Algo de la juventud de la mañana entró en el espíritu de Alberto Laiseca: enciende el primer cigarrillo y roza su mítico bigote desparejo. Desde el patiecito de una residencia para adultos del barrio de Caballito se oye a las empleadas hablar en guaraní. “Vení, amorcito porá”, exclama Lai. Desde que se quebró la cadera no puede caminar por sus propios medios, pero no por eso ha detenido su marcha. Acaba de publicarse La madre y la muerte, una reescritura del relato Historia de una madre, de Hans Christian Andersen. El libro, publicado por Fondo de Cultura Económica, también incluye La partida, un relato del mexicano Alberto Chimal, ambos ilustrados por Nicolás Arispe. En el núcleo original de la historia, una madre ve cómo la salud de su hijo empeora y realiza todos los esfuerzos posibles –que incluyen sacrificios itinerantes de todo tipo– para que la Muerte no afile su guadaña: “Estaba una madre sentada junto a la cuna de su hijito, muy afligida y angustiada, pues temía que el pequeño se muriera”. A esta frase inicial de Andersen, Laiseca le da otro cuerpo: “Una madre vivía con su hijo en una vieja cabaña a orillas del río Rin. Un día apareció la muerte tal como la imaginamos: flaca, apergaminada, huesuda. Una muerte huesuda, digamos”. De todas formas, teniendo en cuenta otras adaptaciones de la obra de Andersen –fundamentalmente cinematográficas–, el desvío es mínimo. Es que gran parte de los relatos del autor de La reina de las nieves no escatiman terror.
—Yo lo cuento despojado, con mucha menos brutalidad. El mundo siempre fue violento, pero últimamente, con las drogas, se ha puesto peor. Por eso no me gustan esos relatos infantiles donde todo es una maravilla. El niño lee eso y ve que el mundo real es todo lo contrario.
Uno de los primeros y más conocidos ejercicios de escritura que Laiseca les sugería a sus alumnos era narrar a partir de la frase “el monstruo que vivía debajo de la cama”, su mantra, una consigna que también da título a un capítulo de su novela Sí, soy mala poeta pero… Ese monstruo, en sus palabras, es el miedo, que resuena como una voz in crescendo tanto en sus libros como en los cuentos clásicos del género que solía relatar en eventos literarios y en el ciclo Cuentos de terror que se emitió por I-Sat entre 2003 y 2006.
—El miedo sirve para crecer, hay que enfrentarlo. Mi padre me retaba, no quería “que el chico tenga miedo”. El monstruo que está debajo de la cama y toda esa vaina cambian con el paso del tiempo. Pensar que habría bastado con un acto de coraje, pero quién lo tiene. Uno tiene miedo adentro porque hay algo afuera, no es que uno se lo imagina psicóticamente. Toda la vida viví con miedo a la Unión Soviética. Es notable cómo uno termina por caer víctima de la propaganda política del enemigo; “Nosotros vamos a ganar, indudablemente, ¿lo dudás vos?”. Me lo terminé por creer. Entonces, cuando cayeron, creí que me había vuelto loco.
Laiseca empezó a leer a Poe a escondidas de su padre, que lo consideraba dipsómano. Recuerda haber llorado con El gato negro por las atrocidades que les hacían a los animales. Aun así, reconoce que las lecturas primigenias no conducen a nada:
—Cuando leés de chico esas grandes obras, sólo sirve para creer que las has leído, porque no podés comprender lo que realmente cuentan. A Oscar Wilde, con el que aprendí muchísimo, lo leí de grande, por suerte.
El miedo de ese joven, que miraba de refilón partes de los capítulos de Narciso Ibáñez Menta en alguna vidriera de Camilo Aldao, su pueblo, se fue condensando en sus escritos. Hoy, quizás lo que más lo atemoriza es el olvido.
“¿Para qué crear si existe el plagio?”, escribió Laiseca en su ensayo ficcionalizado Por favor ¡plágienme! (1991). Tomando las categorías que él mismo propone, la obra de Laiseca se caracteriza por plagios fronterizos, reminiscencias de Poe, Lovecraft, Conan Doyle y Meyrink, entre otros. En más de una veintena de libros construyó un magma de reapropiaciones del estilo como paradigma: el realismo delirante. El caso más emblemático de reescritura es la novela Beber en rojo (2001), reeditada por el sello Muerde Muertos, que plagia al Drácula de Bram Stoker.
Laiseca no reniega de que su popularidad vaya de la mano de su aparición en los cuentos de I-Sat; muy por el contrario, gracias a ellos se descubrió como actor, no sólo porque fue el antecedente de los filmes El artista y Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo, ambos dirigidos por Mariano Cohn y Gastón Duprat, sino porque en esa actuación dio tono y vitalidad a sus maestros.
—Siendo grande estaba en la casa de mi padre, que había sido internado por un ataque al corazón. Unos amigos cordobeses me prestaron un grabador Geloso y yo pronunciaba discursos, inventaba historias, sin saber que lo haría profesionalmente muchos años después. El mayor respeto lo recibo de los jóvenes. Yo no manejo esos bichos, pero me dicen que en internet están los 140 cuentos que conté. Siempre dije, quizás exageradamente, que internet es un invento del príncipe de las tinieblas. Es buen instrumento, sí. Ahora bien, algo de cierto hay, porque a mí lo que me preocupa es que los pibes muy jóvenes tiendan a no leer. ¿Sabés que los quiero mucho a los paraguayos? Son los mejores amigos y los peores amigos. Me hubiera gustado estudiar guaraní. Los argentinos no nos vamos a sacar de encima nunca esa mácula de la Guerra de la Triple Alianza, esa vergüenza. El mariscal Solano López era muy panzón pero muy valiente. En aquellos momentos la capital no era Asunción, era el lugar donde estaba el dictador. No había ni industria ni nada, ni siquiera para las condecoraciones. Entonces cuando un paraguayo había realizado un acto de coraje tremendo, el mariscal se agachaba, levantaba una piedrita y con un alambrecito se la colocaba. Después de la derrota cada uno se llevó a su cucha lo que había logrado rapiñar, y Perón, siendo presidente, visitó Paraguay con todos los trofeos de guerra. Perón estaba saludando, con su caballo blanco, y uno del público le gritó: “¡Perón paraguayo!”.
A Laiseca siempre le resultaron atractivas las torsiones de la política nacional: sus tres héroes a la inversa son Sarmiento, Mitre y Urquiza; cree que Perón no sabía nada de economía; considera que los militares le tenían miedo a Eva, e incluso pregunta qué resonancia tuvieron los cacerolazos recientes. Aun así, concluye que los políticos son como la policía, “una fuerza que está para la defensa de sí misma”.
Laiseca se radicó en Buenos Aires a los 25 años y, como sucedió con Leopoldo Marechal, escribió su ars magna en una pensión. Leía revistas de física cuántica y trabajaba como peón de limpieza. Luego llegaron los mejores trabajos, como operario telefónico y como corrector en La Razón. Su primer libro, Su turno para morir, fue publicado hace exactamente cuarenta años. Como parte de esa generación que compartió con sus amigos Fogwill y Piglia, Laiseca se formó como lector y escritor en las calles porteñas. Si bien nació en Rosario, nunca dejó de pensar en el pueblo donde se crió, Camilo Aldao. De hecho, actualmente está escribiendo un libro de memorias en homenaje a esa localidad del sudeste cordobés:
—No te olvidás nunca de tu pueblo, es tu patria chica. La mayor parte de mi vida la pasé en Buenos Aires. Le estoy agradecido, me dio todo. Como el dicho, “El peor pecado del mundo es ser desagradecido”. Tengo veneración con mi pueblo. A Camilo Aldao lo fundó José María Aldao, el nombre era un homenaje a su hermano. Es un pueblo agrícola-ganadero. Eran tan masones que hicieron el dispensario, el cementerio, la municipalidad, lo que a vos se te antoje, menos la iglesia. Y todos los campesinos eran supercatólicos. No sé por qué no creció, cuando me fui tenía 3.500 habitantes y hoy tiene 5 mil. Un pueblo con menos edad que el nuestro, Corral de Bustos, ya es ciudad.
Laiseca recibió la Beca Guggenheim en 1991, antes de publicar sus grandes libros Los sorias y El jardín de las máquinas parlantes. Más allá de algún subsidio mínimo, la valoración gubernamental siempre le fue esquiva. Son sus discípulos quienes impulsan su lectura. Pocos libros suyos se consiguen en librerías. Por fortuna, en los próximos meses reaparecerá el Manual sadomasoporno, ese compendio de aforismos, técnicas sádicas y, por qué no, apuntes biográficos.
En marzo de 2013, el Centro Cultural España Buenos Aires (Cceba) organizó las Conversaciones Ficticias, un ciclo de entrevistas performáticas ideadas por el dramaturgo y cineasta barcelonés Ignasi Duarte (1976). El mecanismo consistía en que el escritor respondiera preguntas que en algún momento les formuló a los personajes de sus novelas. Duarte ha utilizado este método con escritores como Gonçalo Tavares, Claudio Magris o João Gilberto Noll, entre otros. Para esa ocasión el elegido fue Laiseca, cuya obra admite preguntas tan disparatadas como “¿Pero… por qué mi máquina-altar no me protege?”. Casi tres años después, Duarte decidió rodar una nueva charla con el autor de Los sorias titulada El monstruo en la piedra, que acaba de ser presentada y galardonada en el Festival de Marsella. “Lo que me animó a filmar una conversación con él fue, evidentemente, la calidad extrema de su obra, además de que él es un gran actor e imaginaba que podía dar bien delante de la cámara. Laiseca es un ser libre, de esos que se lanzan al vacío sin prever las consecuencias del salto. Como debe ser, o debería. Un artista que no sale de su zona de confort no es nadie. El mostro Lai es otro documental que lo tiene como protagonista.
Su director, Alejandro Millán Pastori, lo conoció gracias a una nota firmada por Piglia cuando se editó Los sorias en 1998. Como en ese momento había ganado una beca para estudiar fotografía, Alejandro no pudo asistir a los talleres del Centro Cultural Rojas, primer acercamiento de los fanáticos a su cofradía. En 2005 fue su iluminador en diferentes ciclos de lectura. A fines de 2009, por un proyecto grupal llamado La Compañía, salido del grupo de alumnos de Laiseca, surgió la idea de hacer una biopic. Alejandro les pidió a algunos que registraran sus clases para armar un archivo. Luego viajaron a Camilo Aldao y lo grabaron leyendo cuentos de terror a los alumnos de la escuela en la que hizo la primaria.
Para todos fue una experiencia maravillosa. En 2013, tras haber ganado un concurso de documentales del Incaa, filmaron escenas ficcionales y grabaron en la casa de Laiseca durante casi dos años, principalmente registrando su intimidad a través de Selva Almada y Sebastián Pandolfelli, dos de sus alumnos más antiguos, que seguían yendo al taller. El documental está en su etapa de posproducción. “Fue un trabajo muy a pulmón sobre un tipo que dejó todo y se puso a escribir, y eso de alguna manera le salvó la vida. Hay mucho compromiso atrás. Espero que sea un disparador para descubrir su obra y todas sus facetas. Creo que Lai es una especie de obra total, y muchas veces no hay herramientas de análisis para encarar eso desde el punto de vista literario nomás”. Duarte considera que Laiseca no es autor reconocido: “Laiseca es el Christopher Lee de la interpretación. No es para nada valorado. Se le da más bombo a Piglia, por ejemplo, cuando no aporta nada nuevo a la literatura. En España ni se lo conoce, pero es normal, porque España es un país salvaje e ignorante. Falto de curiosidad, claro, y donde se encumbra, por tanto, a escritores mediocres que operan como mafiosos e impiden que otros más valiosos se den a conocer. Hay un tapón generacional insoportable”.
Luego del almuerzo, Alberto Laiseca continuó leyendo Buick 8, un coche perverso, de Stephen King, “un genio pese a que los escritores profesionales le tienen envidia”. El volumen del televisor sube. Hablan de monjas. Como plantea El libro del Tao, una de sus obras predilectas, la persona sabia, sin salir de su patio, puede llegar a conocer el mundo. Laiseca piensa, pero también refocila.