Filósofo crucial de la Ilustración y de la modernidad, Immanuel Kant (1724-1804) provocó un giro en el pensamiento occidental que aún está lejos de cerrarse, al menos, mientras su influencia persista en alguno de los campos de la ontología, la gnoseología, la ética, la estética y la política. O, incluso, en tanto existan filósofos que confronten con su herencia como el contrapunto ineludible para comprender nuestra experiencia de mundo. Si no ha sido el último gran pensador de la tradición, está claro que su filosofía crítica ha dado lugar a una deriva que llega hasta nuestra época con muchas posibilidades de extenderse y ramificarse, como ya ha sucedido en los dos últimos siglos. La divergencia entre este fulgor del pensamiento de Kant y la vida gris y rutinaria de célibe que llevó en su ciudad natal de Königsberg –Prusia Oriental (hoy Kaliningrado, Rusia)–, de la que nunca salió (salvo a los alrededores) ha sido señalada demasiado como para volver a insistir. El viaje kantiano, si se quiere, ha sido in situ y mucho más lejos a la vez de aquellos lugares a los que conducen las rutas y los caminos trazados de antemano. Kant realmente viajó, porque se desplazó hacía donde nadie lo había hecho, abriendo una vía (viaje proviene del latín vĭa, que significa “senda” o “modo de hacer algo”) formidable y muy amplia: el criticismo.
Nacido en una familia modesta (su padre era talabartero), la primera educación de Kant estuvo basada estrictamente en el pietismo luterano, en especial por incidencia de su madre. Por esto cursó estudios de cultura clásica en el prestigioso Collegium Fridericianum, una institución pietista elogiada por Federico Guillermo I de Prusia (en un decreto de 1735, el rey la mencionó como un ejemplo para otras escuelas de Prusia). Más tarde, en 1740, Kant se inscribió en la universidad de Königsberg, en la cual estudió ciencia natural, física newtoniana y matemáticas. Luego del fallecimiento de su padre, obligado a mantenerse, se desempeñó dando clases a domicilio a hijos de ricos entre 1746 y 1754. Un años después obtuvo el título universitario y comenzó a enseñar como Privatdozent (profesor académico que ejerce la enseñanza de forma independiente de la universidad) matemáticas y física, además de temas relacionados con la filosofía como lógica y moral. En 1770 fue designado profesor titular en Königsberg, donde permaneció hasta retirarse de la docencia, en 1797. Sin embargo, su vida sencilla y rutinaria fue perturbada en 1794, cuando ya Kant era un reconocido filósofo, por la censura bajo el gobierno de Federico Guillermo II, a raíz de la publicación de su obra La religión dentro de los límites de la mera razón, que lo amenazó con sanciones si continuaba tergiversando la doctrina cristiana. Kant se comprometió por escrito a no hablar ni a escribir de religión, lo que cumplió sólo hasta a la muerte del rey, que se produjo tres años después de la censura.
Suele dividirse esquemáticamente el pensamiento kantiano en tres períodos: el pre-crítico, el crítico y pos-crítico. El primero, anterior a 1781, se halla bajo la influencia de la llamada “filosofía leibnizo-wolffiana”, que incluye escritos sobre Leibniz, geografía, teoría de los vientos, teología, moral, estética y lógica. El segundo, posterior a 1781, año en que publica la Crítica de la razón pura (Kritik der reinen Vernunft), luego de un silencio de diez años, abarca obras fundamentales de la filosofía kantiana, como las tres críticas (la de la razón, del juicio y del gusto), Prolegómenos a toda metafísica futura que pueda presentarse como ciencia, Idea de una historia universal en sentido cosmopolita o Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? El tercer período, que se extiende de 1790 hasta la muerte de Kant, es motivo de discordia y diversas interpretaciones respecto precisamente de su carácter pos-crítico, ya que incluye escritos como La religión dentro de los límites de la mera razón, Para la paz perpetua, La disputa de las facultades o Antropología en sentido pragmático, que no parecen tan pos-críticas.
De cualquier manera, entre sus obras más importantes se encuentra la Crítica de la razón pura, considerada por el mismo Kant como un “giro copernicano” en la historia de la filosofía. Demoró no menos de diez años en escribirla, porque ya en 1771 estaba trabajando en un escrito, que terminaría por ser la Crítica, que llevaba por título Los límites de la sensibilidad y de la razón, el cual define en esencia la magnum opus kantiana. Por otra parte, Kant defendió y explicó este libro en varios textos, como los Prolegómenos, y en la segunda edición de 1787 hizo no pocas modificaciones en el modo de exposición. El “giro copernicano” que propone Kant, en pocas palabras, consiste en que el conocimiento de los objetos no debe regirse por la supuesta naturaleza de estos sino por nuestra facultad de conocer. Dicho de otra manera, sólo se conocen las cosas a partir de lo que la sensibilidad y la razón humana ponen en ellas, es decir, a priori. Con este desplazamiento, Kant pone en entredicho tanto el racionalismo como el empirismo, y de ese modo a su admirado David Hume, quien según dice lo despertó del “sueño dogmático”, y funda un horizonte complejo en donde se ponen en juego los límites del conocimiento racional, el ser de los fenómenos y la estructura de la subjetividad, entre otros dilemas.
En concreto, una muestra de por qué Kant es un maestro pensador todavía vigente se revela, hacia el final de la Crítica de la razón pura, en la sección tercera de “El canon de la razón pura”, en la cual distingue opinión, saber y creencia. La diferencia entre éstas, en la era de la información generalizada, juzgando por la proliferación de discursos de toda clase, no está nada clara. La diferencia entre verdad, convicción y persuasión se diluye en la sociedad de la comunicación y de las tecnologías digitales. En el criticismo kantiano, en contraste, juzgar algo como verdadero es un Begebenheit, un acontecer del entendimiento y puede apoyarse en fundamentos objetivos, pero exige también razones subjetivas. Cuando algo que se considera verdadero resulta válido para todos los seres racionales, sin excepción, sus causas son objetivamente suficientes, y se llama convicción. Cuando el juicio acerca de lo verdadero sólo se basa en la subjetividad, se trata de la persuasión y, como tal, no puede admitirse como objetivo, ya que tiene nada más que una validez privada. De aquí que afirmar un juicio que se pretende necesariamente válido para todos, a pesar de la diversidad de los sujetos, supone una convicción, mientras la persuasión, que pertenece a la esfera subjetiva, carece de todo valor fuera de ella.
Esto quiere decir, según Kant, que juzgar algo como verdadero en sentido objetivo y subjetivo contiene tres grados posibles: opinión, creencia y saber. La opinión es reconocer conscientemente como verdad un juicio que resulta insuficiente tanto en términos objetivos como subjetivos. La creencia es aceptar algo como verdadero en cuanto satisface a la subjetividad, pero que objetivamente carece de consistencia. El saber, por el contrario, tiene por verdad aquello que se establece como suficiente en lo subjetivo y en lo objetivo. La convicción se refiere a mí mismo, a lo que juzgo como verdadero subjetivamente, y la certeza respecto de la verdad objetiva incluye a todos los otros sujetos. Obviamente, si se opina sin saber nada de lo cual se opina, de manera que la opinión no se relaciona en lo más mínimo con la verdad, se trata de una fábula. Para opinar sin caer en la pura ficción, por otra parte, se requiere que la conexión con lo verdadero sea cierta, porque si no es más que otra opinión, lo cual eleva la fabulación al cuadrado, no hay otra cosa que un producto de la imaginación o, dicho de otra manera, la ausencia total de saber acerca de lo que se opina.
Kant observa que el criterio corriente para distinguir si lo que alguien afirma constituye una simple persuasión subjetiva – una opinión – o una firme convicción – una creencia – es la apuesta. Es decir, que aquellos que de ningún modo se les ocurre que se equivocan, cuando tienen que apostar acerca de la validez objetiva de lo que consideran verdadero suelen dudar acerca de cuánto apostar. Hay quienes podrían apostar algunas monedas, pero no demasiadas, ya que aparece la posibilidad, medida por el monto que apuesta, que podrían encontrarse en un error. En el caso que se les pidiera que apuesten la felicidad de su vida completa, lo más probable es que los sujetos que están persuadidos de una verdad o creen en ella a rajatabla vacilarían ante una apuesta de esa magnitud. Y esto tanto en lo que Kant denomina “creencia pragmática”, la cual permite actuar sin conocimientos teóricos suficientes en situaciones donde urge hacer algo (el médico ante un enfermo de una enfermedad desconocida), como en lo que llama “creencia doctrinal”, en la que se imagina que si existieran ciertas condiciones que no existen uno apostaría, y poniendo en juego su vida, a favor de una convicción (la creencia en civilizaciones alienígenas) por el momento objetivamente indemostrable.
La creencia en la existencia de Dios, concede Kant a su pesar, pertenece a esa clase de creencia doctrinal, en la medida que por un lado no dispone de nada dado por la experiencia sensible que presuponga la idea de Dios para explicar el mundo y más bien está obligado a razonar como si todo fuera naturaleza, pero por el otro la unidad teleológica de ésta, de la cual la razón no puede prescindir, le impide desechar la suposición de una inteligencia suprema que haya ordenado todo de acuerdo a fines. Tal supuesto es de tan gran utilidad en la investigación de la naturaleza que no lo tiene como una mera opinión. Por este uso teórico de Dios entiende que no es una creencia práctica sino doctrinal que, además, le permite creer en una vida post mortem del alma humana. Desde un punto de vista objetivo, llamarla “creencia” es una muestra de modestia de quien la profesa, aunque también, desde lo subjetivo, expresa una sólida convicción. Sin embargo, Kant consiente que la creencia doctrinal, en sí misma, posee cierta inseguridad como guía de una idea.
La creencia moral, en cambio, exige que se cumpla con la ley moral de acuerdo a sus fines prácticos, en coincidencia con la unidad teleológica del mundo, a condición de que exista Dios y la vida futura del alma. De forma que se impone, para la validez del precepto moral, la creencia en la existencia de Dios que nada puede hacer titubear, ya que eso sería lo mismo que dudar de los principios morales. En cualquier caso, nadie sabe que efectivamente existe Dios y otro mundo. La creencia en ellos, para Kant, no es una convicción con certeza lógica sino moral, la cual se apoya en impulsos subjetivos. Pero el problema se presenta aquí en que la creencia en Dios se basa en los sentimientos morales, cuando es posible que haya sujetos en absoluto indiferentes respecto de la moral. En ese caso, Dios se convierte en una idea puramente especulativa de la razón. Por lo tanto, ante la falta de argumentos sólidos, siempre resulta factible provocar que esos sujetos le teman a Dios. Para lograr esto, según Kant, hay que inducirlos a afirmar la certeza de que no es posible la existencia de Dios ni la vida futura del alma, lo que no podrían demostrar razonablemente en términos objetivos. Así llegarían a una creencia negativa.
En el universo de mensajes y proposiciones de la más diversa índole que vivimos, no sólo es extremadamente difícil (cuando no imposible) discriminar si se trata de opinión, creencia o saber, sino determinar la mixtura de todos ellos en un mismo bloque discursivo o significativo, en la medida que posean algún significado. Es cierto que hay comunicadores sociales, periodistas, sociólogos, economistas, analistas o simples enunciadores de estatuto difuso, que de vez en cuando intercalan expresiones como “en mi opinión”, “creo”, “me imagino”, “me parece”, “tengo la convicción”, pero no siempre esas advertencias alcanzan para que no se confunda lo que dicen, en general, con saber algo. Para colmo, el concepto de información es insuficiente como para que pueda ayudar a distinguir lo opinión fundada en alguna base de saber de la mera fábula. La información supone datos (es decir, valores simbólicos) sobre referencias empíricas y acontecimientos y un mensaje organizado con ellos que supuestamente debe ampliar el conocimiento del receptor, a salvedad que ese procesamiento requiere de algún principio subjetivo para darle un sentido o significado a los datos. El problema es el mismo por duplicado, tanto por el lado del emisor del mensaje como del receptor: ¿a partir de qué se “decodifica”, de una opinión, una creencia o un saber?
Hay que agregar a este interrogante que no es lo mismo una creencia pragmática que una doctrinal, pensando estas creencias como las piensa Kant. La primera de ellas, que cree en algo para enfrentar un problema del que carece de saber, siempre tiene consecuencias prácticas, malas o buenas, y también inciertas. No es que quien cree de este modo sencillamente opine, sin ningún fundamento racional, acerca de tal o cual asunto que se necesita resolver. El médico del ejemplo que da Kant, coaccionado a afrontar con una terapia la dolencia producida por una enfermedad desconocida, dispone de un saber, solo que éste no le sirve objetivamente. Forzado por la situación, cree entonces en el saber que le posibilita realizar alguna acción respecto del enfermo, pero esto dista mucho de la certeza y, más aún, de la verdad, ya sea que alivie los síntomas de la dolencia, la cure o mate al paciente como resultado del tratamiento. En cambio, la creencia doctrinal, de la cual no se tiene desde el principio ninguna certeza, es una creencia en una doctrina (la de la existencia de Dios, en el caso de Kant) o una teoría útil para comprender ciertos fenómenos. Pero esos efectos de comprensión no hacen que deje de ser una creencia para transformarse en un saber, dado que de ninguna manera se podría demostrar la validez objetiva de una idea. Tampoco se debe confundirla con una hipótesis, que no es más que una posibilidad.
En suma, si para Kant hay no pocas disimilitudes entre opinión, creencia y saber, en las sociedades de la información y la comunicación generalizada tienden a mezclarse y superponerse vertiginosamente. Los mismos emisores de mensajes, muchas veces, ignoran si opinan, creen o saben (y hasta qué punto) y esa ignorancia se transmite a los receptores. En el extremo, se cree en la creencia (en la convicción) o en la opinión (en la persuasión subjetiva) o, a la inversa, se opina sobre creencias y saberes como si la opinión fuese más válida que estas. Saber, sin embargo, no equivale ni a opinar ni a creer, en cualquiera de sus variaciones. En sentido kantiano, el saber asume como verdadero aquello que se establece como consistente en lo subjetivo y en lo objetivo a la vez, sin privilegiar ninguno de los polos. En el fondo, remite a la antigua diferencia propuesta por Parménides entre doxa (opinión) y alétheia (verdad), a la que Kant contribuye con la noción de creencia. Lo que se juzga como verdadero en el saber, por lo tanto, no se restringe ni a una persuasión ni una simple convicción, sino integra los fundamentos de la subjetividad con su correlato en la objetividad. En otras palabras, el saber sólo tiene por verdad lo que todos los seres racionales reconocen objetiva y necesariamente como tal.
En cuanto a su forma lógica, haciendo abstracción de su contenido, los juicios del saber son siempre apodícticos. Según la tabla de las categorías de la Crítica de la razón pura, los juicios problemáticos afirman o niegan algo como meramente posible, los asertóricos consideran la afirmación o la negación de algo como verdadero y los apodícticos, a su vez, como algo necesario. La proposición asertórica plantea una realidad lógica para el entendimiento, mientras que la apodíctica formula una necesidad lógica de la razón. De ahí que todos los juicios hipotéticos y disyuntivos (oposición lógica de las proposiciones) son problemáticos y eventualmente falsos. Se desprende de esto que, en el pensamiento kantiano, todo saber está mediado por modalidades lógicas y categorías racionales y, por eso mismo, además de las condiciones sensibles de posibilidad, siempre su conocimiento es limitado, un entrecruzamiento de subjetividad y objetividad que no conoce las cosas en sí mismas sino como aparecen. Por supuesto, ninguna de estas distinciones de Kant, en la esfera hipertrofiada de la diseminación de mensajes de la sociedad informatizada y de la información, donde la comunicación explota e implota en todas direcciones, revisten la menor importancia. El resultado es que circulan tantas verdades y falsedades, e incluso la fusión indeterminada e indeterminable de ellas, que bien cabe preguntarse si aún es posible discernir con claridad opinión de creencia y saber. O más todavía: a éste último de lo que realmente conoce.
*Doctor en filosofía, escritor y periodista
@riosrubenh
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