CULTURA
BIOGRAFA DE MICHELLE BACHELET

Primero víctima, después presidenta

Hace dos semanas la presidenta de Chile, Michelle Bachelet, volvió a atravesar el hoy clausurado portón de la Villa Grimaldi, ex campo de tortura clandestino de la dictadura de Pinochet, convertido en el primer centro de exterminio recuperado en América latina por acciones de la sociedad civil, por el cual, 31 años atrás, ingresó junto con su madre, Angela Jeria. La periodista argentina Julia Constenla acaba de publicar la biografía de la mandataria chilena, y en ella revive aquellos días. Galería de fotos

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VIDA, PENURIAS Y GLORIA DE MICHELLE BACHELET. La periodista agentina Julia Constenla acaba de publicar la biografa de la presidenta chilena, en el libro da cuenta de los das de secuestro durante la dictadura de Pinochet. | Cedoc
Angela Jeria, una mujer que no se permite desmayos, quedó viuda teniendo cuarenta y seis años. Sabiendo a su hija en constante peligro no podía permitirse el lujo de bajar los brazos. Siguió cursando sus estudios de antropología, trabajando en la universidad y sobre todo tratando de ayudar a quienes lo necesitaban. Era incansable buscando refugio para los perseguidos, solicitando ayuda para los que elegían el exilio, acompañando el dolor de los deudos que ella conocía muy bien.

Michelle construía una relación amorosa con Jaime López Arellano, con quien compartía una azarosa militancia en la clandestinidad. El Partido Socialista y el Partido Comunista trataban de reorganizar sus estructuras a pesar de que a mediados de 1974 la mayor parte de los integrantes de la conducción estaban presos, exilados o muertos. Carlos Lorca era uno de los dirigentes del Comité Central del PS.

Los compañeros y también los amantes se veían en citas subrepticias, de escaso tenor romántico, casi siempre acordadas para recibir información, planificar tareas. Ya no gozaban en esos encuentros furtivos de las canciones de Violeta Parra, no podían permitirse discutir Rayuela de Julio Cortázar, cuya lectura habían compartido en días que parecían tan lejanos. El ritmo bailador que los hacía llegar a la madrugada cansados y contentos era un olvidado deleite. La vida, en sus estrechos límites, giraba alrededor de qué hacer y cómo hacerlo. No podían ni llorar a los muertos ni consolar a los deudos. No había alegrías que los desvelaran. Hasta los debates llegaban a ser enconados y las disidencias agrandaban antagonismos que en otros tiempos habían sido interesantes polémicas teóricas. En ese entonces se trataba de sobrevivir y de llegar a algún puerto seguro para ir adelante. El toque de queda, las miradas oblicuas, los temores continuos, las noticias inciertas tramaban una angustiosa red dentro de la cual era una audacia
inaudita tratar de sonreír. Michelle tenía veintitrés años pero rara vez iluminaba su cara fresca la luz de la sonrisa.

Jaime López Arellano era uno de los encargados de mantener las trabajosas relaciones con el exterior. Así pudieron enterarse de que el 30 de septiembre fue asesinado en Buenos Aires el general Carlos Prats, que se había refugiado en Argentina contando con la protección del general Juan D. Perón, quien le pidió a José Ber Gelbarg que lo empleara en una de sus empresas. Durante su estadía en Buenos Aires publicó algunos artículos sobre política internacional en La Opinión firmando con el seudónimo de Aristarco. Muerto Perón perdió sostén. Al regresar de una cena en casa de Ramón Huidobro, todavía embajador de Chile, bajo el auto en que viajaba con su esposa explotó una bomba. Carlos Prats y Sofía Cuthbert murieron en el acto. El siniestro Plan Cóndor cobró nuevas víctimas.

En la vida de Angela y Michelle Bachelet todo parecía cambiar. Muerto su padre, Betingo pasó a ser Beto sin diminutivos afectuosos, con frecuencia lo nombraban sólo con un austero Alberto. Siempre fue un hijo y un hermano con quien se podía contar, un apoyo aunque estuviera lejos. La memoria de chapuzones en los frescos ríos de montaña, las caminatas junto al mar, el sol en las cumbres, la mesa familiar y sus sabores, los sonidos de la infancia, todo lo que fuera parte esencial de sus vidas estaba instalado en una memoria que los tres resguardaban celosamente. En enero de 1975, seis años después de su partida para Australia, volvió a Chile, Patricia Espinosa Bachelet para que sus dos hijos –Cristián de seis años, nacido en Santiago y Andrés de cinco años– conocieran a sus abuelas y el país de sus padres. Patty quería visitar a algunas amigas con las que se carteaba regularmente y contarles de ese mundo distante, atractivo donde podían vivir con algunas estrecheces y sin ningún sobresalto. Angela trataba de facilitar esos encuentros amistosos. Quizá para asomarse a la sombra de una vida doméstica, le propuso a su nuera que Cristián y Andrés pasaran un fin de semana con ellas, para que Patty pudiera compartir un par de días con amigas de la infancia. El 10 de enero, antes de que pudiera desayunar, Patty recibió una llamada de su suegra pidiéndole que fuera inmediatamente a su casa. En 2005, entrevistada por la periodista Noelia Zunino, Patricia le contó que al llegar al departamento, dos hombres vestidos de negro esperaban que se llevara a sus hijos para detener a su suegra y su cuñada. Angela le pidió que llamara a su cuñado y Michelle que le avisara a su amiga María Eugenia Rojas, la hija del escritor que cobijó la orfandad de su madre. Esperando probablemente que se pusiera en contacto con Gladys Cuevas, en cuya casa se escondía su enamorado Jaime.

Los secuaces de la DINA no fueron violentos al detenerlas. Les informaron que las retendrían muy poco tiempo y desaconsejaron llevar ropa. Partieron con lo puesto, vestidos livianos para estar en la casa. Mientras se preparaban para salir sonó el teléfono y Michelle se apresuró a levantar el tubo. López Arellano llamaba para tener noticias. Ella le dijo que estaban saliendo porque una amiga llegada de Dinamarca las invitaba a desayunar. La clave ingenua no fue detectada por los captores, pero para los compañeros fue clara la intervención de la DINA. A Michelle y su madre les vendaron los ojos y las metieron dentro de un coche. Ambas trataban de identificar sonidos, intuir el recorrido posible, los cruces, para saber cuál podía ser el destino que las esperaba.

En noviembre de 2005 el general Manuel Contreras admitió ante periodistas que Pinochet personalmente le dio la orden de arrestar a Angela Jeria y Michelle Bachelet, informándole que era un pedido personal de Leigh, quien le había indicado que las trasladaran directamente al GAG. Contreras, por razones que no aclara, decidió consignar a las detenidas al general Otaíza, jefe de inteligencia de las FACH. Los dos hombres de negro que las detuvieron las llevaron directamente a Villa Grimaldi, un recinto secreto de detención y tortura. Allí aparentemente funcionaba la Brigada de Inteligencia Metropolitana, en el verano del 75 la BIM estaba a cargo de la represión interna en Santiago. En la amurallada residencia con su torre, sus casas dispersas en el amplio terreno, fueron torturadas la presidenta y su madre. Ese lugar de horror fue recuperado en democracia. El perdón y la memoria le han dado un nuevo nombre: Parque por la Paz.

Cuando bajaron del auto que las trasladó a Villa Grimaldi, las separaron sin dar explicaciones ni hacer constar en papel alguno su detención. A Michelle la llevaron a una de las casas donde compartió poco más de una semana con ocho compañeras a quienes no conocía. Entre ellas estaban Mónica Villanueva, que tenía sólo dieciséis años, Patricia Guzmán, María de los Angeles Salinas y Lucrecia Brito. Años después hablando de la detención de Bachelet, Brito dijo en diversos reportajes que siempre Michelle se mantuvo serena, recuerda que: “Ella entró muy tranquila y de inmediato entabló con todas una relación que todavía dura entre las sobrevivientes”. Los secuestradores les daban drogas sedantes para evitar gritos y rebeliones, pero pronto entre ellas acordaron no tragar las pastillas para usarlas sólo cuando el dolor fuera insopotable. Reservaban trozos del escaso pan que recibían para alimentar a las compañeras exhaustas después de una sesión de golpes y torturas. Michelle curaba las quemaduras de las que regresaban de sufrir “la parrilla”, una tortura con electricidad a la que no fue sometida. Al llegar le contaron que para festejar el año nuevo los oficiales de guardia habían llevado a sus habitaciones a cuatro mujeres, dos estaban embarazadas. Querían que “los divirtieran”. Trataron de hacerlas bailar, las desvistieron y borrachos las violaron. Lucrecia Brito pudo evitar ese oprobio porque al señalarla comenzó a vomitar. Los golpes más duros que recibió Michelle se los propinó el tristemente famoso Osvaldo Romo.

En Villa Grimaldi, todos pasaban la mayor parte del tiempo encapuchados o con los ojos vendados, pero habían aprendido a espiar bajo las vendas. Un día alertó a Michelle un vozarrón que creyó reconocer mientras gritaba nombrando entre improperios a Clodomiro Almeyda como una de “las ratas que huían”. Era un viejo amigo de su padre, el general Contreras, quien siempre negó la presencia de Michelle en Villa Grimaldi. Las nueve personas maltratadas que intentaban sobrevivir en una sórdida habitación pudieron allí compartir el pan y el miedo, lograron conversar como si fueran sólo un grupo de amigas hablando de esas cosas que hablan las mujeres. Las llevaban al baño en grupo dos veces por día. Al oír el chirrido de la puerta abriéndose empezaba el terror. Salir solas significaba el infierno. Un día sacaron a Michelle del cuartucho y la subieron a un auto donde estaba encapuchada otra mujer. Con su adquirida habilidad para espiar bajo la venda alcanzó a ver un sucio pantalón que conocía. Sentada al lado estaba su madre. Cuando las hicieron bajar y las instalaron en celdas contiguas pudieron verse después de haber pasado por la antesala del infierno. Las llevaron al centro de detención de Cuatro Alamos, donde permanecieron doce días juntas.

Apenas llegó Angela a Villa Grimaldi fue metida dentro de uno de los cajones de setenta centímetros por setenta centímetros y dos metros de alto instalados en la torre. Allí permaneció una semana casi sin moverse; a los seis días la sacaron para ir al baño por una puertita que sólo podía usar de rodillas. Por ese agujero le hacían llegar algo de comer, si tenía sed casi siempre la obligaban a beber agua salada. Madre e hija han denunciado la existencia de campos de tortura en sedes de denuncia oficiales. Siempre tratan de evitar detalles de lo padecido. Décadas después, solicitada por periodistas, Angela Jeria contó algunos momentos que la hicieron dudar de la condición humana de sus captores. No ha podido olvidar su angustia cuando “Me hicieron salir del cajón para llevarme a un patio donde estaban unos quince jóvenes desnudos a quienes obligaban a masturbarse mientras los soldados y los oficiales los golpeaban, reían y bebían”. Angela no tuvo que soportar la parrilla. La golpeaban frecuentemente en la cintura y los riñones. Un oficial, Marcelo Morén Brito, trataba de manosearla al pasar en sus guardias nocturnas. Curiosamente, después de muchos años encontró a ese cruel y procaz sujeto en el ascensor de su edificio. Vivían en la misma casa de departamentos. Lo miró y al reconocerlo le hizo saber que lo recordaba de Villa Grimaldi. No hubo gritos ni reproches, tal vez una mirada fría. Morén Brito se mudó de esa casa.

Una semana después de llegar a Cuatro Alamos le entregaron a Michelle un poco de dinero sin darle ninguna explicación, la hicieron entrar a un auto con los ojos vendados y luego de un corto recorrido la abandonaron en una calle desconocida. Se acercaba el toque de queda. Era urgente encontrar un teléfono, llamar a su tío y lograr que la llevara a algún lugar más o menos seguro. Esa noche durmió en casa de una media hermana de su padre, una persona completamente ajena a actividades políticas. Croquevielle seguirá solicitando apoyo a personas escasamente dispuestas a lograr la libertad de Angela. Desde la mañana siguiente Michelle también se movilizó. Lo primero que hizo fue dirigirse al Centro Intergubernamental para las Inmigraciones Europeas que ya había facilitado algunas salidas del país. Comunicándose con su hermano Alberto supo que el gobierno de Australia podía ofrecerles refugio oficialmente y lo instó a lograrlo. Reinició los contactos con los compañeros socialistas y volvió a encontrarse en la clandestinidad con López Arellano. Poco antes de partir pudieron pasar unas horas a solas. En esa peligrosa intimidad volvieron a prometerse seguir luchando y amándose para encontrarse alguna vez en algún lugar del mundo.

Luego de tres semanas los esfuerzos de familiares y amigos en el país y las movilizaciones en el exterior lograron que la viuda del general Bachelet y su hija partieran rumbo a Sydney. Se encontraron en el aeródromo de Pudahuel y las unió un largo, silencioso abrazo. Los parientes más próximos las acompañaron hasta el momento que despegó el avión. Otra vez miraron juntas como se alejaba la adusta mole de los Andes y divisaron desde el aire la extensión azulada del Océano Pacífico. Las cinco horas que duró el viaje hasta la isla de Pascua las pasaron recuperando el diálogo interrumpido. Durante esa escala técnica estuvieron dentro del avión porque la isla es territorio chileno y ellas seguían formalmente presas. La segunda escala fue en Fiji, allí pudieron hacer una breve salida de compras. En la capital del archipiélago coralino adquirieron unos collares para regalar y un vestido hindú de seda a cuyo encanto no pudo resistir Michelle, una joven de poco más de veinte años que volvía a sonreír. Iba a encontrar a su querido hermano, abrazar a sus sobrinos, preparar un almuerzo, nadar en la playa, estudiar, seguir haciendo política. Simplemente vivir.

Ni Michelle Bachelet ni Angela Jeria esperan o admiten reconocimiento por lo que padecieron entonces. En sus discursos como funcionaria y durante la campaña electoral la Presidenta ha repetido que prefiere el perdón al resentimiento, pero también aclara que tiene buena memoria. Cuando ella o su madre se refieren al espanto vivido tratan de socializar la experiencia, hacer notar que otras personas sufrieron más, como si despersonalizar el horror pudiera hacerlo más soportable.