CULTURA
Entrevista

Oscar del Barco: La filosofía en extinción

Místico y anarquista, lo mismo que filósofo, pintor y poeta, la figura proteica de Oscar del Barco es tan inclasificable como incisiva, lo que se refrenda con la reciente publicación de Un resplandor sin nombre (Tercero Incluido), notable compilación de ensayos. Entrevista en profundidad con una de las mayores inteligencias de nuestro tiempo.

20220626_osca_cel_barco_hugosuarez_g
Oscar del Barco. | hugo suarez

Oscar del Barco vive en un barrio cualquiera de la ciudad de Córdoba. Tiene 94 años y dedica sus días a leer, a escribir y a pintar. Cuando le propongo una entrevista sobre la filosofía que acompañe la cuidada edición española de sus escritos preparada por Martín Hendler (Un resplandor sin nombre, Tercero Incluido, Barcelona, 2022), me dice que no será posible: “Tendría que responder a todas tus preguntas como le respondí una vez a un amigo que creyó me burlaba con mis respuestas: no sé, no sé, no sé… Hay un largo poema de Gamoneda que se titula “No sé”, y es así. ¿Cómo saber? Es la cruda realidad, cada pregunta pondría en juego una vida, sería una entrevista infinita, en el sentido de Blanchot, y yo no estoy para infinitos. Precisamente creo que la filosofía, por decir lo menos, está en extinción. Salvo si hablamos de otra cosa, de una suerte de vicio. El estupor de los primeros pensadores griegos dio comienzo a algo que vive en agonía. Es una locura, para usar la palabra de San Pablo, pensar que puede hoy haber una filosofía; con la evidente muerte de dios, cayó para siempre la así llamada filosofía. Dios fue y es un espantapájaros”. 

Sin embargo, de a poco la entrevista arranca.

—¿Cómo concibe su trabajo en la filosofía y en el arte?

—En primer lugar, debo decir que no soy filósofo, ni pintor, ni nada, así como un carpintero no es carpintero. Nadie ha visto nunca un carpintero, lo que ha visto es que Juan o Pedro trabajan en algo que se llama carpintería o filosofía o lo que sea; pero este no-ser queda en suspenso, un vacío que no soporta nada, tal vez ni el ser, porque podría decirse que algo o alguien son soportes de lo que hacen, pero no son lo que hacen. Antes de hacer tal o cual cosa hay “algo” que hace, ¿o no hay algo?, y si no hay algo entonces hay nada, lo cual es contradictorio, luego tachamos el “algo” y solo queda el “hay”: hay-hay sin atributos. Es evidente que en un sentido de habla común podemos decir que Juan es un carpintero, lo que nos lleva a reconocer que existen niveles o grados específicos de niveles: en un nivel empírico (común) hay un algo que trabaja en carpintería o en lo que sea (nadie con sentido común podría negar la existencia de Juan, pero este Juan en otro nivel es un algo previo o distinto de lo que hace… pero este algo ¿qué es? En el caso de que sea, ¿es una sustancia, un sujeto-yo, un “alma” o un misterio que nunca podremos conocer en sí precisamente porque lo somos y al serlo suprimimos toda posibilidad de conocerlo (como si lo mismo fueran el sujeto y el objeto de conocimiento)? Kant dijo que tal objeto –la existencia del mismo– era una posición, algo puesto, una forma y no una realidad. Decimos que Juan existe, pero este existir es puesto por el conocimiento: decimos Juan y esta es una petición, es como decir Juan-Juan (¿o alguien ha visto el existir como si fuera algo?). Sujeto, alma, espíritu, yo, son palabras, conceptos, formas incognoscibles por inexistentes como tales; llamamos sujeto, etc., a un conjunto de hechos y cosas, pero nunca se ha visto un sujeto-cosa-algo. No existe tal cosa, no puedo ir más allá de la palabra “yo”. Luego, y esto me importa señalarlo, no hay sujeto sino una idea (reguladora, dice Kant, como reguladoras son las ideas de “yo”, de “mundo”, de “dios”; ideas que regulan o articulan un conjunto en un concepto).

Este ha sido y es un importante problema filosófico, y fue discutido desde sus orígenes en Grecia dando lugar a la historia de la filosofía. Aclaremos: una cosa es ser como Juan, alguien dedicado al estudio de la filosofía, digamos un profesor de Filosofía, y otra cosa es escribir-construir filosofía, plantear problemas propios de la filosofía y tratar de resolverlos (a eso se llama filosofía desde los presocráticos hasta Heidegger).

—Su formación universitaria es la historia. Ese tiempo de estudios universitarios estuvo también marcado por la militancia política. ¿Cómo llega a la filosofía? ¿Hubo algún filósofo o alguna lectura que produjeran ese “desvío” hacia la filosofía?

—Mi interés por eso que de una manera cada vez más confusa se llama filosofía es muy antiguo. Y digo confusa porque se trata de un cuerpo de conocimiento vivo, en un crecimiento incluyente cuyo objetivo, creo, es entender el mundo en totalidad: ética, estética, teología, política, epistemología, etc. Personalmente, creo que mi interés, mi pasión por la filosofía, comenzó, después de años de participar en la vida religiosa, con la lectura junto a algunos amigos, a los 17 años, de la obra de Hermann Hesse (principalmente Demian y Siddharta). Todos nos dedicábamos a “buscarnos a nosotros mismos” (algo lejanamente parecido al “cuidado de sí”, de los últimos textos de Foucault). 

A partir de este punto común, los caminos se bifurcaron: Rodolfo Ortiz se dedicó a la pintura hasta su muerte prematura, metido en la montaña, adonde yo lo visitaba para ver lo que pintaba y para conversar sobre pintura (luego los dos ingresamos a la práctica del budismo, que duró varios años, con un “maestro” perteneciente a una escuela instalada en Estados Unidos); su hermano Héctor fue profesor de Filosofía en la universidad; Alfredo Paiva se dedicó con toda su alma a la poesía, luego emigró a Ecuador cuando fue perseguido por la dictadura militar, se volvió católico activo y también murió joven. Yo me dispersé en lo que iba a ser mi vida, filosofía siempre, poesía siempre. Siempre quiere decir en todos los avatares, a veces trágicos (como la guerrilla en el norte argentino), pero siempre intensa, diría arrebatada, medio loca. Al final sigo, con muchos años a cuestas, “buscando” como al principio: filosofía, poesía y ¡pintura! (más de treinta años todos los días de la mañana a la noche metido en una pieza al fondo de mi casa, pintando (el final de esa “locura” está por verse). Influenciado, podría decir, como punto de partida que aún perdura, por el expresionismo abstracto norteamericano. 

En todo esto hay como una enseñanza: la pluralidad de “prácticas” donde uno debe jugarse por entero, un tipo de juego que, junto con otras pasiones, constituyó gran parte de mi vida. Pasión religiosa, pasión política, pasión poética y pictórica, pasión amorosa, pasiones amistosas... Una “vida”, diría Deleuze.

Vuelvo a la filosofía para señalar la importancia que tuvo, para lo que llamo “pensamiento”, descubrir la revista Tel Quel (primero Hesse, después Tel Quel, como verdaderos mojones de una prolongada aventura). En ella conocí, ante todo, a Bataille y a Derrida, más una serie amplia de filósofos, no únicamente franceses (los nombrados más Foucault, Lyotard, y tantos otros dedicados a la filosofía, a la música. De paso: comencé a pintar sometido para siempre por el quinteto de Schoenberg (lo que no quiere decir nada, pero…). 

—¿Hay una inherencia de filosofía y escritura? ¿Es la escritura filosófica puramente comunicativa o escribir es necesario para pensar? ¿Qué es la escritura filosófica?

—La no existencia sustancial de un sujeto-yo-alma hiere la idea de autor (con todas las consecuencias de existencia que trae aparejada esta negación que creo fundamental para entender la idea –y la práctica implícita– de un “nuevo comienzo”. Si no existe un yo-sujeto, se vuelve lógicamente imposible sostener la realidad material de un “autor” (salvo la obviedad de decir que tal individuo, Borges por ejemplo, escribió o pintó tal o cual cosa, lo cual en un nivel empírico resulta imposible negar –aunque se lo puede negar literariamente, por supuesto). Cito una frase de Foucault que sintetiza su gran texto ¿Qué es un autor?: “El autor no es exactamente ni el propietario ni el responsable de sus textos; no es el productor ni el inventor…”. 

Si no hay un sujeto-yo, hay un “discurso”. Pero ¿quién escribe ese discurso? ¿“Quién habla”, se preguntó Nietzsche? El texto se escribe solo. Mejor que decir “se escribe” sería decir “aparece” en un “lugar” que luego llamamos “yo”, etc. Se puede parangonar con el sueño, el cual es una narración de la que no podemos decir que tiene un sujeto-narrador, y sin embargo está allí; está allí sin autor, sin alguien que pueda decir “yo lo elaboré”, “yo soy el autor”, porque precisamente no hay yo-sujeto que pueda pensar y manifestarse como sueño o que pueda escribirlo in mente y posteriormente trasladarlo a la escritura. Pero si no hay autor, toda la construcción se derrumba y se da lugar al “lo” que carece de sustancia, de fundamento trascendente, y a un mundo sin fundamento, ¡oh! 

Decimos que se trata de un algo carente de concepto, carente de un nombre que rinda cuenta de él. No tiene consistencia empírica, pero tiene una función ideal. No existe ontológicamente pero sí como idealidad regulativa. Estructuras ideales son las que permiten la construcción empírica: las ideas regulativas son parámetros de la organización psicológica en un “yo”, de la materia en “mundo”, de la totalidad en “dios”. Permiten que haya un mundo en vez de solo un caos.

Heidegger dijo: “no-obras sino caminos”, no el cierre en totalidades (obras), sino caminos. Pero los caminos tienen un punto de partida y otro de llegada que cierran todo en un origen y en un fin. Machado decía: “No hay camino, se hace camino al andar…”, sin origen ni fin, el camino, sin tiempo y sin espacio: sin concepto. El camino surge y desaparece sin ir-hacia, se hace o es el andar; todo está “vacío”, todo puede ser objeto de una “reducción” sin término. No hay base ni fundamento: un árbol, una taza, cualquier cosa se disuelve en el vacío de la nada. Pero “hay”. Negar el hay implicaría la extinción absoluta. Nos encontramos frente a una “locura” –diría San Pablo–: un pensar paradojal, contradictorio como su forma. No obstante, nos aferramos a eso indecible, in-mundo, inexistente, que se llamó “dios”, “espíritu absoluto”, etc. (asunción de la teología por la filosofía y viceversa). Allí recurrió Bataille para hablar de un yo, un mundo y un dios sin existencia. Nos enfrentaríamos así al silencio paradojal de un “nuevo comienzo” de la filosofía.

—¿Qué es un filósofo?

—Alguien que vive por el pensamiento. Necesariamente debemos hablar de niveles; distinguir los diferentes niveles de análisis, desde lo más simple a lo más complejo. Una organización de conductas que se materializan, digamos, como un “deber-ser”: no matar, no robar, amar al prójimo, tener piedad, etc. Una ética del “deber” como comunidad política, religiosa, artística (la poesía, la música, la pintura, la mística, como “formas” ontológicas; Rimbaud, Tolstoi, Beckett, Duchamp… y una infinidad de nombres, digamos, en la humanidad). Se trata de una toma de conciencia trascendental: el “más que hombre” nietzscheano, el “hacerse vidente mediante el desarreglo de todos los sentidos” rimbaudiano, el vacío de Nagarjuna, el absurdo de Beckett, la mística sin dios del maestro Eckhart… Esto apunta, en resumen, a las prácticas más elevadas del planteamiento ético (más allá del yo, más allá de los “principios”, más allá de los “deberes”), que solo encuentran su “sentido-sin-sentido” en el amor y sus formas, en la libertad del afuera (del encierro ideológico-metafísico como dominación de los cuerpos y las almas); en el desprendimiento, en la pobreza, etc.; un mundo otro que mundo. Esta es, por supuesto, solo una apuesta pero que puede ser trabajada o puesta en práctica aquí y ahora, en el instante absoluto. Hacer-camino, las “obras” como caminos, como intemperie, como una inédita “nada” que rompe el círculo opresivo del ser. “Más-allá-del-ser” fue el apotegma platónico y el tema central, me atrevo a decir, de la filosofía; pienso ante todo en Nietzsche, en Heidegger y tantos otros filósofos y artistas que se podrían nombrar. También en algunos poetas argentinos como Macedonio Fernández, Murena, Bonino (que no era poeta pero produjo un gran trabajo sobre el lenguaje), Viel Temperley o Fijman. Es posible que estemos en un final y en un comienzo de una época sin fundamento. La humanidad está en un límite de muerte y de vida, frente a una posibilidad real de inexistencia y una posibilidad ideal de “salvación”. Todo depende de cada uno, cada uno es responsable, tenga o no conciencia del propio tiempo. Al final de su vida, Foucault dice: “Una cosa sin palabras en un lugar vacío”. ¿Cosa? ¿Lugar? Respecto a Heidegger –mi antiguo maestro, que vos supiste reconocer en su momento–, me parece que el “tema” (también en sentido musical, por cierto) de la “técnica” es el punto más intenso del vértigo ideal que articula la gran constelación del “camino” trágico de su pensamiento. Tal vez hoy lo más importante, en cuanto a Heidegger, sea haber considerado esencial, como culminación de la “historia del ser”, el problema de la técnica. En la técnica lo que está en juego es un destino: si no se logra superar la técnica como materialización suprema de la escisión metafísica, la humanidad marcharía hacia su inevitable destrucción, el hombre alienado como una cosa en una poshumanidad automatizada sería el inicio de una nueva edad en la historia-del-ser. 

Y ya casi nadie cree que en esta tragedia habite “lo que salva”. Claro que los dados ya están echados y el azar aún no está abolido.

—Alguna vez dijo que la filosofía es una religión. Es algo paradójica esa idea. ¿Qué significa exactamente?

—Lo dije. Religión pagana que llama “dios” al “abismo de la razón” (Kant), lo otro con todas sus consecuencias trágicas. Pensemos en Sócrates, o en el mito de Jesús. La religión como intento, o como plenitud de la nada, algo así. ¿La negatividad? ¿La falta de fundamento? ¿Lo santo-demoníaco? 

“Religión” como intento de salir de sí a lo otro que no sabemos, no podemos saber, qué es ni si es. En tal sentido, la palabra “religión” apunta a la apertura perpetua a “eso” sin nombre que llamamos ser, un ser no ontológico, vacío, la posibilidad-imposible de una locura en cierto modo teleológica, cuyo fin es la muerte. 

Así de sencillo y ¡trágico! De esta forma “religiosa” sabían los místicos y los primeros mártires cristianos, cuya búsqueda de la muerte sacrificial fue un espantoso ejemplo de la búsqueda real de ese “dios” sin existencia que está en el fondo trascendental de toda religión. Estoy escuchando el intento-musical fracasado de Jean Barraque por mostrar “eso” que llamo indeterminado e indecible, y digo fracasado porque no existe alternativa al fracaso, debemos fracasar mejor, fracasar más, sin miedo. 

En este sentido, entiendo por religión la potencia de lo otro arrojándonos a la intemperie, socavándonos sin límites, en cuerpo y alma. Pienso, claro, fuera de las religiones estatuidas, de la horrible metafísica del dominio de un dios personal, político, erigido en fundamento del mundo y del hombre, de la tragedia humana...

—Los filósofos, desde Platón hasta Heidegger, trazaron un vínculo entre la filosofía y la muerte: filosofar es aprender a morir, una preparación para la muerte, una anticipación de la muerte... ¿Le parece que se referían a una práctica? ¿A una toma de conciencia de la finitud? ¿A una sabiduría alternativa a la de las religiones instituidas?

—Sí, es una toma de conciencia de la finitud y esto, por supuesto, es fruto de una práctica. Uno se pregunta: ¿de qué práctica?, y me parece imposible hablar de una práctica como un deber-ser. Hay una multiplicidad de prácticas conducentes a un “más allá del hombre”. 

En este sentido juegan un papel importante las drogas llamadas enteógenas, buscadoras del dios; Nietzsche las llamaba dionisíacas. Foucault, cuya obra gira alrededor de este tema –la obsesión por la muerte como un camino de trascendencia y una práctica consecuente hasta su final–, no solo practicó con múltiples drogas, sino que llevó a cabo prácticas dolorosas como el sadomasoquismo, y una práctica que podemos llamar “literaria”: la superación crítica del sujeto como autor. Práctica del dolor como goce, como apertura a lo propiamente abismal. 

En este sentido, también es relevante señalar por su importancia las prácticas escépticas y fundamentalmente místicas. 

No solo en el cristianismo sino también en el budismo, el islamismo, el judaísmo... Ciertas corrientes filosóficas han profundizado en estas búsquedas de lo trascendente. Basta pensar en los estoicos o en filósofos como Bergson, Levinas o Heidegger, al menos en teoría. Filosofías que exponen el problema de lo sagrado como una suerte de plataforma precisamente de esa búsqueda de lo absoluto. Pienso también en Hegel, Plotino, Blanchot, Foucault y tantos otros pensadores de distintas épocas y corrientes, no únicamente filosóficas, ciertamente. El tema es inagotable. 

—Sócrates llegó a decir de sí mismo que era un “muerto” en la ciudad; también un “extranjero”. ¿El “estupor de la filosofía” produce necesariamente una soledad, un retiro de lo social, de la política, del mundo?

—No. Estoy lejos de pretender plantear un deber ser; si tomamos en serio la idea de libertad, caduca la moral como ley (burguesa); no hay sujeto, yo diría que... un mar insondable, sin nosotros, sin quien. Por cierto, este “abismo” –como lo llamó Kant– carece, por lo menos, de nómos, de un nomos-dios ontológico. ¿Qué hacer? 

No podemos convertir nuestros deseos y nuestras experiencias en imperativos morales. Si se asume la conciencia de lo libre-ontológico, cada uno de eso absoluto debe asumir sus actos sin fundamentos, sin más allá. Hay que elegir y atenerse a las consecuencias. Tenía razón Sócrates. Claro, lo mataron.