CULTURA
novedad

Lirismo poético y narrativo

Con la presentación de Manuel Vicent y una traducción exquisita de Miguel Martínez-Lage, editorial Nórdica de España distribuye en nuestro país “Cuentos completos”, que reúne todos los relatos de Dylan Thomas, que van cronológicamente desde las narraciones oscuras y casi surrealistas de su juventud hasta celebraciones de la vida tan gloriosamente ruidosas como “Navidades infantiles en Gales” y “Con otra piel”, que traza el progreso del llamado Rimbaud de Cwmdonkin Drive hacia su dominio del lenguaje cómico. Un acontecimiento editorial para celebrar.

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Hallazgo. El libro contiene historias escritas originalmente para la radio y la televisión y, en un breve apéndice, las piezas de juventud publicadas por primera vez en Swansea Grammar School Magazine. | cedoc

Cómo narra un poeta de la estatura literaria de Dylan Thomas. La pregunta. Más aún cuando nos enfrentamos a un conjunto de relatos urgentes, alucinados, reveladores de lo que bien podríamos considerar la naturaleza de un talento desbordado, el destino de un escritor sublime singularmente sometido por un extraño sentido de ser, de la propia existencia, cuestiones que, para ser sobrellevadas, Thomas sumergiría en alcohol, antídoto y veneno que lo hizo salir de un mundo angosto, con el mismo estruendo con que entró en él. Como Charity en William Goyen, Yoknapatawpha en Faulkner, o Winesburg Ohio en Sherwood Anderson, para ciertos autores, como es el caso de Thomas y los otros y otros, idear el territorio donde transcurrirá la mayor parte de sus historias, en este caso el Valle de Jarvis, les permite remedar una falta, subsanar un vacío. El valle de Jarvis calca el de lágrimas de la Biblia. ¿Por qué un mujeriego, borracho perdido, debía tributar a un credo que para él no sería más que un telón de fondo? Lo cierto es que cada uno de los relatos que asimismo se reúnen con el tan nombrado Retrato del artista cachorro, con los cuentos de Con otra piel y sus primeros acercamientos a la literatura en Relatos de juventud, se conforma un todo arbitrario y parcial, puesto que, sin su poesía, ese torrente imparable y proceloso, poco o nada conoceríamos del genio del galés. Urge la ansiedad del autor. En cada texto lo extraordinario devenido banal deslumbra. El humor de Thomas trasiega la página con desesperación y cortes inexorables. Se huelen la mirra y el incienso. Los personajes, santos o ángeles, ángeles caídos, deambulan iracundos ante la inminencia de la tragedia. Vigilia y sueño, un proceso inverso al vislumbrado. No es el cansancio el que produce el sueño, sino el sueño el que extenúa. La santidad, el pecado, el martirio, la condena. La cristificación de un mendigo, la crucifixión, la reunión de los santos en el valle, el viejo que bebe el vino del oficio matutino, por el amén dicho al unísono por un pastor y un extraño matrimonio, por la sangre, la fuga, la expiación, la redención, por el Antiguo Testamento y los fantasmas, por el delirio y la alucinación que preanuncia la muerte, porque nos vemos santiguándonos y postrados ante estos Cuentos completos de Dylan Thomas, en una ceremonia privada e intransferible. El valle de Jarvis en el que Thomas recae con pasión etílica. Como si sus relatos, al quedar contenidos por los límites de una llanura entre montes, no solo se ciñeran al caprichoso enclave topográfico ideado en seco (y decirlo así lejos está de ser una parodia, ya que nadie puede escribir bien en estado de ebriedad), sino que conseguirían lo que, forzosamente, consiguen: hacer que la castidad y la lujuria, el deseo y la privación, la virtud y su contracara, se confronten en una batalla gloriosa, que no es otra que la de la perfección. En el relato inicial, Después de la feria, las magias de los carromatos cerrados que abren tras haberse operado la feliz intervención de una niña vestida de negro que aparece ante un tiovivo cuando ya es tarde, lo sobrenatural, la inocencia y la congoja en tres páginas que hubieran conmovido a Tim Burton o a los hermanos Coen. Y hasta el tristemente olvidado, por injusticia, Leonid Andréiev, a quien, salvo Gorki, ignoraron lectores y sus pares todopoderosos Tolstoi y Dostoievski, hubiera esbozado ante este y otros relatos de Thomas una de sus tibias medias sonrisas. Es en el relato El árbol donde damos, más claramente, con la obsesión del autor, al menos del autor de esta colección de cuentos, ya que parece estar no detrás de una ficción, sino de algún tipo de expiación. Habla de una casa en una colina en Jarvis, de un niño que conocía cada rincón de esa casa, de un jardinero que adoraba la Biblia y de que el pasaje que más le gustaba era el de la muerte de Cristo en un madero. El final es revelador. Asumo el riesgo de afirmar que antes de concebir su extraordinario El evangelio según Marcos, tuvo que haberlo leído. Se suceden cuento a cuento los rituales que Thomas no oculta. Las malas hierbas que el señor Owen arranca de su huerta en Los enemigos en tanto su esposa lee el augurio de la llegada de un oscuro desconocido en “los posos del té del desayuno”. Nunca es suficiente para Thomas. Su contumacia es tan proverbial como la eficacia de una prosa que fibrila. ¿Qué decir del pastor Davies extraviado y rezando en Los enemigos?, ¿O de la faena de la joven Rhianon que se movía como una mujer sacada del Antiguo Testamento y portaba un nombre que parecía tomado de la Biblia? Después el delirio, el martirologio, el origen sangriento del perdón –si es que hay perdón–. Que cualquiera plantee el desafío que Dylan Thomas le plantea a Rhys, cuando en el pueblo dijeron que estaba prendiendo fuego a su bebé cuando un arbusto de aulaga se quemó en la cima de la colina, puesto que eso escribe en El niño en llamas para que al incesto lo purifiquen las llamas. O el sueño bíblico de Marlais en Las huertas. O el final de una dinastía de doce generaciones como en el apocalíptico El final del río. O la cruel trama de El limón, en el que “un niño que son dos” muere en manos de un taxidermista. Como si pasáramos de un evangelio a otro, del Sermón de la Montaña a los fariseos del templo, del perdón al castigo (“La peste ha caído sobre nosotros, dijo el señor Montgomery, el enterrador”, afirma el narrador en El relincho del caballo. Y así sin descanso y sin misericordia por parte de Thomas y sus personas, puesto que, y en sus palabras: ¿qué es la muerte de Dios?, ¿qué música es la muerte?

El tiempo que nos quede de vida tiene destino: la suma de estas líneas, acaso dictadas a un santo borracho por un Dios no menos borracho. ¿Cómo hacer para que la temblorosa mano del bebedor de cerveza y whisky no nos queme la garganta con alguna de sus frases? Después de todo, Thomas tenía sus convicciones, y podrían ser las nuestras. Leámoslo y oremos, ya que el cielo y el infierno mudan de lugar en la ciudad.