Han sido ya 84 los años que Luis Felipe Noé ha pasado sobre la Tierra, y nada parece indicar que su afán originario haya disminuido. El sabe que no le queda repetirse hasta el cansancio sino ser más profundo y estético que nunca, aunque lo diga con un pudor que enternece.
Son las cinco de la tarde de un sábado de julio, pero no es un sábado cualquiera porque Yuyo acaba de inaugurar una notable muestra “prospectiva” en el Museo Nacional de Bellas Artes, una explosión de color, belleza y vitalidad. Pero antes de hablar de su arte, y en medio de la efervescencia que ha provocado esta exposición, es inevitable preguntarle cuánta alegría ha sentido por la reacción de un público que, pocos minutos antes de que empiece la entrevista con Perfil, lo busca denodadamente para felicitarlo, para abrazarlo y para sacarse fotos con él. Noé, su vida y su obra son una fiesta.
“El día de la inauguración hubo colas y colas y gente que no pudo entrar, y yo no lo esperaba. ¿Sabés cuántas personas me dijeron que vinieron sólo ese día? Cuatro mil. Me sorprende muchísimo”, comenta en una pequeña oficina del museo, más tranquilo y con la frescura de siempre.
Será ésta una charla sobre rarezas. La primera es la de las multitudes queriendo devorar cuadros. Y la segunda está en el carácter de un hombre que, curiosamente, no tiene inhibiciones sociales, defiende el trabajo en equipo y explica su obra con mayor hondura y fluidez que el más avezado de los teóricos, lo cual no es nada común en un pintor que, por su oficio, suele entender el mundo a partir de imágenes más que de palabras.
“Uno de los momentos más felices de mi vida fue cuando teníamos el grupo (Nueva Figuración), así que me he acostumbrado a trabajar con ellos. Yo no creo en el mito de la soledad del taller. Es más, no creo mucho en la soledad. La soledad es un anhelo, pero no una realidad”, afirma Noé, y agrega: “A veces la deseo para concentrarme y pensar en algo, sobre todo cuando escribo, pero para pintar no la necesito”.
Pintar, lo que se dice pintar, es algo que hace cada vez mejor. ¿Noé es ajeno a ese parecer generalizado? “No sé qué es pintar mejor, pero lo que sí creo es que con la vejez hay dos posibilidades: o empezás a repetir fórmulas, o te profundizás en la búsqueda en la que latentemente estás desde un comienzo. Entonces, tengo modelos, y esto no quiere decir que me compare con las personas que voy a nombrar, que son muy distintas entre ellas: Tiziano, Monet, Matisse y Hokusai. Lo que tienen en común es que su mejor obra la hicieron en la vejez, y yo aspiro a eso. ¿Porque pinto mejor, porque tengo más experiencia? Pienso que porque tengo más clara mi búsqueda. No sé si pinto mejor, probablemente, pero ahora mezclo más libremente cosas. Y cuando era joven me importaba mucho romper prejuicios. En cambio, ahora no rompo nada, simplemente me manejo con libertad”, contesta. Y remata sonriendo: “La libertad no me desconcierta, me da posibilidades. También es verdad que hay gente que tiene la suerte de morir joven porque se convierte en mito. Después, algunos tienen la suerte de morirse viejos. Los que no tienen tanta suerte son los que mueren en el medio”.
Existen en el discurso de Noé una articulación y una autoconsciencia que no son frecuentes. Por ello, su pasión por la escritura, la misma que tenía un creador tan extraño e inteligente como Salvador Dalí, es inevitable. Antes, sin embargo, Yuyo aclara que el arte contemporáneo no debería llamarse así, porque ¿cómo se llamará cuando deje de ser contemporáneo? Y propone otra definición: arte coctelero. Dejémoslo hablar: “El arte ahora es un cóctel de todas las experiencias de la vanguardia pictórica y de las otras disciplinas artísticas, y en ese sentido, la pintura como concepto es mucho más amplia que antes. Aunque en definitiva para mí sea una imagen de complejidades, no es necesario que para hacer pintura todo salga de un pomo porque, como decía Apollinaire, se puede pintar con naipes y con pipas”.
¿De dónde surge aquella complicidad entre él y la literatura? “Hay muchos pintores que leen, muchos leen novelas, muchos leen poesía y algunos escriben bien. Yo leo más bien ensayos y soy un aficionado a la filosofía, pero he sido periodista y, antes de que yo naciera, mi padre, que además era abogado, ya había publicado dos antologías de la poesía argentina”, explica.
La charla deriva hacia el mercado del arte –hace algunas décadas, dice el maestro, “vender era bastante fácil”– y, repentinamente, hacia las alturas. Aunque la concepción de Noé sobre la trascendencia no puede dejar conformes a dogmáticos de ninguna clase.
“Con Dios yo no me meto”, asegura, y añade: “El gran disparate de los teólogos y de los ateos es el mismo: hablan de lo que no saben. La palabra ‘creer’ en el mundo cotidiano es una suposición, pero en el campo religioso esa suposición se transforma en afirmación categórica. Yo no creo ni dejo de creer, aunque tuve una época adolescente en la que me hice muy católico, pero ya pasó”.
La selva, un tema que, como el caos y el color, es clave en su trabajo, resulta insoslayable. Pero ¿en verdad Yuyo se enamoró del perpetuo milagro verde en el Amazonas? Sorprendentemente, no: “Fue el poeta Thiago de Mello quien me invitó allí por primera vez, pero mi primer enamoramiento de la selva comenzó en el Tigre, que para mí es un Amazonas descendido”.
Antes de terminar, Perfil evoca a Antonio Berni, a quien Yuyo –eterno admirador de Goya, de Turner, de Víctor Hugo y de Kiefer– conoció muy bien y con cuya obra, como en un equívoco circular, se lo ha asociado en exceso.
“Jorge de la Vega y yo nos comunicábamos con Berni mejor que con la mayor parte de los artistas de nuestra generación. Igualmente, hay un malentendido entre nosotros y Berni: muchos creen que fuimos imitadores de él. ¿Y sabés que no es cierto? Y te voy a decir algo que puede quedar mal, pero a mí la memoria no me falla: hay obras que aparecen ahora fechadas en el 62 y en el 63 y que estoy seguro de que son por lo menos de un año después. Y con eso cambia toda la historia”, grafica.
En el año 1855, León Tolstói publicó Sebastopol, episodios del asedio, un trabajo menor dentro de su obra, es decir, un libro fantástico. Allí escribió: “¡Vanidad, vanidad y sólo vanidad por todas partes! Incluso ante el ataúd y en medio de seres dispuestos a morir en nombre de una idea sublime. ¡Vanidad! Acaso sea el rasgo peculiar y la enfermedad típica de nuestro siglo”.
Las cosas no han cambiado sino para mal, pero no se puede encontrar en Noé el menor rastro de esa enfermedad.
—A su esposa, ¿usted la extraña mucho?
—Sí, mucho, mucho. Pero estoy acompañado de ella en lo esencial, porque sé que sería totalmente distinto si no la hubiera conocido. Hasta mi obra sería diferente. Ella me ayudó a hacer un giro total en mi vida, y para bien. Antes yo era un ilustre pelotudo.
Multiplicar las preguntas
Hace poco más de dos décadas, el Museo Nacional de Bellas Artes dedicó a Luis Felipe Noé una gran exposición. Este año, dando cuenta del carácter programático de su obra, siempre de cara al futuro, presentamos su muestra Mirada prospectiva, en la que pueden vislumbrarse las opciones transformadoras por las que abogó durante más de medio siglo.
Invertimos así la lógica con que se piensa habitualmente la trayectoria de un artista –hacia atrás en el tiempo–, porque su obra contiene en ciernes algunas tendencias subyacentes de cada época sobre las cuales Noé supo proponer ciertas derivas posibles.
Dotada de la madurez que confiere la experiencia, su mirada sobre el pasado y el presente se ha resuelto, tanto en su producción plástica como en sus textos, no bajo la forma de una visión profética sino más bien de la captura de las vertientes invisibles de la historia, a las que saca a la luz no sin ironía y sensible agudeza visual.
Una anécdota que suele referir Noé alumbra la autonomía de su arte a propósito de una tradición en la que inscribirse. Su maestro, Horacio Butler, autor de una variante del paisajismo naturalista traída de París, habría asistido a la primera exposición individual del discípulo díscolo con la sospecha de que el disgusto ante las obras lo haría irse por anticipado. Sin embargo, lo esperó a la salida. “Haciendo lo contrario de lo que le enseñé, usted ha hecho una pintura que le dio gran resultado. Me ha dado una lección”, le habría dicho Butler. Y es que Noé hizo de la búsqueda de su propia estética un derrotero singular, que si bien permite anclar su evolución artística en diversas corrientes del último medio siglo, define su inserción a partir de diferencias inasimilables.
Rápidamente se lo circunscribe y acota a la Nueva Figuración, que desde 1961 animó junto con Ernesto Deira, Jorge de la Vega y Rómulo Macció, pero también es claro que en su obra hay un exceso que trasciende aquel marco de referencia, aunque nunca dejó de tenerlo como base. Allí el lenguaje de las experiencias críticas de las vanguardias fue probado en la interrogación por las vicisitudes históricas del momento. En ese sentido, su obra Introducción a la esperanza, de 1963 –perteneciente al patrimonio del Museo Nacional de Bellas Artes–, resulta paradigmática: “Mano limpia”, “Vote fuerza ciega”, “Cristo habla en el Luna Park” y “Mujeres” son las consignas de esa pieza fundacional que, a la vez, es cuadro, collage, pintura, instalación compuesta por nueve telas enmarcadas, en la que emula una manifestación como las que anunciaban la turbulencia de los años 60.
Desde esa encrucijada cultural, ha incursionado en otro registro de la vida artística: la escritura. Pues Noé pertenece a la rara clase de artistas que poseen una profunda reflexión teórica sobre el oficio, que prolonga en sus ficciones. No sólo en sus ideas sobre la praxis artística de las que procede Antiestética (1965); también, en la experimentación literaria y política de Una sociedad colonial avanzada (1971) y Recontrapoder (1974) o, más recientemente, en Noescritos sobre eso que se llama arte (2007).
De esos agudos momentos, atravesados por la sombría coyuntura del país, no salió indemne: promediando los años 60, dieron paso a un fuerte período de cuestionamiento y abandono de la plástica, a la que retornó una década más tarde. Noé vivió en Nueva York entre 1961 y 1962; en 1976, durante los primeros meses que siguieron al inicio de la última dictadura militar, se trasladó a París, y regresó a la Argentina en 1987, donde vive y trabaja actualmente.
Los convulsionados años 70 signaron su obra con el ensamblado de texturas, telas y objetos en el relato del destierro, desde donde, desplegando su desaforado expresionismo pop, ejerció la crítica de los poderes. Aunque Noé interpela tanto la trama política como, sobre todo, los momentos que la constituyen en el seno de la sociedad civil.
Así, la idea de fragmentación del sujeto posmoderno y su articulación con los mass media convive en sus trabajos con la ampliación del espacio a otra dimensión: sus instalaciones pictóricas reclaman –construyen– una ácida percepción del presente, obligando a quien las interroga a ejercitar otra mirada, descolocada, lateral, incómoda, fuera de escala y razón.
En 2009, el Bellas Artes presentó en sus salas las dos enormes pinturas de Noé que constituyeron el envío argentino a la Bienal de Venecia: La estática velocidad y Nos estamos entendiendo. Su riquísima y vasta trayectoria suma ahora esta nueva exposición en el Museo, con curaduría de Cecilia Ivanchevich, que demuestra la vigencia del artista, porque las cuestiones que Noé pone a consideración a través de sus obras no buscan dar respuestas coyunturales ni cerrar temas, sino, por el contrario, multiplicar las preguntas y los puntos de vista.
*Director del Museo Nacional de Bellas Artes.