CULTURA
opinión

Un suicidio confortable

Jaime Durán Barba vive en un departamento de 450 metros cuadrados, donde tiene una terraza con árboles y quince mil libros.

1-11-2020-Logo Perfil
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En una entrevista publicada en Seúl, Jaime Durán Barba cuenta que desde el principio de la pandemia vive recluido en Quito sin salir de su casa. Sin embargo, el indescifrable politólogo describe esa situación como cercana a la plenitud: “Aprendí el Zoom y curiosamente creo que ha sido un año y medio de una riqueza brutal. Me he reunido con políticos, con campañas, con esto y con lo otro, he dado cursos por todos lados, he tenido una gran hiperactividad estando encerrado.” Luego agrega que vive en un departamento de 450 metros cuadrados, donde tiene una terraza con árboles y quince mil libros. Es cierto que en esas condiciones la cuarentena, el confinamiento y hasta la guerra nuclear se pueden hacer más llevaderos. Es más complicado para los que trabajan en el rubro turístico o gastronómico o para todos los que han visto cómo disminuían sus ingresos y sus posibilidades de trabajo y se dificultaban su educación, su movilidad y la atención de su salud. 

Pero más allá de las condiciones personales en las que vive, Durán Barba da a entender que el efecto de la pandemia es beneficioso. La describe como el factor que pone en evidencia la Tercera Revolución Industrial. El virus sería como el hongo que destruyó la cosecha de papas en Irlanda y provocó una gran hambruna en Europa. Sin embargo, dice el asesor electoral, el tejido social ya se había destruido previamente gracias a la máquina de vapor, un lugar que ocupan ahora la computadora y la internet. La entrevista podría titularse: “Un mundo feliz”. Desde luego, Durán Barba nunca cuestiona la manera en que los gobiernos manejaron la pandemia: más bien parece un receptor agradecido de la política comunicacional del miedo que se instaló en el planeta. Contra ella, contra las decisiones de los políticos y, especialmente, contra la ética de los burócratas científicos que los asesoraron (“doctores que, entre bambalinas y protegidos por el prestigio de sus cargos y por la ‘cientificidad’ de sus argumentos, les imponen a millones de personas medidas de corte autoritario que no se vinculan con la prevención que dicen asegurar”) acaba de aparecer un pequeño libro del biólogo y ensayista argentino Eduardo Wolovelsky llamado Obediencia imposible. La trampa de la autoridad. 

Obediencia imposible es un libro informado, pero también un libro filosófico, que tiene el valor de resistir a los jefes de Estado que proponen “sencillas y falaces soluciones a problemas muy difíciles” e instalan consignas arrogantes, hipócritas y santurronas como que entre la vida y la economía se quedan con la vida. El problema es que, desde esa falsa elección, se quedan con la vida ajena. La vida, dice Wolovelsky, no se puede defender al precio de vaciarla de sentido, de reducirla a una existencia sin dignidad. “No habrá un tiempo pospandemia, a menos que lo decidamos, a menos que  reflexionemos sobre la vida y aceptemos su cara incierta” en lugar de “refugiarnos temerosos entre cuatro paredes que, de todas formas, habrán de ser tomadas”. Y concluye: “No habrá un tiempo mejor a menos que recordemos que nos prometieron vivir maniatados bajo una nueva normalidad impuesta por la tiránica salvación de la vida.” El libro concluye con la declaración de Great Barrington, el sencillo enunciado de otro mundo posible.

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