CULTURA
Fleur Jaeggy: la última de la estirpe

Las cosas desaparecen

Reacia a las entrevistas, la escritora suiza aceptó dialogar telefónicamente con PERFIL. ¿La excusa? La aparición de su primer libro de relatos, "El último de la estirpe" (Tusquets), donde mezcla ficción con recuerdos de su vida y de sus amigos: Oliver Sacks, Ingeborg Bachmann y el Premio Nobel Joseph Brodsky.

| Cedoc Perfil

Los que empezamos a leer a Fleur Jaeggy (1940) a mediados de los años 80 estamos habituados a esta larga espera entre libro y libro. Pero eso no consigue resignarnos. Entre El ángel de la guarda y Los hermosos años del castigo mediaron dieciocho años, y entre ése y El temor del cielo, seis. Lo último que había llegado a nosotros fue Proleterka, y hubo que esperar otros siete años. El dedo en la boca, su primera novela, de 1968, que misteriosamente había quedado inédita en español, fue editada en España por Alpha Decay en 2014. La misma editorial publicó un año después su tercera novela, que Tusquets, su editorial en español por defecto, se había salteado: Las estatuas de agua, de 1980. Y en 2013 la misma editorial publicó Vidas conjeturales, un libro sobre las vidas de Marcel Schwob, Thomas De Quincey y John Keats contadas en tres pequeñas novelas, aparecido originalmente en 2009. De modo que entre los tiempos que la autora se toma para pergeñar una obra y los tiempos que los editores se toman en despertar no nos ha ido muy bien a sus lectores. Ahora, Tusquets, otra vez, acaba de publicar El último de la estirpe, un libro de relatos conocido en italiano como Sono il fratello di XX (Soy el hermano de XX), publicado por Adelphi en 2014.
Conocedores de que a la autora le gustan poco las entrevistas, pedimos una a través de su agente seguros de que iba a decirnos que no, pero para nuestra sorpresa la respuesta fue que enviáramos una serie de preguntas por mail. Como no nos gusta hacer (anti)entrevistas por mail, respetuosamente declinamos la oferta aludiendo que todo lo que pretendíamos era charlar con Fleur Jaeggy, que en caso de que fuera estrictamente necesario podíamos compilar una corta serie de preguntas, pero que en realidad lo que más nos interesaba era hablar con la autora. Para nuestra sorpresa, a vuelta de correo electrónico, se nos ofrecieron días y horarios para efectuar la llamada. La transcripción fiel de esa charla es lo que sigue.
—Señora, no tengo una secuencia de preguntas precisas para hacerle. Me habían pedido enviarle una serie de preguntas, y no lo hice, pero usted aceptó igual hablar conmigo. ¿Por qué?
—Porque me dije: “Bueno, hagamos la prueba”. A veces suelen hacerme preguntas sobre lo que escribo, y en realidad no tengo mucho que decir sobre eso.
—Leí en alguna parte que su madre era argentina...
—Así es, nació en Buenos Aires. Tengo muchas fotos de Buenos Aires y de hecho me considero yo también un poco argentina. Muchas veces yo miraba a mi abuela, allá en Suiza, con la mirada perdida, y yo me decía: “A lo mejor está pensando en Buenos Aires”. Me gustaría mucho ir allá, sobre todo para ver dónde habían vivido mi abuela y mi mamá. En la calle Thames... ¿Existe todavía? ¿La conoce?
—Claro que existe, claro que la conozco.
—Tengo muchas fotografías de la Argentina, a veces me gusta mirarlas...
—Los que la leemos desde hace años nos preguntamos siempre por qué escribe tan poco, o al menos por qué publica tan poco.
—A mí en cambio me parece que escribo muchísimo y que publico demasiado.
—Tengo la idea de que usted, para encontrar ese estilo... no sé cómo llamarlo... despojado... corrige mucho. ¿Es así?
—No, no es verdad que corrija tanto... pero me gusta esta palabra que acaba de usar, “despojado”... Ese despojamiento lo cumplo antes de escribir, en mi mente. Cuando escribo tiendo a agregar cosas. Pero si se refiere usted a que ese despojamiento es el fruto de sucesivas correcciones, no, definitivamente no.
—Usted también tradujo a Marcel Schwob y a Thomas De Quincey, pero nunca encaró la traducción profesionalmente...
—¿A qué se refiere con “profesionalmente”?
—A que nunca se propuso vivir de la traducción.
—¡Ah!, entiendo. Es verdad, sólo traduje Vidas imaginarias de Schwob, Los últimos días de Immanuel Kant, de Thomas De Quincey y Reglas musicales para la vida, de Robert Schumann. Pero esas traducciones las hice porque eran libros que me gustaban muchísimo.
—¿Leyó alguna vez a Clarice Lispector?
—¡Sí! ¡Y me gusta muchísimo!
—No creo que ella y usted tengan mucho que ver, pero sí tienen que ver, para mí, en el sentido de que son ustedes dos las escritoras más libres que conozco.
—¿A qué se refiere exactamente?
—A que cuando escriben hacen exactamente lo que se les antoja.
—¿En qué sentido dice “lo que se nos antoja”?
—En el sentido de que muchos de sus cuentos ni siquiera podrían ser llamados tales, y cuando lo son se detienen abruptamente, por ejemplo, parecen no tener final.
—Todo tiene que terminar, en algunos casos muchos de mis cuentos terminan antes de haber empezado. Cuando escribo siento que ejerzo esa libertad, pero no pienso en eso. Mire, yo aún escribo con máquina de escribir, no tengo computadora. Y consumo mucho papel. Debo decir que siento cierto afecto por mi máquina de escribir, porque la tengo desde siempre.
—¿Le gusta el ruido de la máquina de escribir?
—Mucho.
—En El último de la estirpe habla de Joseph Brodsky, de Oliver Sacks y de Ingeborg Bachmann.
—Ingeborg era muy amiga mía, la quería mucho. Cuando ella sufrió aquel accidente –tenía 47 años y la cama en la que dormía ardió en llamas– yo vivía en Milán y me fui a Roma a verla, y estuve acompañándola en el hospital.
—Es raro que algo parecido le haya pasado a Clarice Lispector...
—¿A ella le pasó lo mismo?
—Sí, se quedó dormida con un cigarrillo prendido y provocó un incendio. Sufrió quemaduras en el cuerpo, pero principalmente en las manos, y pasó algunos meses en el hospital.
—No...
—Sí, lo juro.
—...
—¿Y Brodsky?
—Eramos viejos amigos. El vivía en Nueva York, pero venía a menudo a Italia. Le gustaba mirar partidos de fútbol por televisión. A Sacks lo conocí en Nueva York, luego volví a verlo en Italia, en Bérgamo, y a partir de ahí solía venir a casa, en Milán. Siempre tenía calor. Lo recuerdo en esta misma habitación, desde donde hablo con usted, en invierno, y yo tenía que tener las ventanas abiertas porque él tenía calor. Él lo más tranquilo, y yo con el abrigo puesto, la bufanda y los guantes.
—Me gustó mucho el relato “Gato”, porque después de leerlo me puse a mirar con atención a mis gatos...
—¿Usted tiene gatos? ¿Cómo se llaman?
—Él se llama Jim Beam y ella Fiona. ¿Usted también tiene gatos?
—Tengo uno, siempre está cerca de mí, pero ahora está en otra parte.
—¿Dónde está ahora?
—En otra parte.
—Y sí, los gatos suelen andar por ahí...
—No, no, el mío está en otra parte.
—Entiendo.
—Creo que no entendió: quiero decir que mi gato no es de este mundo.
—¿Está muerto?
—No me gusta decir que está muerto, prefiero decir que no es de este mundo.
—Pensé que estaba dando vueltas por ahí.
—No, no, jamás anduvo dando vueltas por ahí. Era bellísima, y muy inteligente.
—Después de leer su relato me puse a observar el comportamiento de Jim Beam cuando con atención está acechando a su presa y, efectivamente, en determinado momento hace lo que dice usted...
—Tiene un momento de distracción. Incluso cuando ya tiene la presa en sus garras, el gato se distrae. Está en su naturaleza.
—Hay un momento del libro en el que usted dice: “Al dolor le gusta anunciarse”.
—¿Yo dije eso?
—Sí. Dice: “El dolor siempre sobreviene con retraso. A veces antes, porque se anuncia...”
—¡Ah, sí! Ahora lo recuerdo. Es que a veces ocurre que uno percibe un gran dolor después. Uno sufre el dolor, pero luego el dolor disminuye, y un buen día vuelve a atacar con más fuerza.
—¿Usted sufrió mucho dolor en su vida?
—Preferiría no responder a eso.
—El libro que acaba de salir, El último de la estirpe, en italiano se llamó Soy el hermano de XX. Es raro, pero el título que eligieron para la edición española se parece más a un título de Fleur Jaeggy que el que usted le puso...
—No tengo la más mínima idea de por qué lo llamé Soy el hermano de XX. Hubiera debido llamarlo El último de la estirpe.
—¿Le sucede a menudo esto de no saber por qué hace las cosas?
—Disculpe, pero me sorprendió mucho lo que me contó de Clarice Lispector. Me dejó muy impresionada.
—Pero a diferencia de la Bachmann no fue ésa la razón de su muerte. Lispector murió creo que diez años después de aquel accidente.
—Sí, pero la coincidencia es terrible.
El último de la estirpe es de 2014, tal vez está por salir un nuevo libro suyo...
—No creo. No, no creo.
—¿Vamos a tener que esperar mucho?
—No lo sé, tal vez no salga más nada. Muchas veces miro mi máquina de escribir y no se me ocurre nada.
—Bueno, es algo que les pasa a muchos escritores...
—Puede ser, yo no conozco a tantos escritores.
—No le creo eso.
—Digo la verdad. Personalmente conozco muy pocos.
—Tal vez debería abandonar la máquina de escribir...
—No puedo, estoy demasiado habituada a ella. Mi máquina es hermosa, es una vieja Hermes. Lindo nombre, ¿no le parece?
—Sí, Hermes es un nombre hermoso.
—Tenía una vieja Remington, negra, pero no sé qué fue de ella.
—¿Desapareció?
—No sé. Lo cierto es que de vez en cuando las cosas desaparecen.
—Sí, pero por lo general las cosas que desaparecen son más pequeñas que una máquina de escribir...
—Yo creo que todas las cosas desaparecen. ¿Puedo leerle algo? No es algo mío, sino de una santa. Es breve: “¡Oh, nada desconocida! ¡Oh, nada desconocida! En realidad el alma no puede gozar en este mundo de una vista más bella que observando su propia nada y estando dentro de su prisión”.
—Es hermosísimo. ¿De quién es eso?
—Es de Angela de Foligno.
—Ah, claro, hay una alusión a ella en un cuento de El último de la estirpe.
—Así es, el cuento se llama "La visitante".
—¿Y por qué me leyó eso?
—Porque lo tengo a mano. El suyo es un libro que siempre tengo cerca. Y mejor que no llegue a desaparecer. No dejo que nadie ni siquiera lo toque.
—Que no pase lo mismo que con la máquina de escribir...
—Exactamente. Que las cosas no desaparezcan.