CULTURA
EN BUSCA DEL VERSO PERDIDO

Mientras se deshace la rosa del silencio

Más productora de cuadros que de poemas, Emilia Bertolé representa otra de las grandes deudas argentinas. Influida por el simbolismo y el impresionismo, nos legó retratos de una belleza etérea, muchos de ellos publicados en las revistas de la década de 1930. Su obra poética, admirada nada menos que por Federico García Lorca, fue recientemente publicada por la Editorial Municipal de Rosario. Con esta figura, el poeta Guillermo Saavedra comienza una serie dedicada a poetas argentinos que por misteriosas razones fueron arrojados al pozo del desencanto, injustamente relegados al olvido.

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Bertolé. La pintora y poeta en su taller. Abajo: dos autorretratos y, en el centro, el poeta Alfredo Bufano, pintado por la autora. | cedoc

Entre tantos olvidos argentinos, cabe consignar uno que ha cobrado la forma de un malentendido: la obra poética, breve, pero indispensable, de Emilia Bertolé (El Trébol, Santa Fe, 1896-Rosario, 1949) ha quedado subsumida en su propio éxito como pintora en los círculos más exigentes de la vida cultural argentina de las primeras décadas del siglo veinte.

Algo de responsabilidad le cupo a la propia artista, en la medida en que produjo más cuadros que poemas. Pero es que, hija de una familia de inmigrantes italianos cultos que se empobrecieron súbitamente hacia comienzos del siglo XX, su precoz talento para la pintura –reconocido por sus maestros y sus críticos–, además de ser una de las inclinaciones más poderosas de su imaginación creadora, se transformó en un medio de vida y le permitió hacerse de un lugar protagónico en la efervescente bohemia porteña, alimentada por una oligarquía que aún no había descubierto el orgullo de ser, como ahora, prolija e impermeablemente bruta. Incluso, cuando la crisis económica de la llamada década infame de 1930 hizo sentir sus rigores y los acumuladores de riqueza comenzaron a dosificar su despilfarro, ante la falta de encargos de obras originales, Bertolé puso su sensibilidad como retratista al servicio de las páginas de algunas revistas y diarios de la época, como El Hogar, Radiolandia, Para Ti y La Capital. Y, explotando su apariencia física, muy a tono con el ideal femenino de la Belle Époque, llegó a posar como modelo publicitaria.

Pruebas de las cualidades de su obra pictórica influida por el simbolismo y el impresionismo abundan, felizmente. Algunas de ellas pueden apreciarse en sus obras originales, adquiridas por el Museo Nacional de Bellas Artes, el Museo Histórico Nacional y museos de su provincia natal como el Castagnino y el Rosa Galisteo de Rodríguez.

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Pero hubo que esperar hasta 2019, cuando la Editorial Municipal de Rosario lanzó el cuidado volumen Emilia Bertolé. Obra poética y pictórica, producto de una escrupulosa investigación de Nora Avaro, para recuperar definitivamente, además de reproducciones de sus cuadros, lo más sustancial de su poesía, que consta de un libro publicado en vida, Espejo en sombra (Mercatali, 1927), otro que no llegó entonces a la imprenta, Estrella de humo (publicado póstumamente en 1994 por El Francotirador) y algunos poemas que habían permanecido inéditos o aparecido en publicaciones periódicas. En rigor, aún se ofrecen, en la recurrida plataforma del tránsfuga impositivo Galperin, unos poquísimos ejemplares de dos recopilaciones previas de algunos de sus versos: Poemas, del sello Río Verde Ediciones, y Antología, a cargo de Panóptica Ediciones.

Obligada por urgencias personales, como su amiga Alfonsina Storni, Emilia Bertolé asumió una independencia insólita para una mujer de su época. Fue el sostén económico de sí misma y de sus padres y hermanos, y mantuvo una soltería que alimentó las ilusiones de caballeros de un amplio espectro social y etario y desveló a los guardianes de la moral y las buenas costumbres de esos años. Admirada por otros artistas y escritores (el propio Lorca llegó a decir de ella: “Es más que una mujer. Es el Arte”), literalmente sola a la hora de ganarse el garbanzo y existencialmente sola en el momento de su consagración artística y social –a pesar de la amable cofradía cultivada con la citada Alfonsina, Horacio Quiroga y, entre otros, el pintor Alfredo Bufano–, Bertolé no llegó a ser la loba que se aparta del rebaño, como Storni, pero debió dedicar una buena parte de su vida a mantener a raya a los falsos corderos que asediaron su difícil autonomía. 

A partir de esas circunstancias biográficas, la artista cultivó una poesía límpida, melancólica; ejemplar, por su forma, de lo que se dio en llamar estética postmodernista y testimonio lúcido de su condición de mujer. Véase, por ejemplo, su magnífico y escueto poema “Estación”: 

En el bar de la estación

[espero

la llegada de un tren.

Hombres desconocidos me 

[rodean

ninguna mujer.

Sólo mi boca roja en los 

[oscuros

espejos que prolongan la 

[pared.

Si todo poema es la puesta en escena de una situación –del lenguaje, del mundo, o de un sí mismo–, los de Bertolé, como el transcripto arriba, ubican a un yo, femenino y bello trasunto autobiográfico de ella misma, en una circunstancia sutilmente cargada de inquietudes o amenazas. 

Casi inmune a las innovaciones que Borges, Girondo o Tuñón estaban introduciendo en el lenguaje poético argentino, Bertolé opta por mantener un decir libre de coloquialismos, para poner el acento en las posibilidades pictóricas de la palabra. Como si el pasaje de un arte a otra pudiese realizarse, en virtud de su talento, sin solución de continuidad. Y por cierto que lo consigue, en uno y otro terreno, con resultados admirables. Así como en sus retratos más personales, aquellos en los que pudo librarse de las exigencias veristas de los encargos, Bertolé imprime a sus modelos un aire de misterio e irresolución, en sus poemas, ese yo está siempre en combustión o en fuga. 

El verso es, en Bertolé, una jaula aún modernista, pero blanda, por entre cuyos barrotes se liberan y cantan un ritmo y un fraseo contenidos y singulares, cercanos, como en el poema citado, al verso libre. Lo describe con precisión Nora Avaro, en un pasaje de su prólogo al volumen de la Editorial Municipal de Rosario ya mencionado: “Cierta claridad de luna enfermiza vela sus paisajes verbales, de los que su lente catador recoge con preferencia aspectos estáticos. No falta aquí y allá, entre la niebla del ambiente, la mancha salida del pomo negro que, dominándola, acusa en la mano que la oprime el calofrío de la tragedia.”

La vida de Bertolé terminó abruptamente, a los 53 años, en Rosario, a donde había regresado, entre otras cosas, para cuidar a su madre enferma. Parafraseando el final de uno de sus poemas más hermosos, cabe imaginarla yéndose, como una sombra en la sombra, mientras se deshacía la rosa del silencio.