Desplomados como estamos sobre el lecho caldoso del río, suspendida la felicidad entre paréntesis, nos dejamos llevar, corriente abajo, como troncos. De manera sincronizada, introducimos aeróbica, activamos las aspas para elevar el cuerpo, cogotear y así rescatar aire en dosis. De cada lado del río se esparce un denso tejido vegetal hecho de juncos, sauces, sarandíes, ceibos. Entonces las fachadas vivas de las casas quedan atrapadas detrás de ese cerco que las vuelve intermitentes y delgadas, apenas si llegan al río convertidas en reflejo. Los muelles de madera, algunos de ellos despellejados por el agua o por la desidia, se suceden conforme el descenso.
Las pocas lanchas que por allí pasan pliegan a su paso la placa mansa fabricando jorobas líquidas que rompen en la orilla.
Es uno de los pocos sonidos que se acercan. El motor de los botes, el bicherío del entorno y el aleteo tartamudo de Darío, que marca el ritmo clac-clac-claclá, nuestro pulso vital para llegar a la meta. Luego de remontar los primeros cuatro kilómetros de esta maratón acuática, decidimos separarnos del enjambre, de manera de fabricar nuestro propio itinerario. Darío ha nadado esta competencia otras veces, abrigado en cada recodo del Paraná; se enfoca devoto en las coordenadas exactas que nos deposite sobre las correntadas que nos empujarán hacia adelante y aliviarán el esfuerzo. De súbito detiene la marcha y nos quedamos así, planchados, dejándonos llevar por la curva dinámica, la contención vital de la placenta primaria. El río que todo lo traga y reconvierte.
Me tranquiliza verlo escanear el entorno con el radar sensorial afinado. Desde donde estamos se obtienen unas vistas espléndidas del patio interior de una casona imperial. Allí conviven, junto al cerco vivo, bancos de piedra dispuestos en coreográfico sentido, dos castaños en flor y un conjunto de cipreses enconados por el arte de la jardinería. Darío señala con el índice: mirá. Un equipo entero ha claudicado; son siete los nadadores extenuados, extirpados del agua para ser trasladados a la enfermería. Uno de ellos sucumbe cabizbajo frente al ramalazo fértil del desánimo. Tironeado de los grises, mordiéndose las uñas. Nosotros seguimos.
Ahora con movimiento elástico, Darío acompaña el cabeceo con indicaciones. Ha monitoreado el cambio de la corriente que aflora a unos doce metros de donde estamos; debemos estirarnos hasta ella. Restan siete kilómetros para el final de la competencia y si no lo logramos tendremos que pedir asistencia. (Como Michaux, Darío rema. Ahí, en este edén elástico, agreste, en la opresión del humedal que es refugio de tantos, sobre todo de los que escapan de sus propias sombras. Él rema. En el río que todo lo traga y reconvierte. El criminal diagnóstico de cáncer a los cuarenta años, la obsesión por el tiempo. Desde entonces negar el imperativo de la felicidad plástica que arrincona a encaminarse dentro de un punto medio de consumos, la regulación perversa de los goces. Me obsesiono por ir más allá, víctima de un pequeño viaje sentimental: ¿Cuáles serán sus tentaciones? ¿Es feliz ahora, conmigo, nadando juntos por prepotencia del coraje? ¿Qué lo frustra?) Pasan los minutos, las carnes deshilachadas, músculos tensos, las contracturas brotan como el trigo. La macana es que la ventolina matinal ha sido devorada por un calor generoso que aploma la atmósfera. Finalmente, y luego de casi dos horas de meter mano y pierna en el raudal chocolatoso, llegamos a destino. Rápida hidratación, abrazos. No contengo las lágrimas. Él, en cambio, arrima sereno la humanidad para regalarme una frase maravillosa de Ibn Sina (Avicena), el notable médico, filósofo y vasto etcétera, chiita (980-1037): “La imaginación es la mitad de la enfermedad, la tranquilidad es la mitad del remedio, la paciencia la mitad de la cura.”