Quizá suene extraño que, desde el siglo XIX, existe una filosofía de la técnica (o de la tecnología) y, más todavía, parecerá extrañísimo que dentro de ella, a partir de mediados del siglo XX, se ha desarrollado una filosofía de la inteligencia artificial. La historia de las máquinas digitales en sus orígenes converge con el inicio de la reflexión filosófica acerca de ellas y, de hecho, en quien ampliamente se considera el fundador de la filosofía de la inteligencia artificial: el matemático británico Alan Turing (1912-1954). No es el único título que se le reconoce, luego de un período en que su trabajo científico y filosófico fue oscurecido y olvidado. Hoy no sólo se admite que Turing ha sido unos de los grandes pioneros de la computación sino, además, que las computadoras actuales (y las próximas de procesamiento cuántico), en esencia, responden a los diseños matemáticos y teóricos que concibió entre 1936 y 1950. Como la arquitectura computacional que inventó John von Neumann por la misma época, todavía vigente, las llamadas “máquinas de Turing” continúan siendo la base del funcionamiento algorítmico de los programas informáticos. En cualquier caso, su biógrafo más importante, Andrew Hodges, señala que la vocación de Turing era más filosófica que matemática.
Si bien nació en Londres, su padre pertenecía a la administración colonial de la India y su madre era hija del ingeniero jefe del ferrocarril de Madrás. En 1913, los padres del pequeño Turing volvieron a la India y lo dejaron junto con su hermano de cinco años al cuidado de un coronel retirado y su esposa, en la ciudad de St. Leonard-on-Sea, en el condado de Sussex. Luego de estudiar en la preparatoria Hazelhurst, una escuela independiente, a los trece años, ingresó en el internado de Sherborne, en la comarca de Dorset, un colegio privado de moderado prestigio. Allí descubrió su interés por la matemáticas y la criptografía y se destacó como corredor de larga distancia, un deporte que nunca abandonaría. En 1931, ganó una beca para el King’s College, en Cambridge, por entonces una de las primeras instituciones científicas del mundo, donde comenzó a ocuparse de lógica matemática en relación con un influyente artículo de Gödel, publicado en ese mismo año, sobre las proposiciones formalmente indeterminables de Principia Mathematica de Russell y Whitehead (ambos autores de Cambridge) que intentaban darles a las matemáticas una base filosófica. Gödel tomó, entre otras, la proposición “esta afirmación no puede ser probada” y demostró que no podía probarse que fuera cierta (si se lo probaba había una contradicción), aunque tampoco falsa, por la misma razón. A partir de 1933, luego de la implantación del régimen nazi, muchos exiliados alemanes llegaron a Cambridge y Turing, que trabajaba en la resolución del teorema de Gödel, asistió a conferencias y clases dictadas por Schrödinger y Max Born sobre mecánica cuántica.
En cuanto demostraba que las matemáticas eran lógicamente incoherentes, Gödel también cuestionaba el programa de David Hilbert, catedrático de la universidad de Göttingen, uno de los más notables matemáticos de la historia que, como Russell y Whitehead, había procurado alcanzar un grado máximo de certidumbre en las matemáticas a partir de unos pocos axiomas. Por lo tanto, si un sistema axiomático, como las matemáticas, podía contener proposiciones indecidibles (cuya veracidad o falsedad no resultaba posible probar), el problema consistía en determinar esas inconsistencias lógicas desde dentro mismo del sistema, de tal manera de hallar lo ciertamente computable. Hubo, en aquel momento, varios matemáticos que buscaron la solución. Para resolver el problema, Turing creó un concepto, elogiado por Gödel, de vastas consecuencias que se conoció en 1936, la “máquina de Turing”, que formalizaba un proceso mecánico de cálculo que comprobaba si una proposición matemática era computable o no. Este dispositivo automático, por completo hipotético, funcionaba de acuerdo con ciertas reglas (por ejemplo, de ajedrez) y en potencia calculaba cualquier cosa calculable en algoritmos, es decir, una secuencia definida de pasos que llevara a una meta.
La máquina de Turing, dicho de otro modo, era una ficción matemática que hoy se considera el prototipo teórico de la computadora digital. Turing propuso también una máquina universal, en la que se podía introducir un algoritmo equivalente a todo un procedimiento algorítmico de otra máquina de Turing para que razonara del mismo modo que ella: calcularía raíces cuadradas, factores, números primos, etc. Sin embargo, esta máquina universal no podía copiarse a sí misma sin girar indefinidamente en un bucle infinito. Lo que significaba, en términos lógico-matemáticos, que un cálculo de esas características estaba impedido de definir una serie de reglas capaz decidir si una proposición era demostrable o refutable empleando en exclusividad elementos del mismo sistema. En consecuencia, las matemáticas eran lógicamente incompletas, como Gödel había demostrado en 1931, pero también revelaban su incompletud en un sentido matemático puro. Turing publicó sus ideas en el artículo Sobre los números computables, con una aplicación al Entscheidungsproblem (esta última palabra alemana se refiere al problema de la indecibilidad, según el teorema de Gödel) y, en 1937, se marchó a Estados Unidos para realizar el doctorado en la Universidad de Princeton, donde se encontraban Einstein y Gödel. Luego de rechazar la oferta de von Neumann de trabajar con él en el Instituto de Estudios Avanzados, regresó a Gran Bretaña, renovó su beca en el King’s College y concurrió a las selectas clases de Wittgenstein sobre fundamentos filosóficos de las matemáticas.
En 1939, al estallar la guerra con Alemania, Turing fue designado como director de un grupo de criptógrafos encargado de descifrar los códigos de la máquina Enigma de la marina alemana, en el edificio de inteligencia militar de Bletchley Park, unos 64 kilómetros al norte de Londres. En este complejo altamente secreto (al terminar la guerra fue destruido) el equipo de Turing diseñó y construyó la primera computadora electromecánica y, entre 1943 y 1944, dos versiones de la máquina electrónica Colossus (la segunda en su género, antecedida por la ABC creada en 1942 en el Iowa State College), las Mark I y II, con el fin de decodificar los mensajes Lorenz SZ del ejército alemán. La existencia de Colossus se conoció públicamente en 1976, cuando se levantó el secreto militar. Durante la guerra, el éxito criptográfico de la máquina llevó a Turing a Estados Unidos, donde se reencontró con von Neumann, que había empezado a interesarse por los números computables mientras colaboraba, en la Universidad de Pennsylvania, con el desarrollo del ENIAC (Electronic Numerical Integrator And Computer), un artefacto de 19.000 válvulas.
Cuando finalizó la guerra, Turing se desempeñaba en Hanslope Park, cerca de Bletchley, en un proyecto de encriptación de voz denominado Delilah. En 1945, se sumó al Laboratorio Nacional de Física, en Teddington, a las afueras de Londres, a cargo del diseño y la construcción de una máquina electrónica digital de cálculo automático y propósito general, la Pilot ACE, superior al ENIAC y muy avanzada para la época, dotada de memoria (alcanzó un capacidad similar a la de los Macintosh de Apple comercializados en 1984) y programa interno, que se ejecutó por primera vez en 1950. Para entonces Turing ya había renunciado al proyecto, debido a la lentitud de su realización y las limitaciones presupuestarias. En 1948, se incorporó a la Universidad de Manchester, donde organizó un laboratorio dedicado a la fabricación de computadoras con fines científicos y creó la Manchester Mark I (a la que programó para escribir cartas de amor), reemplazado en 1951 por la Ferranti Mark I, introduciendo una de las primeras redes neuronales artificiales según el modelo matemático de McCulloch y Pitts (1943) que en la actualidad domina la concepción de la inteligencia artificial.
En 1950, Turing publicó el artículo “Computing Machinery and Intelligence” en la revista británica de temas filosóficos Mind, en el que presentó el famoso test para determinar si una máquina digital piensa, con el cual inauguró la filosofía de la inteligencia artificial. En síntesis, para Turing una computadora es capaz efectivamente de pensar si logra simular el pensamiento humano. El “juego de imitación” que describe, en el que un interrogador tiene que descubrir a la máquina –programado para engañarlo– entre dos personas más, conforma el test en cuestión. Para que la simulación fuera semejante a la inteligencia humana, Turing proponía agregar un elemento aleatorio y un método de aprendizaje, con el que se adelantó unos cuantos años a los programas actuales del machine learning. Sin demasiada discusión, impugnó muchas de las objeciones filosóficas posteriores acerca de la imposibilidad de razonamiento propio en las máquinas como fútiles y triviales y rechazó, no sin ironía, problemas como el libre albedrío, la autoconciencia, el sistema nervioso, la percepción extrasensorial (que de ningún modo menospreciaba), la definición de la inteligencia, entre otros. Simplemente había una manera de saber si una máquina digital pensaba: situarla tras una pantalla y permitir que un ser humano le hiciera preguntas.
Desde luego, el test de Turing ha sido aprobado por muchas aplicaciones de software y con mayores exigencias, pero eso no ha resuelto el interrogante acerca de si las computadoras piensan o no. La hipótesis fuerte de la inteligencia artificial afirma que esta piensa realmente, la hipótesis débil sostiene que solo se trata de una simulación del pensamiento. El concepto de Turing, con relación a estas tesis que divide a la filosofía de la inteligencia artificial hasta el presente, es más bien ambiguo (y quizá en ello reside su fuerza). Por un lado, sostiene que las máquinas digitales piensan, por el otro, que simulan pensar. Mejor dicho, desde el momento que imitan una forma de pensamiento (el humano) piensan y lo hacen por sí mismas. La más seria tal vez de las objeciones examinadas por el artículo de 1950, la refutación de la primera programadora de la historia, Ada Lovelace (colaboradora de Babbage en el modelado de la “máquina analítica” del siglo XIX, lejana precursora de las computadoras), quien estaba convencida de que las máquinas eran ineptas para generar un pensamiento propio, porque sólo podían hacer lo que se les ordenaba, obtiene de Turing la respuesta de que cuando se programa una máquina sólo se dispone de una vaga idea general de lo que se le pide que haga y, por consiguiente, no se conocen todas las implicaciones de la tarea. El comentario, es evidente, supone una “caja negra” en la inteligencia artificial ignorada, al menos hasta cierto punto, por sus mismos artífices.
Hay que aclarar que Turing no plantea que las máquinas digitales piensan al modo humano, ni que duplican el comportamiento neuronal, y aunque sugiere que el cerebro funciona como una computadora, no postula lo inverso, es decir que el razonamiento algorítmico se iguala al cerebral. Tampoco Turing hace ninguna referencia, cuando defiende la capacidad de la inteligencia artificial para pensar, a la presencia de una conciencia ni de percepción o sentimientos en las máquinas pensantes. Lo que elimina la posibilidad de una interpretación cartesiana, que extiende la res cogitans a los deseos y pasiones como fenómenos estrictamente mentales, no de raíz biológica o pulsional. La máquina universal de Turing, por lo demás, puede –con la memoria adecuada– imitar cualquier sistema de información apto para el cálculo de los algoritmos, ya sea la conciencia (como sucede en la actualidad con los robots provistos de una conciencia artificial), las emociones, la lógica de los diagnósticos médicos, el movimiento de un huracán o las oscilaciones de las bolsas bursátiles de Asia.
De modo que la tesis que defiende Turing puede resumirse en que las computadoras que simulan que piensan, sin importar qué tipo de objeto o sujeto imitan conforme a procedimientos algorítmicos, son entidades inteligentes, en la medida justamente que pueden simular cualquier cosa computable. El error de la hipótesis fuerte de la inteligencia artificial sería borrar esa capacidad de simulación y hacer de ella una forma de pensamiento –el llamado razonamiento algorítmico– en muchos aspectos sobrehumano. Los partidarios de la hipótesis débil, en cambio, aferrados a la biología o a las limitaciones de las simulaciones digitales, no ven más que una ilusión de raciocinio. El argumento del test de Turing, por el contrario, establece que la imitación de la inteligencia artificial expresa una modalidad de pensar en parte autónoma e indeterminada por las instrucciones del programa. En este principio, por otra parte, se basan las técnicas de programación del machine learning y deep learning, cuyos componentes aleatorios aumentan su eficacia y velocidad con el incremento de datos masivos.
De cualquier manera, el debate abierto por la pregunta de Turing formulada en el artículo de 1950 (“Can machines think?”), que da comienzo a la filosofía de la inteligencia artificial, todavía no ha llegado a su conclusión y está lejos de hacerlo a medida que se perfecciona la tecnología computacional. No ha transcurrido demasiado tiempo, incluso, desde que Hodges publicó, en 1985, la biografía de Turing que disipó el olvido en que se había sumido su obra y sus ideas desde 1952, cuando las autoridades lo arrestaron por homosexualidad (delito penal en Gran Bretaña por esos años) y le impusieron, como una condena menor dada su actuación durante la guerra, un tratamiento hormonal, que finalmente lo dejó impotente. En estas circunstancias, se suicidó en 1954, ingiriendo una manzana empapada en cianuro. En 1951, había sido elegido miembro de la Royal Society, a la edad de 39 años, a instancias de Bertrand Russell, uno de los primeros que comprendió el valor filosófico de las investigaciones de Turing. Sesenta y cinco años después de su muerte, en 2009, el gobierno del Reino Unido se disculpó por el modo en que lo habían juzgado en vida.
*Doctor en filosofía, profesor de UBA.
La era del kitsch (Alción Editora, 2021) es su último libro
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