Estábamos buscando una foto para un libro. Un parque de diversiones de esos que llegaban a pueblos como el mío, en los 80, y se instalaban por unas semanas en algún baldío. Una caravana de hombres y mujeres extraños porque no pertenecían a ninguna parte, no parecían venir de ninguna parte porque venían de todas, de cualquiera. La caravana de hombres y mujeres y algunos niños y algunos animales: siempre había niños y siempre había perros o gatos. No trabajaban los animales. Los chicos sí, ayudando a sus padres a manejar los juegos o a las madres que hacían de adivinas y tarotistas. A veces iban a la escuela (igual que los chicos de los circos) y los mirábamos con una mezcla de fascinación y miedo; nos excitaban sus vidas trashumantes al tiempo que se nos anudaba la panza si pensábamos en andar de un lado a otro, sin una casa verdadera, de ladrillos, plantada en un sitio; sin amigos duraderos ni escuela ni iglesia. Al igual que los mayores, desconfiábamos de esa gente, pero agradecíamos que dos o tres veces al año recalaran en el baldío municipal para alegrarnos la vida con la música, los neones, el olor a pochoclo y a copos de azúcar.
Entonces, más de veinte años después estábamos en el Chaco buscando un parque como aquellos. Nos dijeron que en San Bernardo había uno y hacia allí fuimos.
San Bernardo es un pueblo pequeño, de unos 9 mil habitantes. Allí vivió La Oma, la alemana que inspiró la canción de Daniel Altamirano, una mujer que amansó sola el campo chaqueño y que alguna vez le preparó al músico un chivito a las brasas en su rancho pobre, apuntalado con quebracho.
Había llovido hacía unas horas. Una lluvia calma, más para ensuciar que para otra cosa. La humedad avivaba el calor, lo volvía pegajoso y sofocante. Pero al menos había aplacado un poco la tierra suelta. Preguntamos por el parque de diversiones y tuvimos que agregar “la feria” para que el hombre vestido con ropa de grafa pensara un momento más, se rascara la barba y finalmente asintiera para sí antes de indicar con el brazo la dirección y dar un par de vueltas con el dedo índice para señalar los giros a izquierda y a derecha y después a izquierda que había que dar hasta llegar.
Nos metimos por calles de tierra. Los neumáticos del auto arrastraban un barro ligero que se hacía agua mugrienta allí donde el peso de camiones o tractores habían marcado una huella profunda. Una de las calles más pobres que atravesamos y que pasaba por el medio de ranchitos con patios llenos de niños y de perros flacos como alambres se llamaba Carlitos Menem Junior. Seguramente la iniciativa de algún intendente menemista, pero qué calle triste y al mismo tiempo tan significativa. Niños pobrísimos en sus casas pobrísimas con padres pobrísimos.
El parque de diversiones no era más alentador que la calle de Carlitos Junior. Una decena de máquinas viejas, con personajes de dibujos animados pasados de moda, la pintura descascarada. Como estaba instalado en un terreno bajo, la lluvia había formado charcos alrededor de los juegos. No había nadie a la vista. Las casillas rodantes estaban cerradas y en el parque todo apagado, aunque empezaba a atardecer. Recién cuando unos perros aparecieron de entre las casillas y nos ladraron se asomó un hombre y dijo que el parque no abriría por la lluvia. Le preguntamos si podíamos sacar unas fotos. Nos miró un instante, dijo que sí y se metió de nuevo en la casilla. Los perros se quedaron cerca, pero ya no ladraron.n