Corría el año 1975, problemático y fabril. Mauricio Kartun, novel dramaturgo bonaerense, conocido changarín del Mercado del Abasto y sus criaturas funambulescas, apenas con alguna obra estrenada, se entera de la chance de colaborar con la revista Crisis por Beatriz Seibel. Corre saltimbanqui por la avenida Pueyrredón a ofrecer una “suerte de historia social del carnaval”, fruto de los materiales que utilizó para ¿Civilización… o Barbarie?, obra en donde aparecía una murga pobretona, y que se representaba en villas, sindicatos y clubes de barrio. El director editorial, Eduardo Galeano, primero felicita y luego advierte: “está muy bien muchacho, pero esto no es una nota periodística”. Y se ofrece editar párrafo a párrafo el primer texto que Kartun vería publicado en letras de molde, a miles de lectores, “Del candombre a la murga”, en el número 22 del mensuario clave de los setenta, y que también firman en ese febrero “otros nenes” como Ricardo Piglia, Juan Gelman y Daniel Moyano.
“Así que el maestro escritor Galeano, muy famoso en aquel momento por Las venas abiertas de América Latina, me hizo la segunda de mi primer texto publicado”, sonríe Mauricio, a cincuenta años del estreno impreso, uno de los principales dramaturgos con los clásicos contemporáneos Chau Misterix, El partener, El niño argentino y Terrenal. Entre aquellos personajes y tácticas nacidas de la fiesta y el sudor popular de las murgas barriales, que Kartun orillaba en su juventud, “la murga es al candombe negro resistente lo que el sainete al circo criollo: una versión aumentada, enriquecida, actualizada”; sigue el corso por las rutas argentinas en sus cuentos de Dolores 10 minutos y otros relatos (Alfaguara), su parador en la narrativa después de la novela Salo solo. El patrullero del amor.
Parido Mauricio en la palabra y en los géneros populares, premiado en 1957 por el cuento “El diálogo” mientras se peleaba aún con el secundario, contador de historias que sigue descubriendo sus raíces, nuestras raíces: “hace poco buscando información sobre el pueblo que nació mi madre en Asturias, La Isla, descubrí que en el folklore asturiano existía algo que se llamaba el filandón. El filandón era la costumbre que tenían las familias de la aldea de juntarse en las noches, en la cocina de una de las familias, turnándose, de manera que se calentaba un solo lugar, y no se gastaba combustible. Se reunían en una cocina hogares enteros y se hacían tres cosas: primero se hilaba, las mujeres hilaban, de ahí venía lo de filandón. El filar, el hilar. Después los hombres afilaban las herramientas de labranza que iban a usar al día siguiente y, entre tanto, contaban y cantaban. Juntarse a contar y cantar es juntarse a contarse quiénes somos, a encontrar una identidad, a encontrar los héroes que nos representan, y los villanos contra los que luchamos. La condición de unidad de una sociedad está en las palabras. Nos unen las palabras, pero nos unen juntarnos alrededor de historias. De allí vengo”.
—¿Cuán debutante es el narrador Kartun?
—Poco. De pibe fui un lector obsesivo de la colección Robin Hood y alguien que para explicar algo necesitaba siempre del cuento, del relato y de la historia. Soy un narrador compulsivo. A los veintiuno, cuando atravesaba todavía mi colegio secundario, destino de alumno repetidor, gané un concurso de cuentos, y eso me orientó en este camino de las artes. La orientación fue la escritura, pero entre tantas posibilidades que daba la escritura, descubrí el teatro. Descubrí que el teatro era extremadamente más divertido que la narrativa, que iba a estar siempre acompañado, y que era jodón. Que establecía energía mutual, que había algo de la colaboración que daba mucha confianza. Agarré pues para ahí y marché siempre para ese lado, en vez del primer amor literario. En pandemia empecé a publicar relatos en redes, en la imposibilidad de expresarme a través del teatro, porque estábamos encerrados, y te diría, por demanda del soporte. No uso teléfono celular, uso redes sociales, que son las maneras que me permiten también difundir mis espectáculos y demás. Y por la propia demanda del soporte, de las redes sociales, encontré la posibilidad de publicar pequeños relatos, ir ampliando los formatos, y desarrollar una especie de libro virtual. Primero una serie de relatos que se transformaron en la novela de aventuras del chaplinesco Salo, y luego en estos textos sueltos, que ahora conforman la selección de Dolores 10 minutos.
—¿El proceso de escribir es el mismo al de una obra de teatro?
—Yo creo que una vez más, y esto es algo sobre lo que me gusta siempre pensar, en la trabajo y a veces en las clases, que mi cabeza no puede funcionar de otra manera que no sea la del dramaturgo. ¿Por qué? Porque ya he armado vías, trochas, recorridos, que son las del dramaturgo. Nietzsche dice que si el poeta vislumbra a su alrededor una multitud de seres volando, el dramaturgo tiene además la pulsión de convertirse en ellos. Yo escribo desde ese acto de travestismo. Hace medio siglo que mi cabeza hace siempre lo mismo y es encontrar imágenes, encontrar cuáles son los personajes en esas imágenes, y editarlos. Entonces no puedo escribir de otra manera. Los cuentos fueron escritos de la misma manera. Si alguna singularidad tienen viene justamente de esos vericuetos de la cabeza del dramaturgo. Pero a la cabeza del dramaturgo hubo que ponerle algunos grilletes del cuentista, digo, la extensión, por ejemplo. Pero fíjate que en este caso la extensión venía por demanda del interlocutor. Como yo lo fui publicando en redes sociales, había algo también de cierta hipótesis creada previamente de cuánto soporta la paciencia un lector leyendo la pantalla.
—El humor aparece cada vez más sostenido en su teatro último y pulsa el bajo continuo en estos torbellinos derramados de realismo y memoria de paseadoras de maridos, esgrimistas vengadores, actores caídos en tony y ángeles ruteros. Esas serían las similitudes entre tablas y letras, pero ¿cuáles son las diferencias?
—En el campo de las similitudes tienen que ver con cierta naturaleza de origen. Buena parte de estos cuentos son universos e imágenes que alguna vez acopié pensando en una obra de teatro y que por alguna razón descarté la posibilidad de hacerlo, pero seguían viviendo dentro mío –y que quizá en algún momento concrete–. Hay algo que a veces les resulta difícil entender al que no practica la creación de ficción y es que uno habita cuerpos y es habitado por esos cuerpos. Y las imágenes vuelven, los universos vuelven. Hay como una especie de recurrencia de mi cabeza de ir a los mismos universos como los ruteros o del teatro, que pateé bastante, ambos. Leía el otro día un libro de Juan José Saer donde hablaba de los relatos y decía, en términos de expresión, que no hay diferencia entre una novela, un cuento o una anécdota. Subraya el santafesino, que si son interesantes, crean lo mismo, forjan un nuevo pacto simbólico. Yo tenía la sensación de forjar un nuevo pacto simbólico. Que alguien viese una rareza en esta escritura y tuviese que forjar un nuevo pacto simbólico: la rareza venía nada más y nada menos que de la extravagancia de estar publicándolos en una red social, y de la rareza de nacer de la cabeza de un dramaturgo.
—Pactos simbólicos. Varios personajes de los cuentos de alguna manera establecen el pacto de la resistencia, se resisten, ¿a qué?
—Me parece que se relaciona con la lucha del antihéroe, que es algo que se me da bien, y que lo he tenido en varias de mis obras. Está la presencia del antihéroe, del luchador, del que se levanta desde el fracaso, desde el que lucha desde el piso. Tengo una obra que se llama Desde la lona, que no es otra cosa que un luchador de catch fracasado que cuenta su historia desde la lona, directamente desde la lona del ring. Pienso que todos los escritores tenemos mecanismos recurrentes. A veces luchamos contra ellos porque nos llevan siempre a finales que se parecen entre sí, pero yo confieso que termino siempre rendido a los caminos que me abren esas rutas que ya recorrí, y que se han transformado en rutina. Pasa, por otra parte, que cambiando el medio expresivo, llevando el teatro al relato, también es como que cambiás la escuadra, y esa misma situación, esos mismos personajes tienen sin dudas otra óptica, otra lente, otro tono.
—Hay ciertos relatos que avistan apuntes autobiográficos (“El piro”) pero uno terminó en la tapa. Eso debe tener una anécdota.
—Je. Es un cuento que había escrito previo a la pandemia. También lo había publicado en redes y, también, originalmente había querido ser una obra de teatro. Este proyecto, como otros cientos, y no exagero, efectivamente creo que son más de cien, son proyectos que yo tengo en la carpeta proyectos de la computadora, valga la redundancia. Hace dos años, volvía manejando de la costa atlántica, y en la rotonda de Pinamar, estaba haciendo dedo una mujer policía. Simpatizamos enseguida porque yo venía escuchando un pendrive de música con la Mona Jiménez y ella era cordobesa. Empezamos a hablar de temas variopintos, me contó que vivía en Dolores, y que su compañero trabajaba en uno de esos paradores ruteros. Le conté que yo tenía escrita una pequeña historia sobre un parador rutero y solicitó, “dígame el libro y yo lo compro”. Yo nunca publiqué narrativa, yo no publico mis cuentos, publico obras de teatro, por eso esto no lo tengo en papel, aclaré. Ella no sabía quién era, claro. Así que propongo subirlo a Facebook con un título que encuentre fácilmente y que reemplazaba al original, “Melódico”. Y salió Dolores 10 minutos. A los tres días escribe la editora de Alfaguara, “Mauricio, qué titulazo para un libro de cuentos”. Allí nació todo. Allí nació.
—La geografía de los cuentos además es una geografía que siempre estás ahí marcando la Zona Kartun.
—Yo soy Conurbano. Me crié, trabajé, y mi imaginario es el del Conurbano, que va más allá del bonaerense. Ya no recuerdo quién era aquella escritora que sentenciaba que la vida se ve con los ojos del niño, todo lo demás se recuerda. La vida la veo con los ojos conurbanos. (Piensa) Tengo la sensación de que la palabra suburbio no es otra cosa que suburbe, abajo de la urbe, es lo que está abajo. El suburbio no es lo que está afuera, lo que está lejos, es lo que está abajo. Tiene siempre un valor contracultural y hay algo inherente alternativo en el suburbio. De hecho, en la construcción de las viejas ciudades, el centro era el mundus. Y el mundus es todo lo que está bien. Todo lo que quedaba afuera se lo conocía como el inmundus, y de ahí viene la palabra inmundo. Es lo que no está bien, es lo que no corresponde. El suburbio es inmundus. El suburbio es el espacio de la sospecha, es el lugar que muchas veces se le pone una gran pared para no verlo, se lo divide por una gran avenida sobre la que se pasa por un puente, porque entonces se puede controlar muy rápido a cualquiera que intente pasar de urbe a suburbio, de suburbio a la urbe. Es el ámbito de lo desechado, lo inservible y lo pasado de moda. Todo eso hace para mí que sea inevitablemente una zona contestataria. Y una clave de mi identidad, y que representa mi energía creativa, mi tono imaginario. En mis trabajos voy hacia ellos constantemente, como en mis pequeñas esculturas que pueblan mi casa y representan mis piezas como “El niño argentino”. Yo siento que trabajo con maderitas juntadas al costado del río, trabajo con imágenes y personajes que ya no pertenecen al campo profano de la producción, y que son de ese modo contestatarias.
—En esta época que la palabra está vaciada, bastardeada, operada por algoritmos, ¿Qué es la palabra? ¿Y cómo volver a resignificarla?
—Justamente en esta época trabajar la palabra, resistir en la palabra, es contracultural. En este momento en el que entramos en una hipótesis de comunicación a través de signos, donde la palabra, por ejemplo, vacía su ritmo en un mensaje de WhatsApp; donde no importa el valor tanto de la palabra sino de lo que transmite; donde tenemos un gobierno que no ha nacido de gente que se juntó a dialogar sino de individuos que incorporó un proyecto a través de redes sociales, la palabra efectivamente se vuelve un concepto de lo contracultural. Es el desafío y la alternativa. Y es el lugar de un poder extraordinario.
—¿Por qué?
—Yo hablo siempre en teatro del valor de la dialéctica cuerpo versus corporación. Hoy, que nosotros vivimos en el soporte de las corporaciones, que toda nuestra comunicación depende de la corporación, el único nudo verdaderamente poderoso es el del cuerpo, es lo que yo manejo. Entonces, todo lo que yo pueda hacer con mi cuerpo le da el poder extraordinario de no depender de nada, de nadie, y, por lo tanto, no quedar pendiente de la forma que me venda la corporación. El lenguaje público hoy se halla subyugado por la corporación, o porque el soporte es de la corporación, o porque los contenidos, como en las redes sociales, están previamente formateados y cuidados en su contenido por la corporación. El único lugar verdaderamente de poder es el cuerpo. Y la palabra es su medio expresivo, es el terreno expresivo de ese poder. Entender a la palabra como constructora de sentido, como constructora de relato, como constructora de ideas. Entender a la palabra como vínculo de encuentro mutual. Entender que una sociedad, para funcionar de manera cooperativa, necesita de esa palabra que nos unifique, le da cada vez más valor a este fenómeno de contar entre todos que parecería entrar en el anacronismo. Y le confiere valor revolucionario. Entendiendo que la palabra, en el extraordinario poder que le crea al individuo, se vuelve mecanismo, se vuelve recurso, se vuelve soporte, se vuelve arma, se vuelve todo lo que uno necesite en términos de construcción de un futuro.