Los supuestos en el fútbol suelen borrarse de un pelotazo. Sucedió anoche, como tantas otras, en un partido de esos que en los pronósticos no admiten análisis blandos: el primero tenía que ganarle a uno que no sumaba ni la mitad de sus puntos. No había manera de que fuera diferente, si el visitante arrastraba el envión ganador que lo situó en la punta y el otro se desangraba fecha a fecha.
Pero no. La belleza de este deporte reside, en parte, en su imprevisibilidad. A San Lorenzo, el mentado presuntamente superior, le costó un rato largo hacer pie en la cancha. Y a Quilmes, el de los tumbos continuos, le quedó cómodo el cuerpo a cuerpo. Y en ese forcejeo logró llevar el juego a un terreno impreciso, en el que Romagnoli no tenía demasiado contacto con la pelota ni Mercier quitaba ni Ortigoza organizaba. Así, el insistente Canelo destilaba algunos destellos lumínicos. Nada para tirar manteca al techo, si a su equipo no le sobra nada, pero suficiente como para crearle problemas al Ciclón. Y el gol de Bieler, después de un penal cometido por Mercier, agrandó la sensación de inseguridad en el espíritu de San Lorenzo.
Ese mismo carácter imprevisible señalado antes lo rescató. Un córner, un rechazo, un remate defectuoso y una buena terminación de Villalba le dieron el empate; un error del arquero Benítez – dejó un rebote corto– y su mala fortuna después –pateó Cauteruccio, la pelota dio en el palo y a la vuelta le pegó de nuevo a Benítez y se metió– transformaron la derrota en victoria en cinco minutos, justo antes del cierre de la primera etapa. La cuestión de los méritos quedó reducida a una broma.
Con ese lastre, Quilmes fue a remolque el resto de la noche. Y merodeó el empate en un par de oportunidades, como también Cauteruccio olió el tercer grito del Ciclón. Todo embadurnado en un desarrollo poco lucido, eso sí. Y al final, aplicando el mínimo imponible, el equipo de Bauza se fue ganador del sur.