El Gordo Soriano era un gran contador de historias. Cautivaba con relatos que por lo general condimentaba con su propia imaginación. A veces hasta narraba una versión distinta de un episodio que ya había contado. El tipo adaptaba sus propias anécdotas. Y nadie, por supuesto, se animaba a señalar las contradicciones. Cuando el Gordo hablaba la credibilidad no era una exigencia. Con el descenso de San Lorenzo ocurrió eso. Hay por lo menos dos relatos distintos de ese momento. Los dos son demoledores. Pocas escenas pueden ser tan desoladoras como el momento en el que te enterás de que tu equipo se fue a la B y estás exiliado a once mil kilómetros de tu país. Ni siquiera hay espacio para la catarsis colectiva. Así lo sufrió Soriano en París.
Hay otros momentos protagonizados por Soriano en los que San Lorenzo se mezcla con el exilio. Hace ya varios años Osvaldo Bayer contó una de esas historias. Ocurrió a mediados de los 70 y los dos vivían en Europa amenazados por la dictadura argentina. Allá compartían la pasión por los libros, la política y, claro, el fútbol. Una noche Soriano visita a Bayer en su casa en Berlín. Se hacen las 9 de la noche y el Gordo le pide hablar a Buenos Aires porque, dice, tiene que resolver algunas cuestiones con un editor que quiere publicar un libro suyo. Se encierra en la habitación donde estaba el teléfono y sale a los diez minutos. Una hora después repite el pedido. “Me olvidé de comentarle algo a mi editor”, es la excusa. Bayer, intrigado, se pone a hacer cálculos y le cae la ficha: “Es domingo, acá son las diez de la noche, por la diferencia horaria en Argentina son las cinco de la tarde, recién terminó el partido de San Lorenzo y quiere saber cómo salió”. El Gordo sale de la habitación sonriente. “Ganó”, piensa Bayer. Y lanza el reproche: “¿Cómo podés ser hincha de un equipo que tiene el nombre de un cura?”. Soriano se queda callado. Su amigo descubrió la maniobra. Sorprendido, apela a una salida rápida: “Andate a la mierda, alemán”.
A la mañana siguiente Bayer se había olvidado del asunto. Hincha de Rosario Central, entiende eso del fanatismo por el fútbol. En medio del desayuno y como si el tiempo se hubiera detenido, Soriano retoma la charla de la noche anterior y le devuelve la chicana: “Peor sos vos, alemán, que sos hincha de un equipo que se llama como ese adminículo que las viejas usan para rezar”.
Pero lo peor estaba por venir. Es el 15 de agosto del ‘81 y San Lorenzo se juega el descenso ante Argentinos Juniors en cancha de Ferro. Un tal Delgado, del Ciclón, erra un penal. Un tal Salinas, del Bicho, convierte. Es el final. Y acá entran en juego las distintas versiones. Una cuenta que Soriano siguió el partido desde la agencia France Press, cable por cable. La otra, que llamó por teléfono al periodista Eduardo van der Kooy, de Clarín, y así se enteró: “Se fueron a la B, Gordo. Un boludo erró un penal y descendieron”. No importa demasiado cuál de las dos escenas es la real. Si Soriano se enteró por un cable de agencia o por un llamado telefónico. Da lo mismo. Lo que cuenta acá es el dramatismo de la escena: el tipo está exiliado, no puede volver a su país porque está amenazado, y se entera que su equipo descendió. Pocos momentos en una vida deben ser tan desgraciados.