En “Notas sobre lo gótico en el Río de la Plata”, Cortázar dice: “Salvo que una educación implacable se le cruce en el camino, todo niño es en principio gótico (…) Mi casa, vista desde la perspectiva de la infancia, era también gótica, no por su arquitectura, sino por la acumulación de terrores que nacía de las cosas y las creencias, de los pasillos mal iluminados y de las conversaciones de los grandes en la sobremesa”. Cortázar habla del gótico en relación a Borges, Bioy, Silvina Ocampo, Quiroga y de su propia obra. Pero justo me topo con su artículo mientras releo Mi hogar de niebla, de Ana Teresa Fabani. La poeta, nacida en Concepción del Uruguay, en Entre Ríos, y muerta a los 27 años, en 1949, terminó esta novela poco antes de morir. La pila de papeles que seguía revisando y corrigiendo estaba cerca de su cama al momento de su muerte y se publicó al año siguiente.
La vida breve de Ana Teresa fue contemporánea de estos autores que nombra Cortázar. Es posible que no haya leído Mi hogar de niebla, si no, amén de citarla, hubiera podido escribir todo un capítulo sobre lo gótico y esta novela. A los 17 años Fabani, enferma de tuberculosis, es internada en un sanatorio en las sierra cordobesas y allí pasa seis larguísimos años. A partir de esta experiencia escribe esta novela autobiográfica y eso es lo que hubiera fascinado a Cortázar: una novela autobiográfica gótica. Desde sus primeras líneas (“La niebla estaba./ El inmenso gris de la niebla./ Dentro de los senderos, de los paisajes, de todos los horizontes./ Como un manto de olvido./ Y de ensueño./ Íbamos por ella”), la novela flotará durante sus 200 páginas en un aire fantasmagórico, por momentos febril y delirante. En su presente constante de enferma que conoce su futuro: la muerte irremediable, la protagonista y narradora teje y desteje esa niebla eterna desde las reposeras de la galería abierta donde las enfermas pasan gran parte del día, desde su habitación (presentada de forma espeluznante: “Empecé a ver que en las paredes había manchas antiguas, una mano se dibujaba apoyada casi junto al marco de la ventana, oscura, y la imaginaba teñida de sangre resbalando sobre el suelo para morir en él”), desde el corazón de las pequeñas tertulias de mujeres adolescentes que son su grupo de amigas: muchachas confinadas a esa cárcel del sanatorio, condenadas, vigiladas por las monjas que regentean el sitio.
Cada tanto aparecen chispas que las acercan a muchachas casaderas con vidas normales: un joven tuberculoso que cruza el jardín y las alborota un poco; la visita del novio de una que “lo comparte” con las otras; un ramo de claveles de un admirador secreto de otro pabellón; o el amor romántico que despierta en ella el médico que la atiende. Sin embargo esas chispas se apagan rápido como las vidas de las amigas.
La curiosidad por la muerte y las diferentes facetas que adopta es otro de los hallazgos del libro: la muerte como Belleza, la muerte en su aterradora dimensión física (“Parecía que se iba hinchando ante mi vista, como un globo de papel que se llevara pesadamente por el aire”), la muerte a medias: seguir viva sabiéndose ya muerta. Y también el olvido de familiares y amigos como otra forma de dar muerte a las enfermas. Mi hogar de niebla es un libro maravilloso: oscuro, aterrador y tremendamente poético.“Alguien leía, de a ratos, en las galerías./ Más, al cabo de algunos momentos, la revista o el libro se cerraba y se abandonaba sobre la falda./ Se abrían los lentes oscuros, como flores extrañas, sobre los rostros”.