M ientras tomo mate a la mañana veo la explosión de esta primavera inusitada en el jardín. Los árboles pelados y algunos arbustos que también pierden sus hojas en otoño se cubren abruptamente de botones. Desconcertados, me imagino. ¿No quedamos sin hojas apenas ayer? ¿Ya toca trabajar de nuevo? Esos botones que tienen un nombre, recuerdo el dibujo en el manual de la escuela pero no alcanzo a ver cómo se llaman, devendrían brotes en condiciones normales. Pero no es normal esta primvaera a principios de agosto. No es el veranillo de San Juan de junio. Es una primavera apocalíptica, me dijo una amiga ayer. Los álamos, en cambio, que son los árboles más viejos del parque, siguen esqueléticos, con sus ramas finitas hacia arriba como garras que quieren romper el azul perfecto, de postal, del cielo. Saben tal vez por viejos. Me acuerdo de La balada del álamo carolina: “un día de un viejo árbol es un día del mundo”…
En la radio hacen el recuento de muertos del día que apenas empieza. El recuento de contagios. Los números se dispararon hace un par de semanas. Se habla poco y nada de los incendios en las islas del Paraná. Parece una noticia que sólo le importa a los locales, aunque las fotos que circulan en las redes sociales son devastadoras. El fuego emergiendo del río, las llamas anaranjadas contra el cielo, el humo permanente sobre las ciudades cercanas: Rosario, Victoria… me cuenta mi hermana por wasap que el humo llegó hace días a Paraná, donde vive con su familia. Diego Oddo, un amigo que vive en Paraná y trabaja en Santa Fe escribe en Facebook: “Es desolador volver a la ruta después de varios meses de aislamiento y ver los incendios en las islas. El suelo carbonizado, Santa Fe y Paraná envueltas en una sola nube gris. Le pregunté al chico del peaje qué saben ellos, me dijo, textual: los mismo dueños para llevar animales. Acá los bomberos van y a los cinco minutos ya prendieron de nuevo. ¿Quién carajo es dueño de una isla?”. Otra amiga de Rosario cuenta que los árboles de la ciudad están llenos de pájaros nuevos, nunca vistos: son los pájaros de las islas huyendo del fuego. Los pájaros al menos pueden volar, intentar la fuga. Pienso en los aperiás convertidos en pequeñas bolas encendidas, en las yararás feroces que nada pueden contra las llamas, en todos los animales de las islas consumidos por el incendio.
No soy amante de las distopías ni en el cine ni en la literatura. Sin embargo todo esto: la primavera en el invierno, la pandemia mundial, los incendios intencionales de porciones de tierra llenas de vida sólo con el fin del enriquecimiento de unos pocos, parecen tópicos sacados de películas y novelas. Hace poco empecé y dejé al segundo capítulo la serie Snowpiercer: el mundo está congelado y la humanidad, una parte de ella claro, viaja eternamente a bordo de un tren. La máquina fue pensada para salvar a los millonarios del mundo, un puñado de gente, ya sabemos. Pero antes de que partiera, un grupo de desarrapados alcanzó a treparse al último vagón. Después todo igual al mundo como es pero adentro de un tren.
Quizá el acto más hermoso de estos meses horrendos sea el de les niñes de Rosario como representantes de las generaciones futuras exigiendo la especial protección del Delta. Tal vez les niñes, como los pájaros de las islas, puedan escapar del fuego.