Me tenté con la serie Gambito de dama porque las historias de ajedrez son irresistibles. Vi diez minutos y comuniqué en Twitter que habían sido los más horrendos de mis últimos años de vida. Eran grotescos: primero, una acumulación de planos efectistas y atropellados que desembocaban en un flashback. Este arrancaba en un orfelinato poblado por personajes de caricatura a los que era imposible atribuirles un modelo original. Algunos tuiteros me felicitaron por el rechazo radical, pero una mayoría aseguró que, pasada la primera media hora, el asunto mejoraba mucho. Más de uno dijo que era de las mejores cosas que había dado la televisión en tiempos de pandemia. Siempre pasa con las series. La gente asegura que mejoran, pero en realidad ocurre que se acostumbran.
Entonces descubrí que en Netflix había otra película de ajedrez, Innocent Moves (1993), que había visto hace mucho bajo el título Searching for Bobby Fischer y de la que tenía un buen recuerdo. Pero los recuerdos son malos consejeros. La volví a ver y es mediocre. Cuenta la historia de un chico neoyorquino que parece destinado a canalizar la nostalgia irreparable que produjo el alejamiento de Fischer de los tableros. Con algo de El Karate Kid (esa resiste mucho mejor el paso del tiempo), se vuelve una película pedagógica, que enseña a los padres a no exigirles demasiado a los hijos que muestran talento. Como en toda película americana más o menos reciente, su tema principal es el triunfo. Por otra parte, no hay ningún cliché cinematográfico tan poderoso como la aparición de una nueva estrella en el firmamento de la fama.
Entonces volví a Gambito de dama. Por supuesto, al rato me acostumbré y hasta me gustaron algunos capítulos. Como toda serie, aun las que tienen una sola temporada, es muy despareja, con diferencias de enfoque, de estilo y hasta de presupuesto. Tal vez, el verdadero motivo de mi entusiasmo espasmódico haya sido el uso de la música en los episodios del medio, pero también llegué a sentirme cómodo con algunos personajes, especialmente la madre adoptiva y los ajedrecistas rusos. Desde luego que Anya Taylor-Joy está muy bien (el papel debe ser el sueño de cualquier actriz joven) y el resto no desentona. Pero la historia es de un convencionalismo demoledor: genio que surge desde las profundidades de la sociedad (literalmente en este caso) y luego debe sobreponerse a sus instintos autodestructivos (en este caso la adicción al alcohol y las pastillas). Como Innocent Moves, necesita ilustrar las visiones del ajedrecista con trucos baratos. Pero, en lugar de añorar a Fischer, el personaje de Beth Harmon lo reemplaza y así se cuenta la historia del ajedrez moderno como si una mujer hubiera sido quien desafió el predomino soviético durante la Guerra Fría. Solo que la URSS que pinta la serie es un país un poco oscuro y tal vez policial, pero en donde se respeta y se ama al ajedrez mucho más que en los Estados Unidos. El final es tan apologético en ese sentido que podría prolongarse hasta ver como Beth pide asilo en la Unión Soviética, donde se la aclama como una heroína. ¿Qué mejor para esta época tan políticamente correcta que una versión de la historia feminista y un poco nostálgica del estalinismo, de sus logros culturales, de su disciplina, de la amable uniformidad de su pueblo?