CULTURA
Gobiernos y libertades

Filosofía en 3 minutos: Isaiah Berlin

Politólogo e historiador, es considerado uno de los principales pensadores liberales del siglo pasado, de notoria influencia en la filosofía política contemporánea.

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El politólogo e historiador británico Isaiah Berlin (1909 - 1997). | Cedoc Perfil

Si hay un pensador liberal del siglo XX ampliamente respetado y de notoria influencia en la filosofía política contemporánea, sobre todo por sus conceptos de libertad negativa y libertad positiva, ese es el filósofo, politólogo e historiador de las ideas Isaiah Berlin (1909-1997). De origen judío, nacido en Riga, actual capital de Letonia, en 1920 emigró junto a su familia (era hijo de un comerciante de maderas) a Inglaterra, donde estudió en la universidad de la ciudad de Oxford. La infancia de Berlin estuvo marcada por dos hechos: la disfunción de su brazo izquierdo desde el nacimiento y los acontecimientos de la Revolución Rusa, los cuales presenció y recordó siempre con sentimientos contradictorios. Algunos creen que eso prescribió que abrazara el liberalismo clásico y su disputa con el marxismo. En cualquier caso, luego de estudiar Humanidades en 1931 y Política, Filosofía y Economía en 1932, Berlin hizo una brillante carrera académica. Se suele destacar que fue el primer judío en recibir una beca en el All Souls College de Oxford, al cual perteneció como Fellow entre 1932 y 1938 y, tras un período en el New College, de 1950 a 1957. 

Durante la segunda guerra mundial, Berlin fue designado primer secretario de la embajada inglesa en Washington y luego en Moscú, bajo responsabilidad de enviar informes diarios al Foreign Office, y se dice que sorprendían a Churchill por la inteligencia de sus análisis. En 1957, fue nombrado catedrático de Teoría Social y Política de la Universidad de Oxford, recibió el rango de Knight Bachelor y le fue concedido el título de Sir. Entre 1966 y 1972 se desempeñó como profesor de Humanidades en la City University de Nueva York y asumió la presidencia del Wolfson College de Oxford de 1966 hasta 1975. Recibió la Orden de Mérito del Reino Unido en 1971. Además, Berlin fue presidente de la Academia Británica entre 1974 y 1978 y recibió el Premio Jerusalén en 1979 por sus escritos sobre la libertad individual, que denominó “libertad negativa” (con evidente éxito) en una conferencia pronunciada en Oxford en 1958, publicada como Two concepts of liberty.  En realidad, Berlin era principalmente un escritor de artículos para revistas especializadas, que se recopilaron en varios volúmenes. Sólo publicó dos libros orgánicos: Four Essays on Liberty (1969) y Vico and Herder (1976).

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La conferencia de 1958, publicada ese mismo año, inaugura el pensamiento de Berlin acerca del concepto político de libertad en dos sentidos diferentes: la libertad negativa y positiva. La primera responde a la pregunta acerca de cuál es la esfera en que a un individuo (o a un grupo de individuos) se le debe dejar hacer o ser lo que es capaz de hacer o ser sin que interfieran otros. El segundo sentido, la libertad positiva, contesta a la pregunta de qué o quién es la causa de control o obstrucción que puede determinar que un sujeto deje de hacer o ser algo y haga o sea una cosa u otra. En otras palabras, la libertad negativa se refiere a la ausencia de obstáculos respecto de las propias capacidades y acciones, mientras la positiva, a la inversa, involucra las determinaciones que justamente impiden la realización de mi propio hacer o ser y lo conducen hacia otro ámbito. Esa es la diferencia entre la “libertad de” (negativa) y la “libertad para” (positiva) que, en gran medida, traza la frontera política entre la libertad individual –estrictamente moderna– y otras libertades (de un pueblo, una nación, una clase, etc.) que ha conocido el orden antiguo y medieval. Pero eso no es todo.

En el sentido negativo, Berlin señala que la libertad política es el espacio en el que un individuo puede actuar sin que otros lo obstaculicen. Esto quiere decir que no soy libre en cuanto otro u otros me imposibilitan hacer lo que yo podría hacer si no me bloquearan y si, también, como consecuencia de esa interferencia de otros, el círculo de mis acciones se retrae hasta un límite mínimo, puedo considerar que estoy coaccionado e incluso oprimido. Sólo se carece de libertad política si algunos me impiden conseguir un fin, pero no lo es la incapacidad propia (por falta de dinero, por ejemplo) de conseguirlo. El criterio de opresión, por lo tanto, se funda en la causa que yo creo que representan otros sujetos en la frustración de mis deseos, lo hagan directa o indirectamente y con intención o sin ella. Soy libre, en este sentido negativo, en la medida que otros no interfieran en mis acciones, y cuanto más extensa sea la esfera de esta desaparición de obstáculos puestos por otros entre mis deseos y su realización, más amplia es mi libertad individual. 

Esta es, según Berlin, la definición clásica de la libertad de los filósofos políticos ingleses (sin duda, Hobbes entre ellos), aunque discrepaban acerca de cuál debía ser la extensión de ella, porque entendían que no podía permitirse que fuera ilimitada, ya que ello llevaría a una situación en la que todos los individuos podrían interferirse mutuamente y conduciría a un caos social en el que las mínimas necesidades de cada uno no estarían cubiertas y las libertades de los débiles serían destruidas por los fuertes. De ahí que algunos de estos pensadores argumentaban que la ley debía limitar las acciones libres de los sujetos. Otros, sin embargo, sobre todo filósofos liberales como Locke y Mill, sostenían que era necesaria la existencia de un mínimo de libertad individual que no fuera violado por ningún motivo, ya que, si tal dimensión se vulneraba, el individuo se hallaría demasiado restringido. De esa manera es que se separa el ámbito de la vida privada del de lo público. Por supuesto, para Berlin, es discutible por dónde pasa la línea de separación. En tanto los individuos dependen en gran parte los unos de los otros, ninguna actividad individual es tan privada como para no interferir nunca en nada la vida de los otros. Si la libertad del pez grande es la muerte del pez chico, la libertad de algunos se relaciona con las restricciones de otros.

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Ahora bien, Berlin admite que dar derechos políticos y protecciones contra la intervención del Estado a sujetos analfabetos que están harapientos, mal alimentados y enfermos es burlarse de su condición. Estos individuos necesitan asistencia médica y educación antes de que se encuentren en posición de darse cuenta qué significa que se incremente su libertad individual o que puedan hacer uso de ella. Sin las situaciones adecuadas para el ejercicio de la libertad, siempre en sentido negativo, el valor de ésta es incierto. Por consiguiente, Berlin piensa que la libertad individual no es la primera necesidad para todos. Más todavía, cree que lo que preocupa a los liberales (o debería preocupar) no es que la libertad que pretenden los individuos sea desigual en función de las condiciones sociales y económicas que posean, sino que la minoría que dispone de esa libertad la haya obtenido explotando a la mayoría que no la tiene, además de resultarle indiferente. Si la libertad individual es el último fin del ser humano, como afirman los liberales, nadie puede privar a otro de ella ni disfrutarla a costa de los demás. 

El problema se le presenta a Berlin en los siguientes términos: uno podría estar dispuesto libremente a ceder parte de la propia libertad, o toda ella, para evitar desigualdad o la miseria, en cuanto es inmoral que mi libertad (o la de mi clase o país) dependa de la indigencia de un gran número de otros individuos, pero si yo sacrifico mi libertad con el fin de disminuir tal injusticia y con ello no logro que aumente la libertad individual de otros, se origina una pérdida absoluta de libertad. Pese a ello, para Berlin de todas maneras es indiscutible que a veces hay que disminuir la libertad de algunos para garantizar la libertad de otros. Sin embargo, no le parece claro en base a qué principio debería hacerse esa restricción, porque si la libertad es un valor supremo no puede existir un principio semejante. Los filósofos liberales tradicionales y los filósofos conservadores acuerdan en que una parte de la vida individual tiene que quedar afuera del control social. Lo contrario, es despotismo. Benjamín Constant, el más elocuente de todos los defensores de la libertad y la intimidad según Berlin, declaraba que por lo menos la libertad de religión, de opinión, de expresión y de propiedad debían estar exentas a cualquier interferencia. La preservación de un mínimo de libertad individual aparece como necesaria para evitar la degradación del ser humano. Pero si la justicia exige que cada individuo, observa Berlin, tenga derecho a un mínimo de libertad, aunque ese mínimo sea objeto de discusión, sería necesario coartar a todas las demás libertades, en caso necesario por la fuerza, para disuadir que alguno privara a otro de su libertad.  

Dicho de otra manera, la libertad individual consiste en el fin “negativo” de prevenir la obstrucción de los demás. Esta es la libertad tal como ha sido concebida, desde la época de Erasmo, por los liberales, según Berlin. En ese sentido, toda defensa de las libertades civiles y de los derechos individuales, y toda protesta contra la explotación y la iniquidad, contra el abuso de los poderes públicos y la opresión de las costumbres proviene de esta idea individualizada del ser humano, que ha sido muy cuestionada, por otra parte. El mismo Berlin, un filósofo liberal, subraya una característica importante de esta libertad: no es incompatible con ciertas formas de autocracia o, en todo caso, con que los individuos no se gobiernen a sí mismos. La libertad negativa se refiere al ámbito bajo control y no a su origen. Esto es, así como una democracia puede privar al individuo de muchas libertades que pudiera tener en otro tipo de sistema, cabe suponer que un dictador liberal permita a sus súbditos una gran libertad individual. No hay una necesaria conexión entre ésta y el gobierno democrático. La pregunta sobre quién me gobierna es por completo diferente de la pregunta acerca de en qué medida el gobernante interfiere en mi libertad. En esta diferencia, en última instancia, sustenta Berlin la oposición entre los dos conceptos de libertad negativa y libertad positiva. 

El sentido de la última de ellas no es ser libre “de algo”, sino el ser libre “para algo”, o sea, para llevar una determinada forma de vida, lo cual los favorecedores de la libertad negativa interpretan como una idea que, en ciertas circunstancias, conduce a una tiranía. La libertad positiva nace del deseo de un individuo de ser su propio dueño. Este sujeto quiere que su vida y sus decisiones dependan de sí mismo. Aspira a ser el instrumento de mí mismo, no de la voluntad de otros, cualesquiera sean éstos. Pretende ser sujeto y no objeto, alguien cuyos actos se basan en sus propias razones y por propios proyectos conscientes, y no por causas exteriores. En una palabra, no quiere que decidan por él sino gobernarse a sí mismo y no que lo gobiernen otros individuos como si fuera un esclavo carente de fines y medios propios. Ante todo, desea ser consciente de sí mismo como una persona racional que persigue ciertos propósitos, con responsabilidad de sus propias decisiones y que puede explicarlas apoyándose en sus propias ideas y objetivos. Se siente libre mientras cree que está en la verdad, pero se siente no libre (o esclavizado) cuando otro le demuestra que esa creencia es falsa o dudosa.

Berlin observa que la libertad que reside en ser dueño de sí mismo y la libertad que consiste en que otros individuos no me impidan decidir y hacer lo que quiera, pueden parecer ideas que no se diferencian mucho entre sí y que, en último término, dicen lo mismo. Pero sucede que la libertad negativa y la libertad positiva se desarrollaron en la historia política en direcciones opuestas, hasta que se enfrentaron la una con la otra. En la práctica histórica, de acuerdo a Berlin, la concepción positiva de la libertad como autodominio o autogobierno, que supone un individuo escindido que lucha contra sí mismo, ha producido efectivamente una división de la personalidad en dos partes: la que tiene el control (racional y dominante) y el lado sensible de los deseos y pasiones que deben reducirse y reprimirse.  Este hecho histórico del individualismo político (la generación de un individuo que posee dos yoes, y dos yoes muy distintos) ha tenido como consecuencia el surgimiento de las versiones más importantes en que se ha diversificado el deseo de autodirigirse a través del “verdadero yo” de uno mismo: la del autosacrificio con la finalidad de conseguir la autonomía (la autonegación ascética) y la de la autorrealización o identificación total con un principio o ideal para conseguir el propio fin individual. 

Respecto de la primera de ellas, Berlin duda que implique algún aumento de la libertad, porque si me doy cuenta que puedo hacer muy poco o no puedo hacer nada de lo que quiero y entonces limito o suprimo mis deseos, con esto sólo simulo (como en la fábula de la zorra y las uvas) que soy un individuo libre. En realidad, sería lo contrario de la libertad política. A los defensores de la libertad negativa Berlin les concede que el autosacrificio no es el único procedimiento adecuado para sortear los obstáculos y que también resulta posible simplemente derribarlos: si son objetos, por la fuerza, y si son individuos, por la fuerza y el acosamiento. Desde luego, para Berlin, estos actos pueden ser injustos y violentos, e incluso crueles, pero quien los ejecuta tiene la posibilidad de aumentar su propia libertad. Por otra parte, ve una ironía de la historia que esta dura verdad sea rechazada por algunos de los que la llevan adelante con mayor energía, sujetos que cuando obtienen poder y libertad de acción, impugnan el concepto negativo de ésta en favor de su opuesto positivo.

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Con la relación a la segunda versión histórica de la libertad positiva –  la de la autorrealización o identificación total con un principio o ideal para conseguir el propio fin –, Berlin la vincula con el racionalismo. El sujeto racional es libre solamente si organiza su vida en conformidad con su propia voluntad, pero como esto exige reglas, éstas no lo oprimen ni lo hacen un esclavo si se las impone a sí mismo libremente, tanto si fueron inventadas por él o por otros, siempre y cuando sean racionales, lo cual significa que expresen la necesidad de las cosas. La fórmula sería: entender por qué las cosas tienen que ser como tienen que ser es querer que sean así como son y no de otro modo. Lo contrario, es decir, desear que las reglas necesarias no sean lo que son, equivale a querer un absurdo, una cosa irracional: el deseo de lo que tiene que ser excluye lo que no debe ser. Según Berlin, esta tautología es el núcleo metafísico del racionalismo. Aquí no se trata del sentido negativo de la libertad que ambiciona un espacio (ideal, claro) despojado de obstáculos donde nada me impide hacer lo que quiero, sino la concepción positiva de la autodirección o del autocontrol del sujeto por sí mismo a través de la liberación por la razón. Sus modelos políticos realizados históricamente, se encuentran en la esencia misma de las doctrinas nacionalistas, comunistas, autoritarias y totalitarias.

Berlin dice que los pensadores de la libertad positiva sostienen que si los problemas morales y políticos son genuinos tienen solución racional y una única solución verdadera y, en consecuencia, demostrable tan claramente que todos los demás individuos racionales la aceptarían. De este modo, el problema de la libertad política se resuelve implantando un orden justo que otorgue a cada uno toda la libertad a que tiene derecho un ser racional. Conclusión: sólo la irracionalidad de los sujetos los incita a oprimirse, explotarse o humillarse entre ellos. Desde luego, de este supuesto a obligar a los demás a que sean racionales no hay demasiados pasos. Para los partidarios de la libertad positiva, las verdaderas soluciones a todos los auténticos problemas deben ser compatibles y articularse en una única totalidad, ya que todas son racionales y el universo es racional, por lo que no puede haber necesidad de coacción: la vida de los individuos adecuadamente planificada supone la libertad completa (la libertad de la autodirección racional) para todos. En la sociedad perfecta, la libertad coincide con la ley, y la autonomía con la autoridad, porque una ley que me prohíbe hacer lo que yo, como ser racional y sensato, no puedo desear hacer, no representa una limitación de mi libertad. 

Pero hay otro enfoque, para Berlin, históricamente importante de la libertad, el cual la confunde con la igualdad y la fraternidad, que tampoco es liberal. Este enfoque se relaciona, más que con la libertad negativa o positiva, con el deseo de reconocimiento. Dicho de otra manera, quiero que me entiendan y me reconozcan, aunque esto simbolice que no me quieren y que no les guste a otros, pero los únicos que podrían reconocerme en este sentido son los miembros de la comunidad a la que siento que pertenezco histórica, moral, cultural, económica y acaso étnicamente. Como no soy un átomo aislado (no soy Robinson Crusoe viviendo en una isla) sino un elemento de una sociedad, es posible que no me considere libre al no ser reconocido como un individuo que se gobierna a sí mismo. Sin embargo, no es imposible que tampoco me sienta libre como parte de un grupo no reconocido o no respetado y, por lo tanto, quiera la emancipación de toda mi clase, mi comunidad, nación o pueblo. Este deseo de reconocimiento recíproco estaría en la base de que ciertos sujetos prefieran las más autoritarias democracias, antes que a las más conspicuas oligarquías. 

El núcleo de la idea de libertad, tanto en su sentido positivo como negativo, es el obstruir algo o a alguien, a los individuos que se introducen en mi ámbito sin mi consentimiento o afirman su autoridad sobre mí, ya sean tiranos o entrometidos. Pero no es con la libertad individual, en estas dos concepciones, que se relaciona este deseo de reconocimiento, sino con algo que los seres humanos demandan profundamente (ser reconocidos) y por lo que luchan y que está vinculado, en última instancia, con la libertad. Si bien implica la libertad negativa en sentido colectivo, se conecta más con la solidaridad, la fraternidad, la asociación en igualdad de condiciones, es decir, lo que suele denominarse “libertad social”. A Berlin este tipo de libertad le parece engañosa, aunque reconoce que en ciertos aspectos el deseo de reconocimiento se aproxima a una conducta independiente. De modo que si quién me gobierna es alguien o una idea que yo pueda sentir como algo que me pertenece o que pertenezco a ella, se trataría de una forma híbrida de libertad cercana a la fraternidad y la solidaridad y también, en parte – puesto que incluye algún grado de libertad negativa –, al sentido positivo de la libertad. 

Es innegable, a juicio de Berlin, que toda interpretación de la palabra libertad tiene que contener un mínimo de libertad negativa. Por otra parte, no existe ninguna sociedad que elimine todas las libertades de sus miembros. En todo caso, un individuo al que los demás no le dejan hacer absolutamente nada de acuerdo con su deseo no puede definirse como un agente moral, ni siquiera como un ser humano. Pero Berlin recuerda que los padres del liberalismo reclaman más que este mínimo: piden un grado máximo de no-interferencia, aunque compatible con el mínimo de requerimientos de la vida social. También señala, como contraparte, que la mayoría de la humanidad (los mismos liberales, habría que agregar) ha estado frecuentemente orientada a degollar la libertad individual en nombre de otros fines: la seguridad, la prosperidad, el poder, la justicia, la igualdad, la solidaridad, la vida después de la muerte y otros valores que poco o nada tienen que ver con el máximo de libertad individual. Más todavía. Para Berlin no percibir este hecho es lo que posiblemente ha engañado en absoluto a algunos liberales respecto del mundo real. Lo que piden es justo, pero no consideran la diversidad de las necesidades humanas básicas, ni la ingenuidad con que los seres humanos experimentan cómo la senda de un ideal también lleva a su opuesto.

Esto no quiere decir que Berlin desacuerde con los liberales de la primera mitad del siglo XIX que previeron que la libertad positiva podía destruir fácilmente las libertades negativas, que la soberanía del pueblo podía aniquilar la de los individuos. Estos pensadores repudiaron la “tiranía de la mayoría” y de las ideas y opiniones que así se imponen, y no veían gran diferencia entre esta tiranía y otra cualquiera que invadiera la vida privada. Nadie captó mejor, afirma Berlin, el conflicto que hay entre estas dos ideas de libertad que Constant, quien pensaba que la transferencia de libertad de unos individuos a otros mediante el aumento de la autoridad ilimitada, generalmente llamada “soberanía”, no ampliaba la libertad sino desplazaba el quantum la esclavitud. Constant descubrió que el problema principal de los que quieren libertad individual en sentido negativo no es el de quién gobierna, sino el de qué cantidad de autoridad tiene, porque creía que ésta, tarde o temprano, destruía a alguien. No comprendía por qué, aunque el soberano fuera el pueblo, no debía oprimir a ninguno de sus miembros, si así lo decidía. Es decir, la democracia es capaz de derrumbar una oligarquía o una dictadura, pero también de oprimir a los individuos como los peores tiranos.

Durante todo el siglo XIX los pensadores liberales sostuvieron que si la libertad requería de un límite al poder de cualquier otro para forzarme a hacer lo que no quería o quisiera hacer, si yo era coartado, no importa finalidad que se invocara, no era libre, y por consiguiente la doctrina de la soberanía era despótica en sí misma. La creencia auténtica en la inviolabilidad de un mínimo de libertad individual implica una postura absoluta de este tipo, según Berlin. La libertad negativa, por lo tanto, no se lleva bien con la democracia que, definición, no está al servicio de ella y, de hecho, ha dejado de preservarla a lo largo de la historia en distintas oportunidades, coherente con sus principios como gobierno de las mayorías. La creencia de los liberales es la antípoda, o casi, de los propósitos de los que creen en la libertad en sentido positivo. Los primeros pretenden reducir la autoridad, los segundos apropiarse de ella. Esto es una cuestión fundamental en Berlin, en cuanto no son simplemente interpretaciones opuestas de una misma idea, sino dos posiciones inversas que no pueden satisfacerse por completo en la práctica. A pesar de ello, Berlin juzga que es una grave falta de comprensión social y moral no aceptar que la libertad que cada una de ellas persigue constituye un valor último que tiene igual derecho a incluirse entre los intereses más altos de la humanidad.

La intención de Berlin es mostrar que la idea de libertad positiva se halla en el corazón de las reivindicaciones de autodirección nacional o social que promueven muchos movimientos políticos justos, y que no darse cuenta de esto significa entender mal los hechos y las ideas más vitales de nuestra época. Pero por igual le parece demostrable que es falaz la opinión de que sea factible hallar un único procedimiento a través del cual se realicen armónicamente todos los diversos fines de los individuos. El inconveniente radica en que éstos son múltiples, y como no todos armonizan entre sí la posibilidad de conflicto nunca puede erradicarse totalmente de la vida humana, individual o social. Aquellos que protestan contra las leyes que censuran algo argumentando que representan trasgresiones intolerables de la libertad individual, presuponen que se han prohibido necesidades básicas de los individuos. A la inversa, quienes defienden esas leyes entienden que esas necesidades censuradas no son primordiales o, si lo son, no existe manera de permitirlas sin suprimir otros valores superiores a la libertad individual y que satisfacen necesidades más importantes que ésta. Berlin piensa que el grado de libertad de un individuo o un pueblo para vivir como quiera debe medirse respecto de otros valores, como la igualdad, la justicia, la felicidad, la seguridad o el orden público. Por esto, porque la libertad no puede ser ilimitada, cabe limitar la libertad del fuerte, ya sea su potencia física o económica. 

La solución de Berlin para el problema es el pluralismo, que contiene cierto grado de libertad negativa, como un ideal más verdadero y más humano que el de aquellos que buscan en las grandes estructuras autoritarias la libertad positiva de las clases sociales, de los pueblos o de la humanidad en su conjunto. Es más verdadero porque registra el hecho de que los fines humanos son múltiples, inmensurables, y que rivalizan unos con otros, y más humano en la medida que no priva a los individuos (en virtud de algún ideal lejano) de aquello que les resulta indispensable para su vida, en tanto sujetos que se transforman a sí mismos. Ciertamente Berlin reconoce que este ideal de libertad para elegir fines sin creer que éstos posean legitimidad eterna, y el pluralismo de valores que conlleva, posiblemente sea el último sueño de la “decadente” (Berlin usa esa palabra) civilización capitalista, pero de esto no deriva ninguna conclusión escéptica. Los principios, para él, no son menos sagrados porque sea insostenible probar su duración. Pero pedir más le parece una actitud metafísica oscura e incurable, y tanto que consentir que ella nos determine ya es más bien el síntoma de una inmadurez política y moral en extremo peligrosa. 

De manera que Berlin concluye, no sin cierta melancolía, en una relativización de la libertad negativa y la libertad positiva, dado que ambas, por diferentes medios y motivos, pueden llevar a regímenes no democráticos o simplemente a dictaduras. El pluralismo que propone, de raíz liberal, sólo admite un grado de libertad individual, supuestamente inviolable, en correspondencia con la multiplicidad de fines y valores de los individuos, ninguno de los cuales valen más que los otros. Es un ideal que pone un freno a la libertad positiva y preserva la libertad individual negativa de sus avasallamientos, pero esto no elimina de cuajo la posibilidad de conflicto. Tampoco Berlin se ilusiona con ello. El pluralismo con el que sueña requiere una sociedad donde no existan ni menesterosos, ni analfabetos, ni mal alimentados, y eso parece ser más propio de los partidarios de la libertad positiva o de aquellos que desean reconocimiento. Como dice el mismo Berlin: dar derechos políticos y resguardos contra la intervención del Estado a individuos sin educación, harapientos, mal alimentados y enfermos es reírse de ellos. 

*Doctor en filosofía, escritor y periodista
@riosrubenh
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