No existe oráculo cultural capaz de predecir el ganador del Premio Nobel de Literatura. Esa parece ser la premisa de estos últimos años, acrecentada por el golpe de timón que la Academia Sueca hizo público al suspenderlo luego del escándalo sexual y de tráfico de influencias en que se involucró el jurado del rubro. Hoy un comité asesor de catedráticos, que se mantiene en el anonimato, recomienda a los premiados en supuesto silencio y hermetismo obligado.
También, como todos los años, las apuestas online determinan una lista de preferencias que supone filtraciones, hipótesis académicas, chismes de agentes literarios y casas editoras. Al servicio del juego, no exento de caprichos y cábalas, el listado de escritores resulta extenso, en un ranking donde se destacan los cinematográficos doce del patíbulo en orden de apuestas acumuladas: Haruki Murakami, Ngugi Wa Thiong’o, Anne Carson, Lyudmila Ulítskaya, Margaret Atwood, Maryse Condé, László Krasznahorkai, Annie Ernaux, Don DeLillo, Jamaica Kincaid, Joyce Carol Oates y Mircea Cartarescu. Fuera y en el borde de esta clasificación queda Thomas Pynchon.
Dentro del pensamiento occidental de países centrales, la lista responde a cierta lógica biempensante, pacifista, integradora e inclusiva. Murakami representa cierta fusión cultural de la lengua inglesa en la japonesa, donde el futuro sería una diversidad en contra del totalitarismo uniforme de Corea del Norte amparado por China. El kenyata Thiong’o, quien en 2004 sufrió el escarnio de la lucha tribal genocida intestina, ingresa en la corriente anticolonialista y antiracista que tuvo su ápice combativo global (rotura de estatuas y manifestaciones), con el movimiento Black Black Lives Matter. Carson, Ulítskaya, Atwood y Condé, forman el grupo de mujeres talentosas, empoderadas, con obra que enfrenta al machismo hegemónico. Hasta aquí la lógica según parámetros del mercado.
Si el criterio lo aplicara un lector omnisciente, universal, incluso crítico, el panorama sería más radical. El juego tomaría otro tono y los enumerados invertirían el sentido: Pynchon sería el merecido candidato indiscutible, seguido por Krasznahorkai, Oates y Cartarescu.
El invisible escritor norteamericano (fóbico a la fotografía en la era de la imagen), representante de la contracultura de post guerra, negado por los talleres de escritura creativa puestos en boga por las universidades de habla inglesa (originados como respuesta al prestigio intelectual izquierdista durante la Guerra Fría), cuyas novelas de carácter oceánico como Contraluz, Mason & Dixon y Vicio propio, así como sus primeras, generan una corriente de reconocimiento tanto poético como musical, se convirtió en un compendio histórico de una lengua por fuera del circuito imperial de reconocimiento.
En la misma línea, y como enlace con la contracultura europea, el húngaro Krasznahorkai sería un serio candidato al Premio Nobel de Literatura, si bien no goza de la traducción global, sus novelas llevadas al cine con Béla Tarr se encuentran en el rango del fenómeno artístico irrepetible: Tango satánico y Melancolía de la resistencia. Un último gesto de grandeza sería que ambos lo compartan, como reconocimiento a la cultura interior tanto americana como europea, entre ácrata y naturalista, anverso del poder desaforado.
El tercer criterio es la agenda política global donde aparecen otros mencionados en la lista de apuestas pero en puestos muy retrasados. Si es para contestar a la sospecha sobre el origen sintético de la pandemia global vigente, China debería contar con el premio a una disidente como Can Xue. Desde la unión entre el feminismo y la resonancia cinematográfica, la indudable canadiense Atwood es un cachetazo simbólico a sujetos mesiánicos como Jair Bolsonaro y Boris Johnson. Pero no debemos perder de vista la reciente caída de Kabul y el retorno del primitivismo talibán, allí se hace fuerte un condenado histórico del fanatismo islámico, Salman Rushdie. Si se tratara de una oposición a la avance musulmán en Europa, más precisamente en Francia, Michel Houllebecq lleva todas las posibilidades de un Nobel político revulsivo, a nivel Charlie Hebdo.
El último criterio, tan pragmático como inverosímil, provendría de aplicar el concepto “promotores de la lectura global”. Stephen King, J.K. Rowling y, más alejado, Cormac McCarthy, serían firmes candidatos al Nobel imponiendo el caudal de ventas y adaptaciones cinematográficas que acercaron a la lectura de novelas a millones de jóvenes, resultado que todos los ministerios de educación existentes nunca lograrían en lo que queda de vida del planeta.