Ningún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone la traducción”. En el pórtico de su inmenso Después de Babel, George Steiner, que no lo hablaba ni lo escribía, se atrevió a ubicar en castellano esta modesta proposición de “Las versiones homéricas”, ensayo de Borges incluido en Discusión (1957).
La Argentina es una república traducida, tanto si se tiene en cuenta esa constitución que, maliciosamente afirmaban, se tradujo de la de algún estado norteamericano, como el Dogma socialista, del que Groussac sostuvo que “si se le quitara todo lo que pertenece a Leroux, Manzini y Lamennais, solo quedarían las alusiones personales y los solecismos”. Y como si aún causara gracia ese epitafio de la revista Martín Fierro: “En esa casa pardusca, vive el traductor de Dante… Corre, antes de que te traduzca”. Averiguar quién lo hizo (¿Ricardo Molinari?) parece más importante que si el traductor sabía o no la lengua del Dante. El hecho de que un presidente argentino haya asumido el papel de traductor contiene una ambivalencia… ¡qué maravilla y qué facilidad! ¡Qué prosapia de ilustres tiene la patria y qué fácil y ligero es traducir que hasta un estadista lo hace!
Los idiomas se aprenden en los viajes, a bordo, en circunstancias de riesgo. El inglés de Conrad a medias lo niega: habría que hacer coincidir una brújula de verdad con el blanco de dardos heredado por un padre traductor de Shakespeare. La vocación de traducir está amenazada a menudo por el obstáculo o ese escrúpulo admirativo, que no solo consterna y desconsuela a los hombres de letras: quienes realizaron la tarea de trasladar a otra lengua, mientras se ocupaban “de paso” de vivir, fueran individuos que además sabían usar –o presumimos que sabían– la bayoneta y la espada, la cimitarra y el fusil.
La tarea de los traductores en ocasiones contadas exige la comparecencia de hombre de acción. Richard Burton, el explorador, antropólogo precoz y espía, tradujo, entre otras cosas, La mil y una noches, y Lawrence de Arabia, arqueólogo y también espía (cuando se trata de ingleses, el espionaje no siempre debe incluirse por añadidura), La Odisea. En cuanto a sus elecciones, dependen a menudo del arbitrio y cierto grado de voluptuosidad o masoquismo de esos mismos hombres. Burton, de acuerdo con su reputación de antropólogo y sexólogo temprano, no solo tradujo Las mil y una noches sino también el Kama Sutra y El jardín del Edén, libros de un arcaico, aunque inspirado, erotismo postural. Aunque ambos trabajaron sobre –o contra– muchas versiones precedentes, las raras virtudes que comparten resultan innegables.
Como podemos apreciar, la acumulación de conclusiones falsas parece conducirnos rectamente a la verdad.
Borges subraya que la traducción de Burton de Las mil y una noches es una venganza de Galland y de Lane, los esforzados y remilgados predecesores. Pero acaso también la coartada sea apócrifa. Ayuda a ocultar a un precursor velado: John Payne, otro inglés que publicó su traducción apenas un año antes que Burton.
Payne es el lado oscuro de la historia. De una nerviosa honestidad inexpugnable, se encargó de felicitar al capitán por sus excesos empíricos, aunque un tanto exhibicionistas, en las notas al pie, de esos relatos que él –el sigiloso John Payne– se limitó a traducir sin otro auxilio que el conocimiento del árabe.
En la Argentina, dos escritores, que son –o fueron– traductores de actividad perpetua y dan muestras de diferencias dominantes y de casi invisibles parecidos son Marcelo Cohen (Purdy, Ballard, Larkin, Roussel) y César Aira (Austen, Tate, Cheever, Spiegelmann, ¡Carrie Fisher!). Se ocuparon de paso de una larga lista de “encargos” que merecen una bibliografía aparte. Si bien el primero da muestras de simpatía con el material de trabajo, el último en rara ocasión lo hizo: Hebdómeros de Giorgio de Chirico y El señor de la luz, de Maurice Rénard, cuya traducción nos regaló en 2011, son excepciones. Rara vez prologan.
Elogio sombrío de lecturas comparadas. Lo apócrifo tiene un hálito más reservado. El papá de Borges tradujo las Rubayattas de Omar Khayam, que aún multiplican las ediciones piratas. De la traducción de Fitzgerald al inglés, tan insosteniblemente elogiada. ¿Tradujo Borges de veras todos esos títulos que llevan su firma? A menudo, él mismo ha contado que no. Quienes se ocupaban, no siempre, del trabajo “duro” de traducir, eran Leonor Acevedo, su mamá, salvaje unitaria, o María Kodama, su mujer, discípula disciplinada. A lo sumo, él practicaría una corrección de altura, diagonal, y el añadido de la firma, tal vez para otorgarle al salario un valor adicional. ¿Las “marcas” de estilo borgeano en el Orlando de Virginia Woolf son toques personales o rasgos de familia?
El gran rasgo adicional es que a menudo, si se tratara de un escritor menos o igualmente famoso, la firma garantice la calidad del texto vertido. Julio Cortázar tradujo a Marguerite Yourcenar, a Walter de la Mare y a André Gide y, en compañía de su mujer, Aurora Bernárdez, a Edgar Allan Poe (aunque a ella no se la nombre). Es una tarea que cayó en el olvido, aunque muchas ediciones “salvajes” las hayan saqueado. Eran tiempos en que la tarea no estaba tan mal paga como hoy. Con la plata que ganaron, Aurora y Julio se compraron, según cuenta ella, el primer departamento en París.
La traducción de Poe es también el tema atenagórico/panóptico de Zettel’s Traum, la novela enorme de Arno Schmidt, en la que muchos de los dilemas de la traducción se discuten, entre ellos el de que sean los libros de lenguaje más convencional los que más rápido se traducen. Y el raro carácter distintivo en la transmisión de autoridades de la lengua que los traductores tienen. Arno, sin nombres falsos, tradujo a sus “dilectos”, como Fenimore Cooper (el odio de Mark Twain) y Bulwer-Lytton. Y hasta al hermano menor de uno de sus dilectos, el diario completo de Stanislaus, hermano de James Joyce, libro que alguna vez tuvo como título uno extraído del Antiguo Testamento, El guardián de mi hermano.
También se corre el riesgo de aceptar el encargo por una sola vez. Tal cosa ocurrió con Cabrera Infante, que no firmó con su seudónimo cinematográfico, G. Cain, su traducción amañada de Dubliners. Una nueva se anuncia, de Edgardo Scott, en Godot. Onetti, empantanado en sus traducciones anónimas hasta el punto de hacer casi solo la revista Marcha, tradujo con su nombre The Very Earth (La verdadera tierra), de Erskine Caldwell, y acaso no satisfecho, o absorbido por sus tareas de novelista, no volvió al oficio, aunque muchos sostuvieran que su estilo verdadero era una traducción de Faulkner a un rioplatense educado por ríos y deltas distintos. ¿El Borges de Las palmeras salvajes?
Poetas de renombre y traductores sin lengua. Mario Lancelotti , traductor de la mejor poesía alemana, entre otros, de los Himnos tardíos de Hölderlin, me contó una vez que, con unos amigos, habían “armado” un círculo de traductores, de acuerdo con el cual el que estaba más “necesitado” económicamente era aquel de quien ponían el nombre y quien cobraba la tarea. Es curioso que una de las primeras traducciones de Walter Benjamin, de Editorial Alfa, de Montevideo, haya aparecido también en su reedición de Edhasa, Barcelona, titulada Angelus Novus, traducida por H.A. Murena, de quien, a pesar de sus colaboraciones con Vogelmann, no se sabía que supiera alemán.
La idea de que no es posible traducir sin saber los idiomas de los que se traduce fue puesta en tela de juicio varias veces en el siglo XX por Pound, por Auden, por Lowell. Vladimir Nabokov, que tenía un desprecio innegable por esas proezas penosas, había inventado para estos dos últimos un apellido compartido: Lowden.
A veces, el prestigio del traductor oblitera. En una literatura poblada por traducciones tempranas, como la inglesa, los mandatos solían cumplir un raro designio. El encargo que Lawrence de Arabia hace a Robert Graves de que tradujera El asno de oro, de Apuleyo, por ejemplo. Era uno de los libros que habían acompañado, ocultos en alforja o aldaba, la rebelión del desierto.
Apuleyo se tradujo del latín, pero el inglés que resulta, de acuerdo con la descripción del propio Graves, es un inglés de purple patches, ornamental y kitsch, cuyos estallidos desconciertan o encandilan la prudente luz de la buena prosa.
Tal cosa no ocurre, según se cuenta, en la literatura checa. Franz Kafka tenía una instrucción clásica no muy sólida a causa de cierto descuido de los profesores de alemán en Praga. Y acaso esa resistida inasistencia favoreciera el método de invención kafkiano, auxiliado por la inconstancia perfeccionista (en gran medida, la mayoría de sus narraciones quedaron inconclusas hasta la fecha de su muerte), y el invento limitado por una especie de concisión jurídica. La muerte es infalible con los puntos finales.
Mapas dibujados por espías. Durante años, Góngora le reprochó a Quevedo su traducción de Anacreón. Era intercambio consecuente, porque Quevedo llamaba al idioma del cordobés “la culta latiniparla”. En una partida de cartas que no abolirá el ajedrez, Pierre Ménard traduce esa condena conceptista La Boussole des Precieux.
Una buhardilla oscura y escarpada en la calle de las librerías de viejo del viejo Londres, Charing Cross, le bastó a Arthur Machen, de prestigio aun no consolidado ni evasivo, para traducir al inglés las memorias de Casanova. El prestigio que Machen ha adquirido como narrador es el nombre de una clave o consigna entre connoisseurs. Pero tardío, posterior.
Las malas condiciones de un buen estilo están todas presentes en la traducción de Machen de Casanova, no su conocimiento de la lengua de la que vierte. Creo que Proust decía que los mejores poemas están escritos en una lengua extranjera. Es cierto, por lo menos en dos sentidos: procura una versión opaca y homogénea, generosamente insustituible, y propone los requisitos que Fray Luis de León supo exigir. Machen había aprendido su francés de un oblicuo y raramente profético Ménard, sostiene en Things Near and Far (Cosas de cerca y de lejos).
En muchas ediciones posteriores a la original de Casanova, en seis tomos, el nombre del hombre que hizo el trabajo por un salario miserable ha sido borrado. Machen dice que no hay manera de entender la época de Casanova, que era la de la Enciclopedia, volteriana y deísta, por lo menos en lo intelectual, si no se leen las memorias de Casanova, libro o libros que, cuando quiso adaptar al cine, aburrieron a Fellini hasta el hastío.
Sin embargo, el manuscrito que dos hermanos “editores” londinenses le alcanzaron a Arthur Machen en esa buhardilla de Charing Cross había tenido ya una larga trayectoria. El propio caballero de Seingalt, Jacques o Giacomo Casanova, en una época plagada de monstruos de su tipo (Cagliostro, St. Germain), lo había soltado muy a su pesar. El manuscrito, que conservó Brockhaus en Alemania, tuvo el lujo, como el Cervantes con el de Avellaneda, de competir con un contemporáneo apócrifo.
Otro pícaro de características semejantes competía en el modo de “pintar la época” de manera inolvidable. Con vehemencias, pleitesías y mentiras parecidas a las de Giacomo. Después, algunos de los episodios, como la huida del presidio inquisitorio de Los Plomos, fueron distribuidos, por algunos, a Stendhal, enigmático y magistral “plagiario”, de modernidad inalcanzable. Bien podría haber sido también uno de los escribas “negros” de Alexandre Dumas pére.
Tantas plumas al acecho. Madame d’Urfé, Madame de Chatelet, Madame du Deffand… Sin intento de parodia, ¿qué siglo no es un siglo de manos? Los mejores momentos de las memorias, aparte de la suave torpeza generacional con la que Giacomo Casanova supone extraer el mal gusto, estremecen en los bordes, no en la plenitud de la página, como ocurre con Pepys, que tiene una pasión amatoria y un poliglotismo apócrifo parecidos. Son esos momentos en que confunde la verdad con su experiencia y da por cierto aquello que huye en rebaño y abandona el vacío pleno de lo empírico imperial, sustituido hoy por una verdad de apuro, que los historiadores y sociólogos han repuesto, piezas de un jigsaw puzzle.
Formas y firmas. Todo se decía, todo se escribía, se decía más de una vez en ese siglo redundante, tan redundante como este, con sus redes sociales. Solo hay que agregarle ciertos perifollos, embelecos, arabescos y cascabeleos de la época. Modelos y modales. Que no se crea que eso es estilo.
En algún lugar, Pevsner establece que el estilo proviene de una imprevisión repentina y que el resto es el curso de un ostinato, el rigor del continuo sobre las líneas férreas del tiempo disfrazado, no ya de experimento sino de flecha. Transcribir esa improvisación le sienta a la traducción de Machen. Parece tener que ver con su rutina de buhardilla, con sus visiones de una ciudad de Londres que acepta la extinción fulgurante de la Londres cavernosa del siglo XIX y emprende a paso lento el continuo de una falsa invasión al pasado.
La templanza y la opacidad amigadas con cierto aire de engaño, o por lo menos de ambigüedad, convienen a las traducciones canónicas. Eso suele ocurrir, y favorecer la difusión, sin otro mérito de grandeza para el traductor. Y suelen adoptarse y perder el nombre del traductor. En cierta ocasión, Bianco, editor de la revista Sur, casi secretario de Victoria Ocampo, después de comprobar que una gran cantidad de traducciones anónimas que se publicaban en la revista pertenecían a Borges y a Bioy, comenzó a mirarlos con recelo y a tratar muchas de las señoras trilingües de la alta sociedad con la misma tolerancia, dando por sentado que “ellos” las habían hecho. Peor le fue a Javier Marías, que supuso la intervención de Bioy y Borges en la fragua secreta del estilo de Thomas Browne solo porque en las ediciones de Religio Medici que él consultó faltaban unos fragmentos de la vieja edición de Faber and Gwyer, la de la biblioteca de Bioy.
De legiones y de nombres. Recuerdo haber conocido a José Bianco poco después de que ganara un juicio por la publicación de unas historias de Henry James que tradujo como nadie, en gran medida porque acaso el escritor y el traductor tuvieran con la ambigüedad una relación estrecha parecida, y contuvieran el aliento ante sombras disfrazadas. Estaba, raro en su carácter, exultante.
En una época, contábamos las traducciones de Aníbal Leal y creíamos en la versión de una comitiva de imprudentes galeotes trabajando a sus órdenes, o algo parecido a esa sentencia de Scott Fitzgerald sobre Waldo Frank: “Creí que era el nombre adoptado por una cohorte para asistir a todos los coloquios y congresos de literatura del mundo”.
A veces, las editoriales (ahora sobre todo los autores/traductores) hacen acopio de traducciones anteriores, ya vueltas casi anónimas, o inventan un nombre que se ocupa de las que nadie quiere comprobar siquiera si son correctas, o lo arman con los elementos más a mano, John Smith, como hacían los productores de Hollywood, por un film que no admitiera el nombre de un director con reputación y prestigio, alguien que anduviera por ahí.
A veces se imponen otros motivos. Cuando la traducción de Lolita apareció la primera vez en Sur, Enrique Pezzoni, a causa de una prohibición municipal de la circulación del libro, era profesor en más de una escuela, y tuvo que optar por el apellido Tejedor.
Otro de los editores/traductores con mejor olfato, Paco Porrúa, acaudalaba hasta una última corrección, postergada siempre, títulos, por ejemplo, de Bradbury, que bien sabía volver a bautizar en castellano, y que cuando se publicaban llevaban el nombre de traductor de Francisco Abelenda. A veces delegaba esa tarea en Marcial Souto.
Traductor “resistente” era José Luis Echeverry, a quien debemos los tomos de Freud que hicieron tantos recorridos por las mesas de los bares de Corrientes en los años de la dictadura. Se había impuesto que esa era la traducción “correcta”, no la de López Ballesteros, que había congratulado en su tiempo el propio Sigmund. La traducción directa del alemán de Echeverry venía avalada por la Standard Edition en inglés, que habían trabajado Alix y John Strachey, la cuñada y el hermano de Lytton.
Después, la de López Ballesteros recuperó la consideración de los lectores, y el revisionismo volvió a instruir desde los tomos pardos de Aguilar, elegantes y encuadernados. Las “épocas” y las modas duran menos que las vidas, pero alcanzan a relevarse con mayor velocidad.
Nombre falso. Durante años, Guillermo Piro y yo estuvimos perplejos por la traducción de Los siete pilares de la sabiduría, de T.E. Lawrence. En la edición de Sur decía: “Traducción: R.A.” Fantaseamos que se trataba de Ramón Alcalde, que tan buenas traducciones había hecho para la literatura argentina en las ediciones de Carlos Lohlé, como La locura de un genleman y Las memorias de un enfermo nervioso, de Schreber. Pero las que traducía, o las que había condescendido a firmar, llevaban su nombre.
Hace poco emergió una nueva traducción de Los siete pilares, con el aval territorial de un nombre muy admirado, Alfonso Reyes. Eso da R.A. al revés, reduccionismo con ínfulas cabalísticas.
¿Habrá tenido tiempo el polígrafo mexicano, a quien buenos poetas traductores (Juan Almela/Gerardo Deniz) encuentran culpable en algunas de sus múltiples “traiciones” de tantos descuidos y desdenes por la verdad, y hasta de “préstamos” transcritos sin mención del damnificado, de traducir la obra de Lawrence entera y sin deterioro. ¿Será de veras él el exhumado? Piro dio una vez con la solución verdadera del enigma cuando encontró la edición en francés de la traducción de Sur muy anotada y subrayada por la propia Victoria, admiradora confesa maltratada por Christopher Isherwood en The Condor and the Cows. La traducción había sido tan mala que el acrónimo se impuso. Como ocurre con toda revelación, esta se escapó rápidamente de su dueño.
Cuando tradujo La Odisea al inglés, Thomas Edward Lawrence solo se atrevió a hacerlo como T.E. Shaw. Todo nombre falso es el inicio de una genealogía de apócrifos . Hay quienes sostuvieron entonces que el padre verdadero del heroico espía en disfraz agareno era George Bernard Shaw, algunos de cuyos recursos irónicos el heroico espía en disfraz de agareno habría remedado. No el de ser longevo.