CULTURA
ENTREVISTA A ELVIO E. GANDOLFO

Esa rara virtud alquímica

Nacido en San Rafael, pero con una infancia rosarina, desde muy joven alternó su vida entre Montevideo, Buenos Aires y Rosario, una especie de Triángulo de las Bermudas donde se convirtió en un incansable traficante literario, un puente humano entre ciudades; sus opiniones siempre fueron seguidas con devoción, en una y otra orilla. Escritor pluridimensional, obrero de la palabra, la reciente publicación de Tengo ganas de risas Raquel (Eduner), pone en valor la obra poética de Elvio E. Gandolfo, en cierta manera, opacada por su reconocida trayectoria como narrador.

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Elvio E. Gandolfo. | PABLO TEMES

Recorriendo las páginas de Tengo ganas de risas Raquel, se advierte que la poesía de Gandolfo está lejos de ser una boutade ocasional, todo lo contrario: hay en ella un estilo marcadamente personal, macerado a lo largo de los años, una poética sorprendente, llena de meandros y matices que siempre logra que el lector mantenga a flote su atención, algo muy difícil de lograr en un género que suele ser asediado por el sopor de pretenciosos galimatías o por narcisismos à la page. 

El libro fue publicado por Eduner (Editorial de la Universidad Nacional de Entre Ríos) en una cuidada edición que incluye sutiles ilustraciones de Max Cachimba, quien también se encargó de la tapa. 

Durante la década del 70, los poemas de Gandolfo deambulaban por revistas y publicaciones colectivas como De lagrimales y cachimbas, Poesía viva de Rosario y La huella de los pájaros. Junto a los poetas Hugo Diz, Eduardo D’Anna y Francisco Gandolfo (su padre), integró la mítica revista rosarina El Lagrimal Trifurca que, afortunadamente, hace unos años tuvo una edición facsimilar dentro de la colección Reediciones y Antologías de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno.

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Con una larga trayectoria como periodista cultural, Gandolfo trabajó a destajo en todo tipo de medios como los diarios Página/12, Clarín, La Nación y el País Cultural (Uruguay), y revistas culturales como Diario de Poesía y V de Vian. 

Nacido en San Rafael, Mendoza, pero con una infancia rosarina, desde muy joven alternó su vida entre Montevideo, Buenos Aires y Rosario, una especie de Triángulo de las Bermudas, donde se convirtió en un incansable traficante literario, en un puente humano entre ciudades; sus opiniones siempre fueron seguidas con devoción, en una y otra orilla. Escritor pluridimensional, obrero de la palabra, Gandolfo se ha movido a lo largo de su vida por un amplísimo arco cultural, combinando libros de relatos como La reina de las nieves, Ferrocarriles Argentinos o Las diez puertas, con novelas como Boomerang, Ómnibus o la reciente Un error de Ludueña. También se ha destacado como traductor de Tenneesse Williams, Pierre Choderlos de Laclos y los poetas de la Generación Beat, entre otros autores.

Un poeta a prueba de balas. La poesía de Gandolfo tiene una rara virtud alquímica: convierte los asuntos más banales en prodigiosos artefactos que nos obligan a repensar nuestra existencia en el mundo. Para adentrarse en esa maraña de reflexiones y pensamientos, no necesita apelar a un lenguaje elevado ni “vueltero”: Gandolfo va al hueso, munido de palabras de todos los días, de vocablos ajados por el trajín cotidiano y los intercambios incesantes, teniendo plena conciencia de que cualquier cosa puede entrar en un poema, que la poesía puede ser un género totalmente inclusivo, donde los sonidos urbanos encienden epifanías instantáneas: “Apoyo los codos/en la madera, me invade/el fresco un poco mojado/del día que arranca/y veo abajo/pasar zumbando/(no es para tanto/pero así parecen pasar)/los autos rumbo a/las tareas del día”.

La poesía abreva en fuentes imprevistas, se entrega, gozosa, al pulso irregular de la vida. Poetas como Gandolfo le hacen un enorme favor a un género que a veces corre el riesgo de convertirse en una lengua muerta. Su amor por la poesía está reflejado en el título del libro que remite a un verso del poeta uruguayo Humberto Megget, alguien que deslumbró a Gandolfo en su juventud: un poeta de obra breve y muerte temprana, que recién ahora está siendo rescatado del olvido.

Gandolfo agarra las palabras al vuelo como si atrapara moscas en el aire, conformando sus poemas como parlamentos dramáticos. De la semilla de una evocación crecen frondosos árboles de ramas caprichosas e imprevisibles: cada poema funciona como una piñata a punto de estallar. La poesía de Gandolfo parece estar sujeta a la inminencia de que en cualquier momento puede suceder algo extraordinario que debe comunicarse a toda la humanidad. Y no queda otra que involucrarse con esos fragmentos arrancados a la realidad, pedazos de una torta, restos de cotillón tirados en el piso luego de una fiesta inolvidable. Rascando el fondo de una olla de palabras, Gandolfo siempre encuentra algo para reiniciar la máquina del mundo.

Por más terribles que sean los tópicos abordados en sus poemas, la poética de Gandolfo participa de algo que podríamos definir como “jovialidad”: gentileza y don de gentes para abrirle puertas al lector, una predisposición, sin prejuicios ni éticos ni políticos, para entablar una conversación sincopada con seres y objetos.

Los poemas de Tengo ganas de risas raquel son saltarines a más no poder, se ponen los zapatones de un Chaplin fluvial y rioplatense para conjurar tanta desgracia y desatino.

En diálogo con PERFIL, Gandolfo, quien en la actualidad reside en Montevideo, Uruguay, develó algunos aspectos de su vida personal y su fuerte relación con el género poético, un puerto al que parece estar llegando siempre.

—Tenés una destacada obra narrativa. ¿Por qué decidiste publicar ahora tu obra poética completa?

—Las etapas son así: de joven yo era más poeta que narrador. Una vez yo la pegué con un cuento, me convenció. Era “Vivir en la salina” y fue así que me fui inclinando más hacia la narrativa. En ese período, hasta los 21 o 22 años, yo estuve en Rosario. 

La revista nuestra era El Lagrimal Trifurca, que tuvo dos etapas, divididas por una ausencia de un par de años. A la primera etapa, nosotros la consideramos como una revista de poesía. Ahí estaban los poetas Eduardo D’Anna y Hugo Diz, que falleció hace poco. Después, yo me fui para Uruguay. Conocí Uruguay en el año 1968. Me quedé un tiempo, no mucho, ponele un año, y volví. Y entonces empieza la segunda etapa de la revista. Yo la consideraba ya una revista de todo, no exclusivamente de poesía: había narrativa, ensayo, información, opinión, etc.

La segunda vez que me fui para Uruguay, en el 76, me instalé en Piriápolis, pero mi matrimonio se desmoronó mal, y me tuve que hacer cargo de mi hija. Fue mi Vietnam. Yo ya trabajaba en El País, de Uruguay, y arreglé para ser corresponsal en Argentina. En este período seguí escribiendo, pero publicaba en revistas y diarios. Después siguió pasando el tiempo y dejé de escribir poesía casi por una década. En ese tiempo, se casa mi hija, se fue de mi casa, donde siempre había vivido, a mi viejo le da el Alzheimer y se muere… ¿viste cuando tenés una serie de golpes seguidos?...y yo me dije: tengo que reaccionar con algo…y empecé a escribir poesía de vuelta y me planteé hacer un libro gigantesco. Estaba el proyecto ideal, idílico, totalmente “trucho” de escribir un poema por día; eso lo banqué, más o menos, un mes y medio. El proyecto se llamaba “El año de Stevenson”. Seguí escribiendo ese libro y lo terminé a lo largo de cuatro o cinco años. Yo tenía la ficción de que era “un poema por día”. El año de Stevenson se divide en trimestres. Los trimestres son los libros. El primero lo sacó en Rosario la editorial Iván Rosado; el segundo lo saqué gracias a mi amigo Martín Prieto que estaba dirigiendo una colección de seis títulos en la Editorial de la Universidad Nacional de Entre Ríos. Unas bellísimas ediciones. Martín me dijo que le gustaría que el último tomo de esa colección fuese mi obra poética completa. Escribí el resto y le di el segundo trimestre de El año de Stevenson. Cuando salió el libro… ¡tenía quinientas páginas! Yo no lo podía creer, para mí fue una gran sorpresa. Y además, salió con una edición hermosa, con ilustraciones de Max Cachimba.

Hace tres meses, volví a escribir poesía. Escribí seis poemas y están buenos. Hay uno que se llama “Cómo leer correctamente poesía”. Me salió bien.

—En tu poema “Aviso a la población” decís: “Benedettiano, /gelmaniano,/pizarnikiana,/incluso perlongheriano:/¡¡Corre/que ya te agarra Nicanor Parra!!”. ¿De qué manera influye Parra en tu poesía?

—Influyó mucho a mi viejo (Francisco Gandolfo). Yo también lo leí mucho. Con mi viejo entramos a Parra por el libro La cueca larga, un libro atípico dentro de su producción, un libro casi folklórico, donde está más cerca de su hermana Violeta.

Hace unos años armé una antología para Alfaguara, Parranda larga. Yo tenía los dos tomos de Galaxia Gutenberg, pero faltaban como ocho libros que, por suerte, pude conseguir para armar la antología. Rubén Darío y Parra son los más grandes: rompieron todo en la lengua castellana.

—¿Tenés algún método para escribir poesía?

—A mí me empacha un poco la impresionante cantidad de declaraciones de escritores que hablan de su obra, de cómo escriben. Yo no la tengo tan clara. Yo sé olfatear el momento que se acerca, pero no te la puedo explicar, son cosas misteriosas. A veces sí, hay cosas que hice muy a conciencia.

—¿Cómo te afectó la pandemia?

—La pandemia me pegó fuerte, en un nivel secreto que no sé cuál es. Cuando apareció yo dije: ¡al fin lo lograron! Venían jodiendo con este contagio total, a través del mundo, hace seis años, más o menos. Surgió la peste del cerdo, por ejemplo. Y al final les salió bien. Al principio, decían que iba a terminar en dos o tres meses. Me dije: esto es un tongo, esto se escapó de algún laboratorio, no es algo de la naturaleza y, seguramente, va a durar mucho más. Hasta ahora duró dos años y a mí se me congeló la escritura, tanto en poesía como en prosa. Además, me jubilé. A Álvaro Buela y a mí, que éramos los dos históricos del cultural de El País, nos jubilaron: les salía muy caro pagarnos. Como se había muerto Homero Alsina Thevenet, redujeron el suplemento a dos páginas del diario del domingo. Tiene cosas interesantes, pero no existe como peso en el ambiente. 

Lo único que escribí en pandemia fue el último capítulo de Un error de Ludueña, la novela esa que salió por Tusquets. Fueron cinco páginas.

Es este tiempo murió gente muy importante para mí: un sobrino, que tenía 40 y pico. También se murió, en forma más bien lógica, porque tenía más de 80, Jorge Lafforgue. Era mi mejor amigo de Buenos Aires, con el que salíamos a comer, a charlar. Y acá en Uruguay, se murió mi amigo Daniel Guridi, por una complicación cardíaca. Daniel era hermano de Renzo Teflón, un gran cantante de rock que estaba en el grupo “Los Tontos”. 

—¿Cómo era eso de compartir la misma vocación literaria con tu viejo, Francisco Gandolfo?

—Mi viejo terminó la secundaria casi al mismo tiempo que yo. A él lo había influido mucho el Siglo de Oro español. En una época fue corredor de Aguilar, y mi vieja le hizo abandonar el laburo, porque la guita que ganaba se la gastaba en libros. Tenía todos los libros guardados en un mueble gigante, lleno de cajones, un trinchante. Una tarde llego a mi casa y lo encuentro a mi viejo rompiendo hojas de un original de él, y me dice: “todo esto no tiene sentido, agarrá cualquier hoja de cualquier libro y leé”. Yo hago eso y leo: “siringa de los céfiros alados”, y digo sí…tiene razón…y empecé a romper yo también. Entonces hubo como un inicio en la literatura moderna para los dos, al mismo tiempo. 

—César Fernández Moreno le dedica un poema a su padre, Baldomero, donde dice: “yo debería haber nacido contigo y no de ti”. Pienso que los Gandolfo tenían una relación similar. 

—Siempre tuvimos una relación horizontal. Era muy copado mi viejo. 

—En tu poesía veo que siempre el poema se “redondea”, hay una elocuencia y una claridad que no es común. Y los “remates” de los poemas son fascinantes.

—Todo se va borrando rápido. Hay una tendencia hacia el facilismo. Se pronosticó la caída de los libros y los libros no cayeron. Un día un tipo me dice: “ahora que la literatura terminó, ¿usted qué va a hacer Gandolfo? Evidentemente, este hombre estaba totalmente equivocado… Trabajé muchos años con Homero Alsina Thevenet y de él aprendí, entre otras cosas, el asunto de la “claridad”, algo que une a la poesía y a la prosa. En los dos lugares, yo escribo para que quede claro lo que quiero decir, no me largo si no tengo el tono. Si no tengo el tono, no hago nada.

—¿Cómo te relacionaste con la literatura uruguaya?

—Durante un tiempo largo, yo fui un tipo clave en cuanto a la información cultural de la literatura uruguaya, sobre todo la narrativa, con el agregado de lo que hacía en el Diario de Poesía, donde actuaba como corresponsal. El tercer dossier que hicimos en el El Lagrimal Trifurca fue sobre Humberto Megget, que en ese momento no era muy conocido, ni siquiera un Uruguay. Megget fue una estrella fugaz, se murió tan joven. Era totalmente distinto…no hay otro tipo parecido. Recuerdo aquel poema… “dile a la nueces que se partan solas/no me quedan fuerzas/llama al médico”. Una maravilla. Por algo lo musicalizó Eduardo Darnauchans,

La sensación que yo tengo de Uruguay es que es un país que se destaca en el fútbol y en la literatura, a nivel mundial, pero en el fútbol lo reconocen, y en literatura, no. Es raro eso.

 

De poemas y narraciones

Elvio E. Gandolfo

He escrito poemas y narraciones, y encuentro algunas diferencias en la manera de presentarse de los dos grupos de textos. El poema lo hace por lo general ya escrito “dentro de la cabeza”. Es un orden preciso, rítmico, de palabras cuyo “significado” es ese orden, y no otro. El relato en cambio es una atmósfera, que deber se asediada, penetrada, lentamente “pintada”. Es trabajo, trabajo, trabajo. También el poema, a veces, pero para restituir ese orden primero de palabras, que a vece puede ser ligera o totalmente cambiado por factores tales como un espacio de tiempo entre su aparición en la mente y su traspaso al papel; o su proximidad a otros poemas, ajenos a ellos mismos, escritos por otros autores o por quien lo está pensando, que intercalan líneas extrañas dentro del orden primero; o una mala digestión; o imaginarle a posteriori en destino (político, sentimental, religioso) distinto a esa primera disposición indisoluble de palabra-significado, haciendo que una vez más se entrometan líneas, o palabras, o ritmos que no son ese poema. De modo que en el poema es conveniente no esperar. Y en el relato, sí. (…) 

El poema canta. La narración estructura. La culminación de lo poético es la música; de lo narrativo, el cine. El valor de un poema puede descansar sobre la mera sonoridad psíquica de neologismos (“En la masmédula” de Girondo); la narración depende, hasta en sus textos extremos (Beckett, Macedonio Fernández), de la aparición de la “atmósfera”, del “personaje” (afirmado o negado, pero presente).

Cuando encaro un relato hay una relación entre ese material que voy a contar yo mismo. Cuando se presenta un poema siempre hay un tercero, alguien a quien voy a tratar de comunicar con la mayor fidelidad posible ese orden de palabras, alguien con quien el poema, filtrado a través de mis temas mi tono personales, dialoga.

Extracto del prólogo del libro La huella de los pájaros (1978).

 

Te digo

Las noches

no tendrían que acabar,

los días tampoco.

El tiempo tendría 

que circular como

una bola niquelada

entre niveles e

intersticios.

La vida debería

estar presente

siempre, los árboles

deberían perder y recobrar

todas las hojas

el mismo día

de la semana,

el mes, el año.

Algo tendría que

escurrirse entre

los cuerpos de

hombres y mujeres

circulando, fluyendo,

yéndose lento o rápido

hacia el mar.

La muerte seguiría

aportando la

necesaria seriedad.

Tu propio ser

debería estar pensando

con la cabeza apoyada

en la mano, evocando

el futuro con precisión

extrema, solicitando

de los atardeceres

la necesaria nostalgia, 

la imprescindible latencia

de tu forma de irte,

Irene, seas quien seas

 

4/7/18

De El año de Stevenson. 

Segundo trimestre (2021)