En general uno tiende a pensar en la huida como un alejamiento del radio de convenciones, rutinas, comodidades que atraviesan lo cotidiano. Pero hay otra opción semántica: si el hombre, como sugirió algún presocrático, es movimiento perpetuo, la perspectiva se invierte: la verdadera huida, en este sentido, es el arraigo. Claro que nadie piensa en el arraigo como una forma de huida. Excepto Paula Pérez Alonso, que ahora está frente a mí en el primer piso de un café de Palermo y me habla de Pound y de la necesidad de fuga mientras le toman algunas fotos.
Su novela, El gran plan, recientemente editada por Tusquets, es una historia de abducciones y raptos –así la define también ella–, que se divide en tres partes. La primera, dominada por un tono poético que elude, sin embargo, lo artificioso, cuenta el drama de una mujer que se deja raptar por un hombre cuyo oficio es, precisamente, el rapto, y con el que mantiene una relación sin programa, ni proyectos, puesto que él “existía en la creencia de la tensión vital entre dos personas, no creía en lo complementario ni en la comodidad”, se lee al principio.
Por supuesto, y como me está diciendo Paula ahora, se trata de un vínculo muy difícil de sostener porque, en el fondo, “lo que sostiene es finalmente lo que domestica, no lo que quiere ser mantenido en su crudeza y su salvajismo”.
En la segunda parte, vemos a la mujer en el desierto de Atacama, junto a un grupo de científicos y un cineasta que está dispuesto a ofrendar, literalmente, su vida para que su película se proyecte en cines comerciales. Entre ellos hay, digamos, dos cosas en común: en el fondo, todos tratan de hacer visible lo invisible; y más en el fondo aún, sus proyectos, sus discursos, están sostenidos, como dice Paula, en distintos tipos de ficciones.
Ahora bien, en la tercera parte, finalmente, aparece el padre de la mujer: un empresario que se deja fascinar por la obra de Lévi Strauss y, en un momento, abandona a su familia y se va, casi como un etnógrafo amateur, tras las huellas de Ezra Pound, con quien al parecer habría un parentesco. Aquí, por cierto, se empieza a comprender por qué la mujer acepta a ese hombre que huye: se puede aventurar que no ha buscado más que un modelo del padre, pero no para corregir aquello que no ha podido corregir en su progenitor, como diría algún psicoanalista, sino para convivir con ello, o sea: convivir con la ausencia.
—¡En realidad yo soy el padre! –me dice Paula ahora.
Pero también confiesa que el personaje tiene muchos elementos de su propio padre, que “era un tipo que siempre hacía lo que quería, era un tipo muy egoísta, el más egoísta del mundo, pero al mismo tiempo nos dejó un legado importante, que es ir detrás de lo que uno quiere”, dice. “Yo lo aprecié ahora de grande, estando más cercana era imposible... A veces uno padece el exceso de personalidad de los padres. Uno quisiera
tener padres con menos personalidad”.
Pero la novela, según me cuenta, no nace de la ausencia paterna, sino a partir de la lectura de Pound, que a su vez la llevó a investigar exhaustivamente sobre su vida. “A mí lo que me conmueve de Pound es que el tipo después de la Primera Guerra Mundial, donde mueren muchos de sus amigos, poetas, filósofos, no puede seguir escribiendo como si nada hubiera pasado”, dice. “Entonces lo que Primo Levi dijo después de Auschwitz, si se puede escribir poesía después de Auschwitz, él lo encarnó antes, en el sentido de que sentía que no podía seguir escribiendo como si nada hubiera pasado. El tipo siente que tiene que meterse en lo colectivo, en la política, y tratar de evitar que eso vuelva a pasar”, lo que, por cierto –aclara–, lo diferencia de otros autores como Céline y Eliot, también fascistas, también antisemitas, pero cuyos proyectos eran más individuales.
Sin embargo, en esa incursión en el barro de la política –su gran plan– también advierte una enorme contradicción: “¿Cómo un tipo tan brillante, tan adelantado a su época, que hacía con el lenguaje lo que se hace hoy, podía ser tan necio y tan básico y creer que entendía de política?”, se pregunta, aunque agrega que la historia de Pound “está llena de pliegues, de espíritu de época, donde había muchísimo antisemitismo: era normal, estaba naturalizado y recorría todo el arco político: de izquierda a derecha”.
En la última parte de la novela, el personaje del padre, que no comulga ideológicamente con el autor de El ABC de la lectura, arranca diciendo: “No creas en la pureza”, “no te creas ese verso”. Y ésa es una de las claves de toda la novela, que está dada también en el drama de la escritura, porque, como dice Paula, “no hay una escritura pura que recorta el mundo, que lo ordena, que te va a contar un principio, un desarrollo y un fin”. Ella, de hecho, no entiende cómo todavía hay novelas que utilizan esos procedimientos. “En la literatura pasa algo que no se podría soportar en las artes plásticas y en la música. Si un pintor sigue pintando como en el siglo XIX sería insoportable”, dice.
Y es así: en las letras –para utilizar un término muy “Pound”–, los que triunfan son siempre, o casi siempre, los epígonos.