinzón, que aparecen sobre las nubes, y se arrodillan ante la divina mujer del amor y la misericordia. Una pintura de Alejo Fernández, pintor del Renacimiento español, de la escuela sevillana. La obra fue encargada, originalmente, por la Casa de Contratación de Indias para decorar su Sala de Audiencias. 

Junto a la Virgen de los Navegantes, y por primera vez en la Era de los Descubrimientos, se muestra también un grupo de indígenas. El asomo de la mentalidad imperial hispana que, en un mismo movimiento, sometió y explotó a los nativos, y los convirtió en sujeto de derechos en las Leyes de Indias.

En el siglo XVI, ya existía en Sevilla la Cofradía de Nuestra Señora del Buen Aire. Don Pedro de Mendoza perteneció a esa hermandad que amparaba a los marinos.

En 1929, Sevilla donó a la ciudad de Buenos Aires una fuente emplazada en el Patio Andaluz, en los Bosques de Palermo, con la dedicatoria: “A la caballerosa y opulenta ciudad de Buenos Aires en testimonio de comunicación espiritual, Sevilla ofrece esta muestra de la industria de Triana, el barrio de los laboriosos alfareros y los intrépidos navegantes”.

Los “intrépidos navegantes” eran esos seres de mar que amaban más el vaivén de las aguas que la tierra firme, pero que, cuando estaban sobre ella, deambulan con energía entre las calles de Triana, el barrio emblemático de la vida marina sevillana, con su “universidad de los mareantes” o “universidad del mar”, y su puerto, del que partió la expedición de Magallanes y Elcano que acometió la primera vuelta al globo. Arrebato épico que empezó el 10 de agosto de 1519. Entonces, sus cinco naves, con 239 hombres, desplegaron velas en un dique sobre el Guadalquivir. Remontaron el río hasta Sanlúcar de Barrameda, ya sobre el Mediterráneo. Luego respiraron su aire de intrépida aventura en todos los océanos y continentes. Magallanes murió durante la travesía. Solo regresaron a Sevilla 18 hombres. Entre ellos, el vasco Elcano y el famoso cronista de la expedición Antonio Pigafetta.

Antes de partir los valientes aventureros fueron a la Real Parroquia de Santa Ana que, serena y magnética, aún se yergue en Triana. Allí, frente a la Virgen de la Victoria los recios marinos se arrodillaron implorando protección. Después de la histórica travesía, los pocos afortunados que desembarcaron en Sevilla regresaron al mismo lugar, para hincarse nuevamente de rodillas y, entre lágrimas, agradecer por la fuerza divina que los protegió en los mares que a la mayoría solo le aseguraba ahogo y naufragio, y un lento descenso hacia el fondo.

 

Una Estrella del Mar y detrás de un nombre

Antes de la Virgen del Buen Aire, para implorar protección en sus viajes, los navegantes acudían a otra devoción de la virgen: la Estrella del mar. Un himno litúrgico en latín “Ave maris stella”, del siglo VII, atestigua la antigüedad de este título mariano. En el comienzo de la navegación hacia América y otros continentes, en el siglo XV, lo precario de las naves coexistía con lo limitado de sus medios de orientación en el mar: el sol en el día, y las estrellas y un astrolabio en las noches. Así María se convirtió en Stella Maris, Nuestra Señora Estrella de la Mar o María, Estrella de la Mar. Una estrella que guiaba a los navegantes en “noches oscuras” que, en medio de tormentas furiosas e indescriptibles, amenazaban con hundir los frágiles barcos en alta mar. 

En torno a la historia devocional que pervive en la Basílica de Nuestra Señora de Buenos Aires, gira el recuerdo del origen oceánico de la ciudad de Buenos Aires. Su propio nombre surge del peligro de la travesía por el mar y la necesidad de un auxilio divino. Un nombre relacionado con una creencia religiosa para conjurar el alto riesgo de naufragio que suponía la empresa de atravesar el ancho cuerpo líquido del Atlántico al comienzo de la época de los descubrimientos geográficos.

Un nombre que es el deseo del buen aire, de vientos favorables, de una fuerza divina, amable y misericordiosa, que compensara la percepción de fragilidad de los primeros marinos portugueses y españoles, cuando se sentían insignificantes ante la salvaje inmensidad del océano. Tras el nombre de la ciudad late entonces la aceptación de la realidad: el humano pequeño y limitado ante el poder superior de la naturaleza. El mar como fuente de humildad. Una sensación de debilidad e inseguridad que solo en los últimos tiempos casi se ha desvanecido por el poder de la tecnología náutica para crear grandes máquinas flotantes dotadas de comunicaciones satelitales, y afinados partes meteorológicos para eludir el filo, antes letal, de las tempestades marinas.

Cuando llegamos a la Basílica de Nuestra Señora de Buenos Aires promedia una misa. Un sacerdote da el sermón, y distribuye la hostia de la comunión. Luego, casi todos se marchan. La luz antes nítida que fluía por los vitrales adquiere un tono más oscuro. Contemplamos por última vez la virgen con el barco y el niño. Y, al salir, una lluvia cae con sus brazos de agua veloz sobre la ciudad. Pero esa precipitación que empieza es muy distinta a aquellas tormentas que los marinos veían llegar con respeto y temor. Ante esas tempestades, para evitar que los lanzara al naufragio y la muerte, debían rezar. Y creer. Creer que la ayuda milagrosa de una divina madre misericordiosa podría evitar que se hundieran en el ancho y poderoso mar.

 

(*)Esteban  Ierardo,  filosófo, escritor, docente,  su último libro La red de las redes, ed. Continente.