España era un pianista al que interrumpen los albañiles picando piedras en la vereda de enfrente justo cuando él quiere tocar Mozart. A patadas de karate, los holandeses buscaban despojarlos de la concentración que se habían pedido a sí mismos al salir hacia el estadio. Holanda parecía encontrar una fórmula para quebrar su paciente monopolio del toque. En esta final, los españoles rindieron más un examen de temple y constancia que de fineza y capacidades. El sello de campeón estaba desde antes del mundial, pero la gloria no iba a llegar sin la necesidad de revalidación a la que el destino somete a los grandes, para que merezcan serlo.
La gran favorita parecía de un rojo desteñido en su debut con derrota frente a Suiza. Debió buscarse la vida con un nudo en la garganta durante la primera fase sin que brillara ese fútbol destellante con linaje del Barça (que les faltaba Messi, que se acobardaban en los mundiales, que vencer a Honduras no es nada). Recién en el partido frente a Chile, que los llevaría a octavos, amanecería en el espejo el rostro de sí mismos que conocían, o al menos un gentil parecido. Y ahí estaba el punto de inflexión. La crisis de personalidad estaba superada y la verdadera furia sacaría las garras. Las afilaría primero, frente a Paraguay, pero hay que decirlo: España ganó el mundial cuando jugó con Alemania. El equipo teutón fue el más imponente y el más temido de esta copa.