Entre los insignes filósofos de la técnica y la tecnología del siglo XX –flamante rama de la filosofía desde hace unos años– suele mencionarse a Ortega y Gasset, Lewis Mumford, Martin Heidegger o Jacques Ellul y muy raramente a Günther Anders (1902-1992), uno de los máximos pensadores de la modernidad tecnológica. No sin razón se lo ha llamado “el filósofo de la era atómica”. Con el transcurso del tiempo, el pensamiento de Anders viene adquiriendo un halo profético, una dimensión anticipatoria que antes no poseía. En parte, porque su obra ha sido poco traducida y sobre todo se conocían sus libros de crítica literaria o como activista del movimiento antinuclear internacional de la década de los 60 y 70. Es bastante popular la correspondencia mantenida en 1959 con el piloto del avión encargado de evaluar los efectos de la bomba atómica arrojada sobre Hiroshima, Claude Eatherly, por entonces internado en un hospital psiquiátrico, publicada como Burning Conscience (1961) y traducida al español como El piloto de Hiroshima. Más allá de los límites de la conciencia.
Pero ese es un aspecto de Anders que ha distraído de su trabajo filosófico. Nacido en una familia judía polaca, su padre fue un reconocido psicólogo de la infancia, William Stern, creador del concepto de coeficiente intelectual. Günther adoptó el seudónimo de “Anders” cuando se desempañaba como redactor de notas culturales en el Berliner Börsen-Couroier (revista de la Bolsa berlinesa) hacia finales de la República de Weimar, respondiendo al editor que le aconsejó que firmara como otro. En alemán, anders significa justamente “diferente”, “otro”. A los 16 años, Anders (todavía Stern) había sido soldado en la primera guerra mundial. Estudió filosofía en la Universidad de Friburgo donde fue alumno de Husserl y Heidegger (pertenecía al círculo de sus discípulos judíos: Arendt, Jonas, Löwith, Strauss) y, más tarde, en el doctorado en Frankfurt, de Adorno. Se doctoró en 1923 bajo la dirección de Husserl. Luego publicó escritos filosóficos, periodísticos y literarios en París y Berlín. En 1929 contrajo matrimonio con Hannah Arendt, de la que se separó siete años después. Durante esa época publicó su primer libro de filosofía (de corte fenomenológico) y la novela Las catacumbas molusias compuesta de relatos acerca de un país imaginario –Molusia– gobernado por un poder totalitario, al cual Anders no dejara de referirse en sus ensayos posteriores, algunos caracterizados por un magistral estilo ironista.
En 1933, con el ascenso del nacionalsocialismo, se exilió en París y, posteriormente, tres años después, en Nueva York, donde vivió un tiempo con Marcuse y trabajó, entre otros oficios que le permitieron sobrevivir, como secretario personal de Brecht (con quien ya había colaborado en publicaciones izquierdistas en Alemania), profesor de estética y periodista. En Los Ángeles fue obrero de fábrica. Al volver a Europa, en 1950, se radicó en Viena y trató, sin conseguirlo, de obtener un puesto de profesor en la universidad. A partir de allí, Anders se desempeñó como periodista freelance en diversos diarios y revistas. No hay duda (o pocas) que la experiencia estadounidense influyó particularmente en el primer volumen de su obra maestra, publicada en 1956, La obsolescencia del hombre (Die Antiquierheit des Menschen). Visitó Hiroshima en 1958, y en 1959 dictó en la Universidad Libre de Berlín un seminario de dos días sobre “Los problemas morales de la era atómica”, con el que inició su activismo.
Anders recibió varios premios por su obra, entre ellos el Theodor W. Adorno en 1983, el premio más importante de la filosofía alemana. La publicación del segundo volumen de La obsolescencia del hombre en 1980, tan grueso como el primero, había mostrado sin equívocos posibles al único filósofo apocalíptico de la técnica del siglo XX. La tesis principal de Anders sostiene que el ser humano ha sido superado (aún más: descentrado, desplazado y subordinado) por la tecnología y el mundo tecnificado de la modernidad. Con relación a ese despliegue, del cual la bomba atómica es su lado mortífero y apocalíptico, el hombre común carece de imaginación y de sentimientos para representarse el peligro que implica y de una ética, por otra parte, en correspondencia con las perspectivas catastróficas y fenómenos extremos a los que conduce. En este sentido, el hombre ha devenido obsoleto, un ser caduco ante la tecnologización de la vida y las cosas en la medida que ella impone su dominio sobre él y, bajo la apariencia de humanismo, lo sustituye como sujeto de la historia. En otras palabras, el fin de la humanidad da comienzo con Auschwitz –el exterminio técnico y sistemático de seres humanos– e Hiroshima, es decir, el más alto grado de destrucción alcanzado por la tecnología en cuanto compromete al planeta entero.
Para mensurar correctamente el pensamiento de Anders es necesario evocar, al menos en parte, el contexto en el que emerge. A mediados de los años 50 crecía la intranquilidad mundial por la lluvia radioactiva provocada por los ensayos nucleares atmosféricos, y ya a principios de la década siguiente las armas nucleares eran la tecnología atómica más desarrollada. Entre 1945 y la firma del Tratado de Prohibición Completa de Ensayos Nucleares (TPCEN) de 1996 (poco después de la muerte de Anders), el cual ha sido respetado parcialmente, se realizaron más de 2.000 ensayos nucleares. Por lo que se conoce, solo Estados Unidos hasta 1992 realizó 1.032 pruebas, seguido por la Unión Soviética con 715 entre 1949 y 1990. Se han efectuado detonaciones nucleares atmosféricas y también submarinas (ambas prohibidas en 1963 en un tratado solo respetado por Estados Unidos, Unión Soviética y Reino Unido), terrestres y subterráneas. A eso hay que agregarle los accidentes en las plantas nucleares de Three Mile Island (Pensilvania) en 1979 y Chernóbil en 1986.
En cualquier caso, todavía es muy temprano para conocer y reconocer las consecuencias de las explosiones nucleares. En las “Tesis para la era atómica” (1960) que Anders proporcionó a los estudiantes del seminario en 1959 en la Universidad Libre de Berlín se anticipan algunos de los dilemas de la era posnuclear. Ese documento no disimula su temor por un apocalipsis, por una auto-extinción de la humanidad, pero propone un aplazamiento indefinido de este tiempo final y del final del tiempo como la única respuesta moral respecto de las derivaciones de las tecnologías inventadas por los seres humanos. De lo contrario, no solamente sería una vergüenza, sino también una muerte vergonzosa. Se trataría, según Anders, de ampliar el horizonte de responsabilidad hasta que llegue a lo planetario en un sentido espacial y temporal. Esto último, en la medida que los ensayos nucleares (en realidad, detonaciones de bombas atómicas) afectan de modo pernicioso también a las generaciones futuras, la distinción entre estas y las generaciones actuales ya no tendría sentido. El peligro apocalíptico es más amenazador porque resulta inimaginable la inmensidad de una catástrofe como esa.
Esta “trascendencia de lo negativo”, como Anders denomina a la nada inimaginable del fin del mundo, sobrepasa la capacidad de la imaginación humana. La paradoja de la era atómica, en consecuencia, es que la humanidad deviene más pequeña que las entidades tecnológicas que ella misma ha originado. La ironía de Anders dice que los seres humanos se ha convertido en utopistas invertidos: los utopistas tradicionales son incapaces de producir lo que imaginan, los invertidos son incapaces de imaginar lo que producen. Este utopismo invertido no es meramente un factor entre muchos otros sino describe la situación moral de la humanidad en la era atómica, un “desnivel prometeico” (das prometheische Gefälle) entre la capacidad tecnológica y la facultad de imaginar las consecuencias de ello. En suma, cuanto más grande sea el efecto posible de las acciones humanas, tanto menos somos capaces de representarlo, de arrepentirnos o de sentir responsabilidad, tal como sucede con la mayoría de los pilotos –con excepción de Eatherly– que arrojaron las bombas sobre Japón.
Anders sostiene que no existe ninguna razón para suponer que los señores del apocalipsis, aquellos que se hallan en la cúspide del poder político y militar, están mejor instruidos para imaginar la enormidad de los peligros de la era atómica que los ordinarios morituri (“los que vamos a morir”). Esta suposición le parece por completo irresponsable, al punto que sería más sensato pensar que quienes están en el poder no tienen ni idea de lo puesto en juego. La bomba atómica no puede ser clasificada como un arma, porque, a su juicio, esta es un medio y los medios se definen por sus fines, y estos a su vez en tanto subsisten a sus medios. Lo cual no podría aplicarse a las armas atómicas, ya que no existe ningún fin que pudiera sobrevivir al uso masivo de ellas. Tal fenómeno, para Anders, no es posible interpretarlo de acuerdo al concepto marxista de reificación que designa exclusivamente a la humanidad reducida a cosa, cuando los caracteres que le fueron quitados de este modo se han transformado en cualidades y funciones de los productos tecnológicos.
“Tesis para la era atómica” es un escrito distinto de otro que Anders publicó en 1957 con el que puede confundirse, “Mandamientos de la era atómica”. En ambos aborda la posibilidad del apocalipsis nuclear y retoma ideas que había expuesto previamente en el primer tomo de La obsolescencia del hombre y que se prologan en el segundo. Entre ellas es insoslayable la de “desnivel prometeico”, la asimetría entre la capacidad humana de producción, de representación y de sentir. Dicho de manera menos elegante, 1) somos incapaces de aceptar que la posibilidad de la autoaniquilación de la humanidad es más que factible, 2) también de alcanzar la responsabilidad y actos morales que tal situación demanda, 3) sufrimos de una ceguera moral y afectiva ante el apocalipsis. Anders entiende que, en estas circunstancias, se impone el ejercicio de la imaginación y de los afectos. En Diez tesis sobre Chernóbil (1986) afirma que aquellos que se burlan de las reacciones emocionales que despierta la tecnología nuclear son frívolos y estúpidos. El miedo a los artefactos y máquinas es esencial, por lo tanto, en cuanto el hombre ya no ocupa el lugar de sujeto de la historia y lo ha sustituido la técnica.
Otro concepto fundamental en Anders es el de “vergüenza prometeica” (prometheischer Scham), el cual se refiere al sentimiento del hombre tecnológico que descubre su “desnivel prometeico” y se confiesa a la vez la vergüenza ante su propio origen incalculable y atávico, resultado de una dinámica espontánea, diferente y opuesta al proceso del objeto producido por las tecnologías como calculable y perfectible. El cuerpo humano es transitorio y rígido, falible y escasamente reformable. La vergüenza prometeica induce –ahora sí– la reificación del ser humano que se compara con los entes tecnológicos y trata de disminuir la distancia con ellos, de modo que transforma su cuerpo mediante tecnologías de ingeniería humana. Anders plantea en el segundo volumen de su obra magna la obsolescencia de la historia (equivalente a la del hombre) y el ingreso de la humanidad en una transhistoria. Si la era atómica señala el umbral del apocalipsis, el tiempo de la espera ha terminado y ya no hay futuro. Esta época del fin de la historia no constituye una fase a la que le sucede otra sino un tiempo final (Endzeit), en realidad, un tiempo intermedio e indeterminado antes del acontecimiento apocalíptico.
Si bien este lenguaje escatológico puede herir susceptibilidades y ocasionar la reacción contraria de la que pretende, el estilo ironista de Anders lo torna muchas veces tragicómico, cuando no irrisorio. La condición humana en la situación hipertecnológica, que consiste básicamente en la imposibilidad de establecer una relación directa con el mundo, en cuanto solo puede hacerlo mediante la técnica –la “medialidad”–, lleva al fin de la humanidad o del mundo humano, no hay duda, salvo que Anders se las arregla para tratar esta hecatombe evitando un dramatismo excesivo y kitsch. La visión apocalíptica es la de un final sin fin, sin juicio, sin reino mesiánico. El tiempo transhistórico se resume en una sucesión de presentes rápidamente olvidados, en una experiencia espectral del mundo mediado por las tecnologías de la comunicación, en una levedad atemporal. La obsolescencia del hombre de Anders transcurre de un modo trivial, inadvertido, como si fuera la de un comediante de su propia tragedia.
*Doctor en filosofía, escritor y periodista
La era del kitsch (Alción Editora) es su último libro
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