Coincido en Buenos Aires con Bruni Burres, directora del Festival Internacional de Cine de Derechos Humanos, que Human Rights Watch organiza anualmente en Nueva York y Londres, el más importante del mundo en esa especialidad. Los derechos humanos se suponen universales y HRW, como su colega Amnesty International, se ocupa de denunciar, sin distinguir nacionalidad, raza, religión, orientación sexual ni color político, las tropelías que a diario se cometen en todo el planeta. Sin embargo, Bruni se manifiesta alarmada porque no es tan así. Es decir, mucha gente piensa que la persecución a las minorías, los abusos de poder y las restricciones a la libertad de expresión sólo son repudiables si ocurren en determinados ámbitos y no en otros. Así es cómo hoy, en los Estados Unidos, está mal visto que HRW denuncie como crímenes de lesa humanidad las atrocidades cometidas por el ejército israelí en el Líbano y los territorios palestinos. Apenas se sugiere que la política de Israel hacia los palestinos no es la propia de un país democrático, comienzan las acusaciones de antisemitismo.
Si cierta derecha niega y boicotea las denuncias contra Israel, agrega Bruni, cierta izquierda hace lo mismo contra las que tienen como objeto el autoritarismo del régimen cubano. Mucha gente actúa como si la longeva dictadura de Fidel Castro fuera invisible, la isla un enclave libertario y su jefe un benefactor de la humanidad al que se debe tratar cariñosamente de “comandante”.
Burres se sorprende, un poco ingenuamente, de encontrar las mismas actitudes en la Argentina. Vino a Buenos Aires para presentar una selección de las películas de su festival en la Sala Lugones. Allí, hace un año y en el marco de otro festival, las películas del cineasta Eyal Sivan fueron objeto de una protesta formal por parte del embajador israelí. Esta vez, y desde un lugar inesperado, la intolerancia tuvo por objeto a la propia HRW. La periodista María Núñez, que tenía a cargo la tarea de difusión del evento, se encontró con que el texto que lo anunciaba fue rechazado por la Agencia Nacional de Comunicación. La ANC es poco conocida pero opera desde 1999 y depende de la UTPBA, el sindicato de los trabajadores de prensa. Ese medio publica notas e información en su portal de Internet y las hace circular en redacciones locales y latinoamericanas. En una carta a Burres, Núñez explica que la razón invocada por Héctor Corti, el coordinador de la agencia, es que la ANC “no mantiene una buena relación con HRW”, porque “no comparte su postura con respecto a Cuba y Venezuela”.
Una mirada a la página de la ANC muestra que su relación con Cuba y su gobierno es estrecha. Allí se reproducen numerosos artículos del periódico oficial Granma, la versión mejorada del legendario Pravda, y un ejemplo imbatible de obsecuencia periodística, con su retahíla de buenas noticias, actividades de los funcionarios y arengas patrióticas. “Los periodistas cubanos sabrán poner su talento como cronistas de su tiempo, como soldados para pelear hasta la victoria si la patria es agredida” es sólo una de ellas pero ilustra bien el estilo.
La carta de Núñez termina afirmando que la ANC ha cometido un acto de censura. Siempre es difícil entender el desdoblamiento de ciertos individuos entre periodistas y censores. Aún más difícil es entender que un sindicato, cuya defensa de la libertad de opinión es esencial a su existencia, practique oficialmente la censura cuando dispone de un medio.
La página de la ANC celebra la reunión que las autoridades de la UTPBA y su referente latinoamericano FELAP mantuvieron el 16 de este mes con una delegación de la Asociación Nacional de Periodistas de China, presidida por el funcionario oficial Lan-Yi. Resulta tentador preguntarse si estos lazos solidarios con la burocracia de prensa china impiden también que se hable en la ANC de la implacable censura de ese país.