CULTURA
Apuntes en viaje

Marcha costanera

Al otro lado de la calle, superado el manojo de fresnos, se erguían imponentes una veintena de torres paridas por el desarrollo inmobiliario.

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Marcha costanera. | marta toledo

La copiosa bruma matinal se había esfumado ya; en su lugar, esponjosos haces de luz abrigaban aquella mañana de otoño como un abrazo materno. En este rincón alejado del centro ya no se escuchan ni los bocinazos ni los frenazos ni las grúas ni las ambulancias; ni tampoco los gritos vaporosos de la ronda carraspera. El silencio es casi absoluto, si acaso dejaran de piar las golondrinas.

La situación se dio tal cual:

Hombre X pidió lo de siempre: sándwich de bondiola y Seven Up Light. Sintió la fatiga en las piernas; se desplomó en la silla húmeda de plástico blanco que el local ofrece a sus clientes. Con cada bocado, intentaba absorber todo lo que le había sido revelado y con eso fabricar algo sustentable. Aquello le provocó una sonrisa. La tensión subyacente se cortó cuando llegó el parrillero, un gigante de ciento cincuenta kilos de grasa carbonizada. ¿Qué tal el sándwich? ¿Te hago otro? (Despedía humo y chacinados; el delantal casi blanco parecía empecinado en contener aquel cuerpo imposible. Tenía en sus manos una pala carbonera pequeña y una faca para decapitar jabalíes.)

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Un bocinazo lo extirpó del diálogo. Desde el Dodge 1500 verde agua lo saludaban con efusividad Mujer X, Chico, Chica 1 y Chica 2. Hombre X improvisó un ademán de desaprobación, pero ellos no estaban dispuestos a semejante atrevimiento. Mujer X estacionó delante del puesto parrillero, descendieron del vehículo y caminaron en dirección a Hombre X. Mujer X llevaba puestas unas botas blancas de caña alta, calzas negras con inscripciones en hilo dorado; una remera escotada color fucsia con la leyenda “Material Girl” y, por encima, un tapado de un color que Hombre X creyó té con leche. Los tres adolescentes estaban metidos en conjuntos deportivos.

–Amor, ¿terminaste de comer? Vamos a caminar con los chicos, ¿te sumás? –su voz parecía latosa, como un frenazo imprevisto de una locomotora sobre rieles sin grasa (algo así).

Mirándola de soslayo, Hombre X (orejas pilosas) aprobó el ofrecimiento, y allí fueron los cinco, la familia completa, a caminar por el paseo costanero. Admiraron con devoción el sendero de frondosos álamos. 

La feria se había esfumado ya, sólo quedaban los esqueletos de hierro prendidos por los extremos. Los arrebatadores, veloces como el humo, soportaban la desesperanza del día fatuo. El agua de la laguna estaba quieta, como un espejo de mármol pardo. Detuvieron la marcha frente a Las Nereidas, celebraron la obra. Un perro estaba echado de costado sobre las baldosas flojas del piso, la lengua rosada fuera, los ojitos negros apagados, su panza contrayéndose y dilatándose armoniosamente, los mocos acuosos caían del hocico con pecas. Continuaron la marcha hasta el Paseo de la Gloria. Jugaron a descubrir el nombre de las esculturas. Erraron en todas. Cuando llegaron a Fangio, Chico confundió al corredor con Antoine de Saint-Exupéry (Fue aviador, pa. Estuvo en Argentina, pa.). Un muchacho que pasaba en bicicleta hizo puntería para embocar un atado vacío de cigarrillos en el tacho cilíndrico. A esa hora, durante la semana, la costanera sur parecía desierta (se escuchaba el zumbido fatigoso de los aviones en descenso). Algún oficinista tentado por las carnes asadas, amantes del footing, ciclistas de ocasión y escasa prostitución exprés. En la pantanosa laguna los patos sorteaban los escollos de troncos podridos, hojarasca pútrida, plásticos homicidas. Al otro lado de la calle, superado el manojo de fresnos, se erguían imponentes una veintena de torres paridas por el desarrollo inmobiliario y un dólar que atraía a inversores extranjeros, sojeros locales y lavadores de dinero. Un continuo chorro de agua brotaba de una cañería rota y caía en cascada sobre el terraplén. En la orla de la sombra, un cartón de vino y su linyera. 

Una nube descomunal cerró el día como una almeja.