CULTURA
Apuntes en viaje

Memoria

Una calle de grueso adoquinado, gruesos adoquines gastados, con un fino hilo de pasto creciendo entre ellos, hilo de pasto que brota y se expande.

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Memoria. | marta toledo

Una calle de grueso adoquinado, gruesos adoquines gastados, con un fino hilo de pasto creciendo entre ellos, hilo de pasto que brota y se expande, al igual que lo hace Zoé en su memoria (me dice: adoro los adoquines, he vivido rodeado de ellos, horado en mi propia historia y siempre aparecen. Ciudades lejanas, de savia macerada por huellas que se confunden tanto con la indiferencia de la piedra). Se inclina, arranca el hilo de pasto, lo lleva a la boca y queda así, mordisqueándolo. 

La fórmula que inspira a quien gusta ir de aquí para allá raspando ciudades, países, continentes, es siempre la misma: salir volviendo. Sin importar la duración del periplo: dos días, tres meses, un año, lo mismo da. Se parte con la certeza del regreso. Existen otra clase de personas que esquivan el contrato, optan por una versión lateral del camino; cierran la puerta, y ya, besitos byebye. Imanol pertenece a este grupo. Dejó París a los 21 -antes de que naciera Zoé, la niña que tuvo junto a una chica que conoció en un bar y frecuentó durante una semana-, hoy carga con 43. Partió (¿escapó?) sabiendo que jamás regresaría, que nunca vería en persona a su hija. Desde entonces ha vivido en casi todas las ciudades reconocibles del globo (nunca elige zonas rurales, las detesta). Habla seis idiomas si contamos el griego, que enhebra con cierta dificultad. Mantiene en París un pequeño departamento que le brinda una renta estrecha (450 euros al mes). Con eso, más lo que fabrica en sus trabajos temporarios, se las ingenia para establecerse durante el plazo que considere en el sitio que le apetezca; se las arregla, decía, para pagar los boletos de avión o bus o tren cuando define el siguiente paso. Aquí, en La Rioja, lleva algo más de cuatro meses, interiorizándose en el ciclo completo de la uva, desde que se trabaja la tierra y se la siembra, hasta que se la embotella transformada en vino.

El árbol partido que inclina sus ramas sobre el canal, aleteo que es también memoria del sauce que inclina sus ramas sobre otro tiempo, donde solo ocurrirá el temblor de unas hojas contra el cielo, o sea algo, algo más. (Imanol agrega: cualquiera de mis vuelos, aún el más alto, siempre comenzará por quemar sus alas en el pálido fuego, cualquiera de mis vuelos –reafirma-, aún el más largo –completa con menguado reposo siestero.) 

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Detrás, al fondo del decorado que sirve para nuestra charla, la hierba tierna y tupida asciende en las grandes y mansas olas de tierra que se llaman colinas. En las macetas al costado de la cañada están naciendo las primeras flores que pare la primavera: azules, amarillas, también coloradas. Dos niños tiran de una cuerda que ahorca una alambrada; un hombre sencillo alimenta a las palomas. Éstas llegan hasta la mano que les entrega semillas o migas. No obstante, los gorriones se acercan al hombre con igual confianza que las palomas. Creo percibir una recóndita sensación de seguridad. Son las cinco de la tarde y surgen de los bolsos los termos con agua caliente, los mates, los bizcochos de grasa. También los racimos de uva blanca y granate. 

Gastado por el trajín de los viajes, el galope sin regreso, los huesos en maleza que aprietan de tal manera que extirpan los suspiros. Con lucidez, reflexiona Imanol que aprendió a tener solo memoria para el enemigo y el amor, única memoria sin olvido ni perdones. Para la derrota, el ron; para la victoria, el corazón. (Vivir es un oficio insalubre.) De vez en cuando remueve su historia con la zarpa del fantasma que merodea y acecha. Es curioso, cavilo: en estas tierras donde hierve el verano, en las que los cielos arden, la lluvia descolgaría nostalgias, y de pronto él, hirviente de amor y de ira, recuerda ese nombre como un lejano gemido del mar: Zoé.