La ciudad se viste de celeste y blanco, pero ya no de Bicentenario, sino de “wow…, pasamos a octavos de final, no lo puedo creer, yo que siempre dije que con Maradona no íbamos a ningún lado”. Y la fiebre, esa de pintarlo todo con los colores patrios, esa misma que tiene como síntoma andar comprando cuanta chuchería haya con reminiscencia mundialista, se propaga rápidamente entre vidrieras y puestos callejeros.