Un muchacho aparece como un canillita junto a Carlos Gardel en El día que me quieras, filmada en New York, en 1935.
Ese joven era Astor Piazzolla (1921-1992). Originario de Mar del Plata, se crió en la ciudad de la Estatua de la Libertad. A los ochos años, su padre le obsequió un bandoneón de 18 dólares. Desde entonces, nació su amor por el tango. El tango que refundaría luego como “tango progresivo”, “tango de vanguardia” según sus admiradores; su “asesino”, según sus detractores. En su camino creativo, la ciudad de Buenos Aires es esencial fuente para su inspiración musical.
Tiempos neoyorkinos
Durante su crianza en Nueva York, al italiano y el español, Piazzolla le agregó el inglés. Una malformación en sus piernas lo alejó del deporte. Luego de que su padre le regaló su primer bandoneón buscó en vano alguien que le enseñase a tocarlo en la urbe sobre el río Hudson. Imposible. Por lo que recorrió con sus dedos los botones de su instrumento, sin cansancio, para conseguir algunas notas coherentes.
Solo al volver a Mar del Plata, un inmigrante italiano, que liberaba acordes en la confitería Múnich, le dio una primera enseñanza. Regresó luego al West Side neoyorkino.
El destino empezó a tocarle los hombros cuando parado en la ventana de su hogar norteamericano, escuchó una música que venía de una casa cercana. Era Bach revivido por el piano del húngaro Bela Wilda. Wilda lo animó a buscar el deleite y la perfección musical. El amor por Bach nunca lo abandonó.
Piazzolla había conocido a Carlos Garles en Manhattan en 1934, cuando “el Zorzal Criollo” estaba filmando una serie de películas para Hollywood. Luego de hacerlo participar en El Día que me quieras lo invitó a su gira por América. Su padre no se lo permitió. Era demasiado joven. Esto salvó su vida y su música. Porque durante ese periplo Gardel y toda su compañía murieron en el accidente aéreo en Medellín, el 24 de junio de 1935.
Sus años infantiles fueron en el New York de la ley seca, de Eliot Ness, de la mafia y la violencia, y del vagabundear entre calles y billares clandestinos. Todo aquello lo moldeó con cierta aspereza de carácter, con la resistencia para no intimidarse ante los agravios de quienes querrán sepultarlo cuando desempolve el tango y lo convierta en faro de vanguardia. El arte neoyorkino de Elia Kazan o George Gershwin, sumado al tango de herencia familiar, terminaron por modelar su primera cosmovisión. Así Nueva York y Buenos Aires, y luego París, se fundirán en su música ecléctica.
En Buenos Aires
En la ciudad frente al más ancho río, le atrajo Julio de Caro. Y sintió admiración por los bandoneonistas Pedro Maffia, Pedro Laurenz y Aníbal Troilo. El tango ya lo habían atrapado, pero también la música clásica. En 1940, visitó la Argentina el famoso pianista Arthur Rubinstein. Este se alojó en el Palacio Álzaga Unzué. Piazzola no se amilanó. Fue a visitarlo. El músico consagrado lo recibió. Escuchó un concierto para piano que le llevó. Le aconsejó estudiar seriamente música. Entonces, empezó su aprendizaje clásico. Así recibió lecciones de Juan José Castro, y del gran Alberto Ginastera. Y en el café Germinal se solazaba escuchando a Troilo, lo contemplaba como “si fuese un Dios”. En su orquesta debutó en 1939. Y a Troilo le dedicó luego la Suite Troileana, que incluye la composición Whisky, en 1975.
Desde sus comienzos, Piazzolla desbordaba inquietudes creativas, incluso más allá de la música: mucho le atraían las innovaciones artísticas del cubismo, el arte abstracto o el surrealismo, en parte por la influencia de su esposa Laura Escalada, con la que tuvo dos hijos.
Sus arreglos para la orquesta de Troilo eran complejos, destinados a la escucha, no al entretenimiento. Transitó por otras orquestas y adquirió fama de gran instrumentista. Pero comenzó también su insuperable desacuerdo con el tango de la vieja guardia. Su amigo Lalo Schifrin, antes de su partida a Estados Unidos y de su música con el trompetista Dizzy Gillespie, y de su célebre tema de Misión Imposible, para reconfortarlo le aseguró: “Astor, no te debe importar lo que digan ellos. Que si lo que haces es tango o no. No es tu problema, lo que vos estás haciendo es Piazzolla”.
El director ruso-americano Fabien Sevitzky, a cargo de una orquesta en Indianápolis, organizaba un importante concurso musical. En la versión de esta competición en la Facultad de Derecho, en 1953, Piazzolla participó con su bandoneón, con su Buenos Aires, tres movimientos sinfónicos, con la ayuda de Ginastera en los retoques de la composición. Su participación provocó admiración. Pero también degeneró en protestas y hasta una pelea. Innovación. Ruptura. Escándalo. El ondular de la serpiente de una revolución musical que asomaba ya entre las calles porteñas.
El despegue
El bandoneonista no siempre tuvo claridad sobre cómo batir sus alas. La seguridad en su vuelo propio y definitivo le vendrá por el encuentro en París con la compositora Nadia Boulanger, y el saxofonista neoyorkino Gerry Mulligan.
Nadia Boulanger (1887-1979), compositora, pianista, organista, directora de orquesta, profesora francesa. Según un difundido consenso fue "la mejor maestra de música de todos los tiempos". Entre sus alumnos se encuentran Leonard Bernstein, Aaron Copland, Quincy Jones, Philip Glass, John Eliot Gardiner, Daniel Barenboim, Elliott Carter. Y Astor Piazzolla.
Según el compositor, director y arregladista estadounidense, Quincy Jones: "Ella solía decirme: Quincy, su música nunca puede ser más, o menos, que lo que usted es como ser humano. A menos que tengas la experiencia de vida y tengas algo que decir de lo que hayas vivido, no tienes nada con que contribuir en absoluto.". La fortaleza nacida del tener “algo para decir” por la música fue esencial para el proyecto artístico de Piazzolla, y para la superación final de sus dudas. Ante la persona que muchos consideran una de las constructoras del sonido moderno, el músico ocultaba su pasión por el tango y el bandoneón. Lo avergonzaba, por su supuesta inferioridad respecto a la música culta.
Boulanger intuyó la vacilación del joven Piazzolla. Lo animó entonces a tocar para ella sus composiciones. Tocó tal vez Buenos Aires, tres movimientos sinfónicos. Le aseguró que ahí estaba su camino, lo alentó a no abandonarlo. El nuevo tango, o ese otro que era su música.
No se conoce con claridad cómo Piazzolla llegó hasta Boulanger. Lo cierto es que con ella estudió once meses, tres veces por semana, en encuentros de tres horas.
A la vez que acometía un aprendizaje decisivo para su futuro musical, le dio vida a una orquesta de cuerdas con Lalo Schifrin, Martial Solal, y músicos de la Ópera de París. Con ellos grabó el álbum Two Argentinians in Paris (1955). Y en su periplo parisino fue significativa su conexión con Charles Delaunay, el hijo del pintor Robert Delaunay, escritor, cofundador del Hot Club de France, abocado a la difusión del jazz; Delaunay fue también creador y director del sello Vogue, lo mismo que de la palabra “discografía”. En ese sello, Piazzolla grabó el disco Sinfonía de tango.
Y en la ciudad luz, en 1954, Piazzolla tuvo otro deslumbramiento. Escuchó a Gerry Mulligan (1927 1996), del que Delaunay lo había puesto al tanto. Gran músico neoyorkino, uno de los máximos exponentes del saxo jazzístico y del cool, quien renovó el sonido con su saxo alto y evidenció su versatilidad también a través del piano y la composición. Tocó con Miles Davis. Con el propio Piazzola conformó un famoso dúo, en Summit, en 1974.
Astor sintió fascinación ante el entusiasmo de Mulligan y sus músicos, entre los que palpitaban Chet Baker y su trompeta, y Bob Brookmeyer con un trombón a válvula. Lo impresionó sus improvisaciones, sin acuerdos orquestales, con los instrumentos en la flor de su singularidad; actitud creativa muy disímil de lo que Piazzolla estimaba como la monotonía armónica, melódica y rítmica del tango. Avizoró entonces un tango renacido por el elixir de un ejecutante que sorprenda y también encienda al oyente. El marplatense se aprestaba a romper, definitivamente, el cascarón.
Un Octeto en Buenos Aires
Piazzolla respiró el aroma parisino entre los ecos de su colega bandoneonista y compatriota Eduardo Arolas, muerto en París, la libertad del be bop; la fineza melancólica del cool, el bajo continuo existencial de Sartre en La nausea o El ser y la nada, o la pintura de Georges Braque que, en pocos años, sería el primer pintor vivo cuya obra será exhibida en el Museo del Louvre.
De París, Piazzolla volvió “iniciado en sí mismo”, en el tránsito definitivo de su destino, Así ya en Buenos Aires, en 1955 creó el Octeto Buenos Aires. Su andar más rupturista se combinará con música para películas, o sus canciones más populares con Amelita Baltar y su colaboración con Horacio Ferrer (Balada para un loco, Chiquilín de Bachín, la operita María de Buenos Aires, o Los Paraguas de Buenos Aires).
Luego creará otras formaciones, pero su Octeto fue pionero en la innovación y discordia mediante dos discos; el primero de ellos, en 1957, en el que se incluye el tema “Neotango”, anunció de la voluntad de emancipación y renovación, que confirmará luego, en 1974, por el esencial disco Libertango, cuyo título también alude a la libertad sobrevolando el viejo tango.
En el Octeto convivían los talentos musicales de Enrique Mario Francini y Hugo Baralis en primer y segundo violín; Leopoldo Federico y Piazzolla con sus bandoneones; en el piano Atilio Stampone; José Bragato en violoncello; Juan Vasallo en contrabajo, y Horacio Malvicino en guitarra eléctrica, símbolo de voluntad vanguardista en la renovación de un género, sin temores ya al rechazo o la condena de los puristas conservadores.
La ciudad música
El romanticismo avaló un tipo de música “programática”, con referencia a lo externo, con un lazo con lo que es en el espacio y su magnitud ambiental. La música así puede construir la arquitectura sonora que simboliza o identifica una ciudad. Es el caso de Nashville, Viena, Londres, Nueva Orleans, La Habana, Memphis, Berlín, New York, París.
O de Buenos Aires, en cuyo ser musical convergen el rock, su música clásica moderna con elementos folklóricos (Ginastera), y el tango, pero también su superación mediante la nueva criatura de sonido eclético, vanguardista y visceral del “díscolo” compositor y bandoneonista.
La música de Piazzolla es representación sonora de Buenos Aires. Así, Gerardo Gandini, pianista, compositor y director, que también estudió composición con Ginastera, aseguró que “si un cineasta argentino quiere hacer un documental sobre Buenos Aires, ¿con qué se inicia ese documental? Estoy seguro que con la música de Piazzolla”. O John Adams, el destacado músico contemporáneo norteamericano, autor de la ópera Nixon en China, también suscribió que los nexos de Piazzolla con Buenos Aires son como los de Tchaikovski con Moscú.
El lazo con la ciudad se construye desde la simbólica del bandoneón, anclado en la tradición musical porteña, lo cual supone afinidad y continuidad con los grandes bandoneonistas anteriores y posteriores; y al bandoneón, Piazzolla le dedicó su tema Tristezas de un Doble ‘A’. Y en lo “a lo Piazzolla” se integra la antigua milonga renacida con acentuación rítmica; la absorción de la modernidad neoclásica que incorporó de la mano de Boulanger y Ginastera; y la influencia de la música clásica, en Milonga del Ángel, en 1965, segunda parte de la Suite del Ángel, por ejemplo. Diego Fischerman y Abel Gilbert en su libro Piazzolla, el mal entendido observan allí indicios de los Conciertos Brandenburgueses de Johann Sebastian Bach, o del Concierto en Sol y el Minuet sobre el nombre de Haydn, de Maurice Ravel.
Y a las transformaciones de Piazzolla se le agregan la disonancia, la politonalidad; el ruido y efectos percusivos de las cuerdas en correspondencia con los ritmos de la vibración urbana; el glissando, y su rápido salto entre sonidos agudos y graves, o la exacerbación del ostinato y otros procedimientos de repetición; y la sonoridad del jazz, su ritmo e improvisaciones; lo jazzístico como apropiación de lo moderno, fuerza de cambio y sabor de lo “progresivo”; o el salto desde el tango-danza hacia lo solo para ser escuchado.
Modernidad, vanguardia y tradición fundidos en las mixturas del músico, en el trasfondo de los hábitos de escucha de los años 60’, de la clase media, de los intelectuales y estudiantes universitarios (los primeros en “entender mi música:, dirá); oyentes predispuestos a lo experimental, a la vanguardia, satisfecha en el medio local por las investigaciones, obras y enjundia performática del Instituto Di Tella; tiempo preparado para la música clásica contemporánea y su nervio innovador y el experimentalismo; o para celebrar al Miles Davis que fundía estilos y creaba la temperatura rítmica del jazz rock.
El bandoneón otro de Piazzolla sonaba en el punto de convergencia de grandes corrientes musicales. Y para el oyente local y extranjero, su música expresa a Buenos Aires, en una superación dialéctica del tango que, en ese superar, es lo conservado, pero desde otro modo del sonido.
Sin embargo, ese impulso superador siempre le fue reprochado. En una entrevista con un periodista mexicano, en 1984, Piazzolla expresó que, en Argentina, el “tango es considerado como una religión, una secta, en la que se debe hacer siempre lo mismo... Pero a mí se me ocurrió cambiar, estoy en contra de todo lo repetido y todo lo fácil…”.
En esas declaraciones destacó también, insistentemente, que los jóvenes eran sus grandes aliados. Y en otro encuentro periodístico con Pinky, manifestó que en el rechazo de su nueva música se sintió víctima de una “guerra de todos contra uno”.
En la ciudad y el final
Ya los títulos de muchas de las obras de Piazzolla revelan su asociación sonora con la ciudad. Música popular de la Ciudad de Buenos Aires; Las estaciones de Buenos Aires, escrita entre 1965 a 1970, con sus fusiones de Vivaldi y el neotango y, en las sugerencias posibles de la música, una impresión de los momentos del año entre adoquines mojados por la lluvia, los cementos ásperos, café, rodajas de pan, humo de cigarrillo, y la vida al pasar sobre la mesa de un bar; Buenos Aires hora 0, y el ritmo de la noche entre espíritus solitarios, las calles, los semáforos y luces de neón; Melancólico Buenos Aires, la tristeza como descenso al alma profunda compartida en silencio por los habitantes de una ciudad; ánimo existencial que se une a Adios nonino, en Libertango, “el tema más lindo que escribí en mi vida”, dijo el bandoneonista, al referirse a la despedida del padre y, acaso, a los sueños siempre rotos como frágiles cristales; y en afinidad con el inefable Oblivion, nacido como tema principal de la banda de sonido de la película Enrico V, de Marco Bellochio, adaptación libre de la comedia dramática de Pirandello, pero que desborda ese origen y que con emoción honda, y por el bandoneón como estirada serpiente de viento y fuelles, sugiere el olvido de lo que ya no se vivirá. O el vínculo con la ciudad se expresa, también, en Pasión de Buenos Aires, Oda íntima a Buenos Aires (sobre texto de Jorge Luis Borges).
Y muchos films ambientados en Buenos Aires apelarán a su música, o incluso el exilio de la ciudad, como en su banda sonora para El exilio de Gardel, de Pino Solanas. Por todo aquello, Sábato manifestó que Piazzolla generó “una revolución en eso que con un sentido amplio puede llamarse música de Buenos Aires”. Y hoy, en la ciudad, hay un teatro, una fundación y un Conservatorio Superior de Música que llevan su nombre.
Y Fuga y misterio, la primera parte de la operita María de Buenos Aires, que antes mencionamos, fue muy difundida como “cortina” musical de Tiempo Nuevo, el programa de periodismo político de Bernardo Neustadt entre 1966 a 1997; música que expresa la ciudad de velocidad rabiosa y enérgica. El largo periplo del compositor bandoneonista que, en 1989, en Camorra III, muestra toda su madurez compositiva ya casi en su final.
Elixires musicales del artista al que le gustaba pescar tiburones, y que no le tenía miedo al riesgo, al crear en otros acantilados. El músico siempre con sus dedos bailando en su bandoneón, para descifrar lo íntimo y en penumbra, o para atraer un sonido encendido, que vibra en los cuerpos con una excitación fuerte y nerviosa.
En sus dos últimos años, una trombosis lo hundió hasta su final en una cama de hospital, en Buenos Aires. Pero el genio creador de Piazzolla renace, una y otra vez, en su música. Y con su bandoneón encendido nunca deja de hablarle a un atardecer melancólico, desde una calle en la que rueda la luna.
(*) Esteban Ierardo es filósofo, docente, escritor, su último libro La sociedad de la excitación. Del hiperconsumo al arte y la serenidad, Ediciones Continente; creador de canal cultural “Esteban Ierardo Linceo YouTube”. En estos momentos dicta cursos sobre filosofía, arte, cine, anunciados en página de Fundación Centro Psicoanalítico Argentino (www.fcpa.com.ar), y cursos y actividades anunciados en su FB.