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Uno de los buenos

De Belfort me traje el infinito tedio y la tristeza del lugar, pero también la intriga ante la admiración de Benoliel.

Monte Hellman
Monte Hellman | Cedoc

A los 91 años murió Monte Hellman, cineasta inclasificable que dejó apenas un puñado de películas que recaudaron poco aunque, algunas veces, fueron estimadas por los críticos. Entre ellas sobresale Two-Lane Blacktop (1971), que alcanzó cierto estatuto de culto y por la que tengo un afecto particular, ligado a una pequeña historia. En 2002, cuando yo también tallaba en el circuito de festivales, me tocó ser jurado en el de Belfort, una fea ciudad francesa, alsaciana a medias y cercana a la frontera con Suiza. Recuerdo que la experiencia fue atroz: las películas se proyectaban en un mall aislado de la civilización en el que solo estaban inaugurados los cines, de modo que no había dónde tomar ni un café. Además, las funciones para el jurado eran interminables. Cuando salíamos de allí, después de un día entero de películas, no había un alma por la calle, era como una rémora de la ocupación alemana y un anticipo de las cuarentenas que vendrían. Mientras yo sufría cumpliendo con mis obligaciones, Flavia veía las películas de una sección paralela dedicada a la velocidad en el cine, curada por Bernard Benoliel, director del festival y cinéfilo exquisito. Entre ellas, había una que lo fascinaba y también fascinó a Flavia. Era justamente Two-Lane Blacktop, que en Francia se estrenó como Macadam à deux voies, en España como Carretera asfaltada en dos direcciones (literales estos españoles) y en América Latina como Carrera sin fin, un título inspirado que daba cuenta de la película en tres palabras. De Belfort me traje el infinito tedio y la tristeza del lugar, pero también la intriga ante la admiración de Benoliel y de Flavia por una película que sonaba mágica desde el nombre: Two Lane Blacktop. Díganme si no es una caricia al oído.

Aunque recién la vi años más tarde en video, sucumbí también a esta road movie lacónica, minimalista, despreocupada, en la que el cantante James Taylor y Dennis Wilson (baterista de los Beach Boys), que se dedican a correr carreras clandestinas en un auto destartalado, se encuentran en la Ruta 66 con Warren Oates, un personaje estrafalario que viaja en un poderoso GTO. Se desafían a una carrera en la que apuestan sus vehículos y también se disputan a la muy bella y muy lánguida Laurie Bird. En realidad, no pasa gran cosa: la banda de sonido incluye Me and Bobby McGee por Kris Kristofferson, Oates se cambia el pulóver en cada escena, la chica se va con un motociclista y la película termina de golpe, con la imagen de un fotograma que se quema, como si hubiera fallado el proyector de la sala (viejos tiempos del celuloide). Two-Lane Blacktop es puro placer cinematográfico y el final me hizo pensar que Hellman identificaba la materialidad del cine con la vida misma. Algo parecido intentó en su última película, Road to Nowhere, un indescifrable y complejo thriller romántico que filmó a los 80 años después de una inactividad de veinte como director. Me gustó mucho y escribí tan bien de ella que recibí un mail del guionista, Steven Gaydos, en el que me felicitaba, no sé si por buenas o malas razones. Pero esa es de las pocas alegrías del crítico, una participación vicaria en el éxito ajeno. En este caso habría que decir que en el fracaso, que fue una inmerecida constante en la carrera de Monte Hellman.