David Bowie y Courtney Love”, contesta sin pensar ni respirar cuando se le pregunta a la Enriquez a quién le hubiera gustado entrevistar. Al escritor Richard Ford y el cantante de Suede, Brett Anderson, las entrevistas que más disfrutó. Porque la gran escritora del momento (desarrollaremos) es periodista y subeditora de Radar, pero eso ya lo saben. Que no para de ganar premios y tiene reconocimiento mundial, también. Lo que quizá no sepan es que en su casa tiene un altar con todo lo que adora: una imaginería espeluznante, abyecta, paradójicamente abyecta, o que las paredes amenazan con arrojar los miles de libros que se apegan siniestramente. Y entre todo eso, ella, con su palidez y los labios rojos. Mariana Enriquez es nuestra embajadora literaria, la que renovó el terror argentino. Lo que no es poco.
—Empecemos con algo muy poco común: hay artistas de los que sos fan y ahora son tus fans. No es habitual. Lo que pasa con Suede o Patti Smith.
—Me parece muy extraño. Mat Osman, bajista de Suede, confía en enviarme sus escritos para que los lea y le comente. Tenemos una relación literaria, no personal, pero también algo así como: “Si querés venir a un show, avisame”. Para mí es muy increíble. Sigo teniendo la misma actitud. Me refiero a que no porque a ellos yo les guste me siento un par. Me gusta más lo que hacen ellos que lo que yo hago (risas). Me pone contenta y no lo puedo creer pero sigo en la misma posición. Creo que hay una confusión importante entre fan y groupie. No estoy entregada. Los escucho y me movilizan creativamente. Claro que si toca Suede les voy a pedir una entrada pero no espero que me manden al VIP, no me creo el subí un escalón. Voy a estar gritando como todos. Más allá de que objetivamente otra persona pueda decirme: “Pero sí subiste un escalón”, no lo siento así. Me encanta que les guste lo que hago pero no me cambia la cabeza. También puede que haya algo arrogante en eso, que para mí no es necesariamente algo malo. Lo digo en el sentido de que si conocieron lo que yo hago… ¡Y sí! Lo que hago está bueno (más risas).
—Claro, lo que hacés está bien y gusta.
—Me pasa eso. No lo digo desde la falsa humildad de: “Ay, no lo puedo creer”. Qué sé yo. Algunos libros míos están muy bien. Está bien que les guste.
Acaba de ganar en Francia, con su libro Nuestra parte de noche, el Grand Prix de L’Imaginaire, en la categoría Novela Extranjera, donde competía con Kazuo Ishiguro.
—¿Qué se siente ganarle a Ishiguro? Un Nobel que te leyó, le gustaste y hasta te recomendó.
—Los jurados quizá creyeron que mi libro estaba mejor que Klara y el sol. También quizá creyeron que darle un premio a un señor que es un Premio Nobel es un poco redundante. O tendrían ganas de darle el premio a una mujer que escribió una novela superlarga, que es fantástica y es latinoamericana y que le cuesta el cuádruple que a un señor inglés. No soy ingenua en cuanto a ese tipo de factores. La gente se sorprende y me pregunta: “¿Cómo no flasheás?”. No es que no flashee, es que no soy ingenua en cuanto a las cuestiones que hay alrededor del reconocimiento, más en esta época.
—Justamente, ¿ves algo forzado el reconocimiento?
—En algunos casos sí y en otros no, depende. Hay algo que tiene que ver con la época. En el buen sentido, lógicamente, hoy hay un montón más de mujeres en el mercado. Tienen más visibilidad por diferentes cuestiones que pueden ser la calidad de los libros, causas políticas, nuestra personalidad, etc. Un montón de factores por los cuales están siendo reconocidas. Hay una especie de autoconciencia de la gente que está en lugares de poder donde dicen: “Tengo que poner diversidad”. Ahí la línea entre ambas cosas todavía es tenue y borrosa porque estamos en plena transición. Creo que cuando las cuestiones se acomoden un poco más y haya tantas mujeres como hombres, nadie se va a estar preguntando este tipo de cosas. No creo que Nuestra parte… haya ganado el Grand Prix de L’Imaginaire porque sea una mujer latinoamericana que escribió una novela larga. Creo que es porque está buena y les gustó. Pero también les viene superbién dárselo a una mujer latinoamericana. Es una mezcla de factores que me juegan a favor a mí y a ellos. Pero no creo que vaya en detrimento de la novela. Simplemente es un análisis un poco más frío de toda la cuestión.
—No le quita valor literario.
—No le quita valor. Trato de no caer en algo que odio y llamo “el genio masculino”. Empecé a escribir en los 90 y la mayoría de los que escribían eran hombres. Eran todos “maestros”. Hay una idea de escritor como ser superior, sobre todo cimentada a partir del genio masculino, como si lo fuesen (genios) solo por serlo (hombres). No tengo esa relación con la gente. Para mí son influencias. No tengo esa sensación de “maestro”.
—Estuvimos más de dos años con barbijo como si la Tierra nos pretendiera callados, la aturdimos; vos sacás la novela, empieza la pandemia y terminás siendo la escritora más vendida en Argentina, más traducida, más laureada. ¿Tu interior se disparó en ese contexto? ¿Sos consciente?
—No me di cuenta, sinceramente. Estoy siendo más consciente ahora que se puede salir. Estuve bastante encerrada porque me enfermé, nada muy grave, pero me operaron y eso exigía cierta falta de movimiento y especialmente no contagiarme covid. Fue un posoperatorio largo justo en el momento que socialmente todo se abrió, la gente empezó a salir, a juntarse, y yo no podía. Eso me deprimió bastante. Venía encerrada por la pandemia y luego esto; me sentía rara… preciso mucho estímulo. No sé si el contacto con gente, pero sí salir, viajar, caminar. Estímulo mental a otro nivel, no forzado. Puedo tirarme horas a leer porque me gusta o tengo ganas, no porque no pueda hacer otra cosa. Todo se volvió muy oscuro y entré en algo aún más oscuro. No me dejó escribir y tampoco le veía sentido a escribir. Ahora ya lo hago normalmente. Lo que sí me pasa en las firmas de ejemplares es que mucha gente me dice: “Tu libro me salvó la pandemia”. Muchos. No dos o tres, muchos. El libro salió en diciembre de 2019 y el encierro comenzó en marzo, puede que eligieran un libro largo como el mío para empezar en ese momento. Pero me parece muy oscuro, en medio de tanto miedo, agarrar algo de miedo. Más allá de la muerte, porque la pandemia no era la peste negra, pero sí había una gran fobia del miedo al miedo. El miedo de que se convirtiera en algo como eso. Entonces me pareció muy triggering que quisieran agarrar mi novela en un momento así. Soy lectora de terror y tengo otra relación con eso pero hay muchos que no son lectores del género y la leyeron.
—La novela es perturbadora, un timing raro...
—Hay gente que no tolera lo perturbador en tiempos normales pero sí leer algo perturbador en tiempos perturbadores. Mientras yo no podía hacer nada, la gente accionaba. No sé cómo hubiera sido mi hoy creativo si no hubiera existido ese estímulo respecto de la novela. No me da miedo la página en blanco pero me gusta que me lean. No soy como esos escritores que ven la literatura como algo elegante y para pocos, porque eso es pensar que la gente no puede leer cosas elegantes.
—Muy esnob. Aún existe.
—Claro que existe. Pero mirá Silvina Ocampo. Ella quería que la leyeran. Hay cartas hermosas con Bioy en las que le dice: “Quiero que me lean en los kioscos”. Quería que la vendieran en colecciones populares, ¡con esos cuentos! (Risas). Esa inconsciencia y a la vez esa confianza en la gente, de que podían apreciar esa locura, porque todo el mundo está un poco loco, a mí me parece encantadora.
—Te ves más así.
—Nací en una casa donde había un montón de libros pero ningún escritor. Escribí una novela sin conocer escritores. Sin hacer taller, sin hablar con un escritor. Creo que la única conferencia que vi en mi vida fue de Ernesto Sabato y después nunca más. No me interesaban los escritores como personas que hablaban. Los leía. Creo que nunca leí nada sobre técnica de escritura creativa. No dependo de eso. Por eso confío en la gente. Escribí una novela sin eso, solo con la biblioteca de mis papás. Tenía unos 12 años y leí El americano impasible, de Graham Greene. Me encantó. Después lo leí de grande y me gustó más porque entendí mejor las emociones. Leí a Rimbaud a los 15 porque vi a Patti Smith con una remera que tenía una foto de él y busqué Una temporada en el infierno que, no sé si lo entendí mucho, pero me pareció que tenía un uso del lenguaje maravilloso, tan lindo y sugerente y tan bestial al mismo tiempo, rabioso, que me quedé con la sensación de escuchar una canción punk. Había algo en esa rabia que me representaba. Lo encontré en Rimbaud, en The Clash. Era lo mismo. Me obsesioné con Rimbaud, su vida, compré la biografía que escribió Enid Starkie, compré los pocos textos que hay, junté las siete u ocho fotos que existen y me hice un altarcito, incluso aprendí un poco de francés para leerlo. Hice eso sola, sin profesor, nada. Entonces, ¿por qué no voy a pensar que cualquier persona puede leer a Rimbaud? Es disparatado de mi parte porque yo lo hice ¿Y yo quién soy? No digo que no haya cosas más sensibles o cierta formación para leer determinadas cosas, porque hay libros de Pascal Quignard que me pasan por arriba de la cabeza. Siendo adolescente leí a Neil Gaiman y en The Sandman tenía un capítulo que habla de Orfeo y me puse a leer mitología, los misterios órficos, me compré Los sonetos a Orfeo, de Rilke. ¡De Gaiman a Rilke! Hay muchos caminos para llegar a la literatura y creer que hay uno solo me parece preocupante.
—Hasta ignorante.
—Y, sí. Eso es no entender lo que moviliza a la gente. Tampoco me parece gravísimo que la gente no tenga interés por la literatura y se interese por otras cuestiones creativas. El prejuicio de: “Ay, no lee”. Bueno, tal vez pinte. Quizás hace música o es un gran fotógrafo o es un genio con las rosas, qué sé yo, o cocina increíble. Esa es mi actitud en la vida también.
—¿Hubieras hecho otra cosa en lugar de escribir?
—Música. Lo intenté pero no me salió. Estudié guitarra en La Plata con uno que tocaba en una banda heavy. Luego tuve un novio que cantaba en una banda de rock muy stone, guapo él, muy glam, se pintaba los ojos, usaba mi ropa. Me motivaba para que tocara pero sinceramente no funcionaba. Me hubiese encantado. Tengo una idea de escenario muy rock y potente, pero lo mío evidentemente no va por ahí.
—Hoy sos una estrella de rock en la literatura.
—Me parece que es una actitud que tiene que ver con un poco de “falta de respeto” a lo que escribís, en el mejor sentido: “Voy a poner esto y lo otro y no me importa cómo quede o lo que piensen los demás”. Aunque luego sí te importe y leas las reseñas y querés gustar porque esa inseguridad la tiene todo el mundo. Por suerte yo, en el momento creativo, no escribo con la policía en el hombro, todavía. Nadie está a salvo pero aún no me pasó. Ayer escuchaba a Springsteen: un disco raro, acústico, Devils & Dust, y hay una canción que creo que es sobre Irak o Afganistán, y dice: “Well I dreamed of you last night/In a field of blood and stone/The blood began to dry/The smell began to rise”. Terrorífico. El primer escritor que creo que usó a Springsteen como epígrafe fue Stephen King, en Cementerio de animales, con la canción Atlantic City, del disco Nebraska, que dice: “Everything dies, baby,/That’s a fact/But maybe everything that dies/Someday comes back”. Ahí lo entendí: hay una parte del imaginario de Springsteen muy macabro que lo aplica a otro tipo de emociones. En esa canción está hablando de que soñó con su compañero de batalla en un campo de sangre y que los dos mataron juntos. Lo interpreté y dije: “Ya está”: hay una parte de la novela que estoy escribiendo sobre un suburbio, unas piletas de sangre y escuchando esa canción de Springsteen, anoté esa frase en un papelito porque lo vi.
—Tus disparadores.
—Esos son mis disparadores. No el libro de este, no la charla de no sé qué, no algo que me pasó en la vida. Pasa por otro lado y de ahí sí puede venir cierta diferencia porque se nota de dónde sacás las cosas. No en cómo lo digas. Se ve cierta desconexión. Entonces no sé si es precisamente rockstar, como decís, pero sí puedo decir que estoy en otra sintonía. Hay gente que es diferente pero yo soy diferente de este modo. Porque las conexiones que hago son diferentes a las de otros. ¿Por qué? Por formación, gusto, así funciona mi cabeza. Eso, inevitablemente, cuando sale para afuera se ve como algo distinto. Particular.
—Te sabés excéntrica, ¿no?
—Sí, claro, lo soy y creo que la gente lo recibe bien. Sé que lo que a mí me gusta no es algo que les interese a muchos. Me llama poderosamente la atención que eso pueda conectar tanto. Nuestra parte de noche, por ejemplo, tiene cosas superexcéntricas del ocultismo, cierta lectura del tarot, o la cuestión cronenbergueana del cuerpo en donde están todos cortados, abiertos, operados. Pero más allá de lo excéntrico, está la relación padre/hijo, algo con lo que muchos se enganchan. Tiene tópicos sexuales. Es bastante queer el libro. Eso ya no es excéntrico, son cosas de la vida: la relación con los padres, la herencia y el poder. Son dos niveles, entonces, porque soy excéntrica pero no estoy desconectada de la realidad. Tengo mi mundo, muy particular, pero el mundo grande me interesa también. Veo TV, me interesa la política, la historia, las emociones de la gente. Hablo literariamente además de realmente, porque también tengo esas influencias. Y las mezclo. No entiendo por qué no puede haber una novela que muestre la relación padre/hijo y que hable sobre la vulnerabilidad masculina, el padre que tiene que estar en una posición de cuidado, la relación de un hijo con un padre enfermo, todas cosas que pueden ser cotidianas y que no entiendo por qué no pueden estar en un libro de ocultismo ¿Por qué no? Y como no entiendo por qué no, ahí están. (Risas).
—Habrá novela nueva: rock, fantasmas.
—No sé bien exactamente. Habrá salud mental. Muchos de los personajes van a tener problemas psicológicos, fantasmas seguro va a haber y también crisis económica. Para mí un fantasma es algo que está como en una especie de loop porque el fantasma aparece siempre en el mismo lugar y dice siempre lo mismo. La crisis económica de nuestro país para mí también es como un loop. Venís más o menos mal, parece que remontás y cae.
—¿Y el rock dónde está?
—En la banda que van a formar los loquitos. (Risas).
—Seguís en Radar. Alguna vez dijiste que mantenías tu trabajo fijo porque sos hija de trabajadores.
—Es así. No puedo dejar un trabajo fijo, psicológicamente me cuesta. Me sentiría desamparada. Para mí todo tiene que ver con de dónde venís, y lo considero cada vez más importante por cómo afecta en la cabeza. No tengo casa ni auto. La casa que tiene mi mamá era la de su papá, porque mis padres no pudieron tener la suya propia. No tengo ahorros. Tampoco tengo un tío que me vaya a dejar dinero. Nunca estudié afuera ni me tomé un año sabático. Terminé la secundaria y me puse a laburar. Por más plata que gane, para llegar a un lugar de comodidad económica, haciendo solamente literatura, tengo que hacer mucho, en mayúsculas. Si te va relativamente bien con un libro, la gente te pregunta: “¿Por qué no dejás?”, y me pregunto: “¿Desde qué lugar lo dicen?”. Tal vez piensen en su situación personal. Es mi sueldo, así pago el alquiler. Podrán creer que hago plata con los libros pero me da pánico eso. Mirá si a los próximos libros les va mal y me gasto lo que tengo. Una persona que no tiene casa. Yo no puedo hacer eso. Por supuesto que me gustaría no trabajar, como a todo el mundo. ¿A quién le gusta trabajar? Me gustaría escribir literatura y nada más pero ahora no puedo. Quizá sea una traba psicológica más que una real, a esta altura. Pero está todo bien con mi traba psicológica, ya se me va a pasar. (Risas).
—¿Ves material para Premio Nobel en la literatura contemporánea?
—Es bastante difícil hablar de tus contemporáneos en esos términos porque no te das mucha cuenta, pero para mí sí hay escritores importantísimos. Cormac McCarthy es uno, a la altura de Faulkner y Faulkner ganó un Nobel. Joy Williams, otra. En literatura latinoamericana, Castellanos Moya. Me gustan escritores de todas las épocas aunque es difícil hablar de contemporáneos porque se desdibuja. Pero considero que sí, hay escritores importantísimos.
—¿Qué opinás del género de autoficción, tan prolífico hoy?
—Creo que depende de lo que tengas para decir y cómo lo escribas. Hay grandes libros de autoficción: Knausgård es brillante, Annie Ernaux, genial, y es otra gran escritora que la veo Nobel. En español, María Gainza me parece superinteresante y al menos su primer libro juega bastante con eso. Para el caso, hay mucha literatura de ficción que es horrible, porque la literatura, llamémosla superficial o sin búsqueda, con pocos niveles, la podés encontrar en cualquier género. Lo que tiene de distinto la autoficción es que le agregás un problema adicional que es el narcisismo. No es que no sea narcisista alguien que escriba ficción, pero la autoficción lo evidencia más.
—Rodrigo Fresán me decía que para escribir buena autoficción debés tener una vida muy interesante o ser Proust.
—Estoy totalmente de acuerdo. Toda literatura es un poco autobiográfica. En mis libros, ¿por qué hay ocultismo y rock? Porque son mis obsesiones. Pero la literatura en primera persona, hablando de un recorte puntual de la experiencia, a veces se presta a confusión con el periodismo narrativo, la crónica. Creo que hubo cierta ansiedad de las editoriales por encontrar este tipo de literatura, que tiene mucho que ver con el contexto en el que vivimos, en donde la palabra y la opinión tienen más valor. Vivimos en primera persona.
—Y las redes sociales influyen.
—Las redes no están aparte de la vida: son la vida, y en esa parte de tu vida vivís en primera persona dando tu opinión a nadie como si fuera algo importante. Es el espíritu de época, y ante el lenguaje de la época lo que podés hacer es rendirte a él –no en el sentido de que te agobie, sino que sea una estética que te apela– o reaccionar en contra y que no te importe. De todos modos, la autoficción tiene una tradición muy importante en la literatura. Pasa que ahora a mucha gente le sirvió para jerarquizar ciertas experiencias despreciadas. La pequeña experiencia. La de ser trabajador manual, cuidador, la experiencia del abandono, cosas de todos los días y no se consideraban lo suficientemente jerarquizadas como para entrar en el “templo” de la literatura. La literatura del yo, desde Montaigne hasta Proust, siempre tuvo jerarquía y muchos escritores escribieron sobre la experiencia propia, entonces por qué hoy se lo considera como algo nuevo, tal vez por lo que decía del espíritu de época, y también porque a veces es difícil pensar la literatura en continuidades, la época condiciona mucho la literatura. Tienen otras características y los traumas que se cuentan son otros. Hay cierta literatura del yo que me influyó muchísimo, que es toda la que tiene que ver con el sida y que leí durante mi adolescencia: Hervé Guibert, Thom Gunn, Edmund White, Larry Kramer, Kathy Acker, David Wojnarowicz, todos artistas y escritores que escribieron durante la época del sida. Siempre me interesó el cuerpo, el cuerpo enfermo, lo queer, la cuestión política, porque fue una enfermedad muy política, y todo eso lo leí narrado en primera persona. Guibert tiene un libro excelente que se llama Al amigo que no me salvó la vida. Se refiere al amigo que no se cuidó o no le avisó que tenía sida. Es durísimo, porque por un lado es como una cartografía, con todo el detalle de los resultados de los análisis, muy técnico, y por otro es una narración muy rabiosa, de saber que está muriendo y que, además, está muriendo joven. En Bajar es lo peor saqué al sida voluntariamente. Un libro en donde hay un montón de sexo, se pican… estaban dadas las condiciones para el contagio. Esa fue la primera decisión literaria que tomé. Me dije: “En este libro la muerte va a estar sobrevolando la novela pero no va a estar encarnada en algo que tenga que ver con lo real”. Es una novela de terror, con presencias que representan el deseo, el dolor, la muerte, que no es que fuera el VIH justamente, pero sí esa presencia siniestra de la amenaza de la muerte. Están todo el tiempo al borde la muerte, por acciones propias, y quería que en la novela sobrevolara eso sin nombrarlo, porque sentía que si lo nombraba se iba a convertir en otro libro que no era lo que yo quería contar. Vivíamos con miedo en esa época y eso sí se refleja, ese miedo está en el libro y los personajes tienen terrores irracionales, éramos adolescentes y estábamos aprendiendo acerca del placer, acerca del cuerpo, y eso venía mezclado con el miedo al sida. Aunque yo tenía más miedo a quedar embarazada. Hay cosas que condicionan tu subjetividad, y la mía creía que los que se morían de sida eran los chicos y las chicas por abortos. Tenía miedo de enfermarme, por supuesto, pero le tenía terror al embarazo, porque sabía perfectamente que no quería tener un hijo, iba a terminar en un aborto, y el aborto era el raspaje, salir infectada, enferma, con hemorragias… Me daba terror.
—Tal vez “nos vino bien la pandemia” para lograr que los que tienen talento hayan salido con mucho brío.
—No pienso mucho en la literatura de lo que pasa alrededor. Hay libros que me gustan o escritores, pero la Literatura, así en mayúsculas, no la pienso. Sinceramente, eso de decir: “A ver qué está pasando en la literatura” llega un punto en que no sé de qué estamos hablando (risas). Te cuento algo que no he dicho nunca: tengo un problema con los números. Una psicóloga me dijo que se llamaba discalculia. Es un problema cognitivo porque no sé sumar, pero va más allá: no puedo recordar números. Algo así me pasa con la literatura. Puedo ver qué pasa, pero giro la cabeza y ya estoy en lo mío, en los escritores que me interesan. Esa cuestión de “pensar la literatura” a mí no me pasa.
Afortunadamente.