CULTURA
Apuntes en viaje

Fiestas

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. | Marta Toledo

Las fiestas de fin de año siempre estuvieron en otra parte, siempre había que moverse, hacer bolsos, tomar micros. Cuando era chica, para ir a la casa de mi abuelo en el campo. Un colectivo desvencijado, con los resortes de los asientos asomando de la cuerina; no existían los micros con aire acondicionado, las ventanillas podían abrirse, no eran fijas como ahora, y dejaban entrar viento y polvo de los caminos. El conductor era siempre el mismo. Los choferes tenían asignado un recorrido y podían hacerlo durante años, con los ojos cerrados. Se llamaba P. y mis tías decían que era lindo. Yo con ocho años solo veía a un tipo más grande que mi padre, demasiado viejo para ser el novio de alguna de ellas, un hombre bastante antipático, por otra parte. No sé qué le veían. Pero se peleaban por ir sentadas en la primera fila, cebándole mate, parloteando y riéndose de las cosas que él decía. Algunos años más tarde el chofer fue sospechoso de matar a una chica. No había sido él o nunca pudieron probarlo, sin embargo esa sombra lo acompañó durante muchos años hasta que un día de esos se ahorcó.
El colectivo nos dejaba en la ruta y el abuelo o mi tío iban a buscarnos en sulky. El calor siempre era un infierno en estas fechas, pero con mis hermanos y mi primo, que a veces también nos acompañaba, estábamos felices. El sudor nos dibujaba surcos en la tierra que se nos pegaba a las caras y los brazos descubiertos. El pelo nos quedaba duro. El olor del caballo venía con el aire movido por el sulky. Apenas llegar nos esperaba la arboleda fresca que rodeaba la casa del abuelo y el agua helada de la bomba. A veces el abuelo ya estaba asando el lechón para comer frío al día siguiente. Si era carne de vaca o cordero, se levantaba bien temprano para que estuviera listo y caliente en el almuerzo. “El cordero se come caliente”, una máxima que escuchaba desde que tenía memoria y que ahora, cuarenta después, a veces me descubro repitiendo.
Después me fui yo, así que seguí tomando micros para las fiestas. Cada año, cuando llego a Retiro, al mundo de gente llena de valijas y bolsos y carpas sentada en el piso, a los micros que se anuncian a veces con varias horas de retraso por los altoparlantes, al precio desmedido de una botellita de agua o un sánguche de miga, envidio mucho a las personas que no tienen que ir a ninguna parte, que viven en el mismo sitio que sus parientes o que no se llevan con ellos.
Cuando recién me había mudado a Buenos Aires mi abuela todavía vivía en La Matanza. Me acuerdo de que una vez la encontré, de casualidad, en Retiro, justo antes de Navidad. Mi abuela ya era vieja, fue unos pocos años antes de su muerte. Un hervidero de gente, de valijas con ruedas pasándote por arriba de los pies, empujones, micros entrando y saliendo de las dársenas, en plena noche. Calor. Yo estaba abombada por todo ese movimiento, sin saber de dónde ni a qué hora saldría mi micro. Entre el gentío vi a la abuela, con un bolso de mano, esperando tranquila. No sabía que viajábamos juntas. La abuela era una mujer ducha, que se daba maña para todo. Cuando llegaba al pueblo, en la época en que no había remises, solamente un taxi que para lo único que se levantaba a la madrugada era para llevar a una parturienta al hospital, la abuela bajaba del micro y caminaba una cuadra hasta la comisaría. Se hacía llevar a la casa de mi mamá por el milico de turno, en el patrullero. Iba adelante, por supuesto, no fuera cosa que alguien la viera y pensara que se la estaban llevando
detenida.