El fútbol argentino ya estaba muerto.
Estaba muerto desde que los dirigentes de los clubes (ponga aquí el lector el nombre que quiera: Boca, River, Almirante Brown, da igual) se aliaron con los delincuentes. Les pareció fenómeno valerse de ellos para ganar elecciones primero, vigilar en la tribuna a los que cantaban en contra después, cederles entradas para reventa más tarde y hasta darles licencia para matar, si era necesario. Y abandonar a los socios, resignados a pagar caro (los que podían) un espectáculo que no les daba siquiera un baño decente para hacer pis.
Estaba muerto desde que Julio Grondona empezó a aplicar una sola ley para todo lo que pasaba: la del todo pasa. Y entonces, su táctica de prestar dinero y que los clubes le deban fue su plan perfecto hacia la perpetuidad. Y nos enfermamos de grondonitis: el que sacaba los pies del plato iba al rincón. Nadie se oponía. Y Grondona se rió siempre de los reglamentos, dejó que la violencia reinara en los estadios y evitó los castigos deportivos a los que hacían las cosas mal. Permitió que se desbarrancara absolutamente todo: más de doscientos cadáveres se amontonaron en las canchas en los 35 años que presidió la AFA.
Estaba muerto desde que el Estado se hizo cómplice de lo peor. Y las leyes creadas ad hoc no se aplicaron, y la policía creyó que maltratar al espectador era genial, y los gobernantes aparecieron puntuales después de cada desastre para anunciar que todo iba a cambiar, aunque ni ellos mismos se creyeran la mentira. Y permitieron el desarrollo meteórico de una nueva profesión, un reaseguro para hacerse millonarios unos y otros: la de los barrabravas. ¿De qué trabaja, señor? Yo soy comerciante. ¿Y usted, que anda en auto importado? Barrabrava.
Estaba muerto desde que los hinchas supuestamente civilizados se tomaron a pecho eso de que a la cancha iban “a sacarse la bronca de la semana”. Y los cantos se orientaron hacia lo lindo que sería matar al otro, y qué bueno que el alambrado esté cerca así me arrimo y escupo al rival, y festejo más la entrada de los barras a la tribuna que la de mi equipo a la cancha, y puteo sin parar de principio a fin, y qué tontos los que no hacen lo mismo. La estupidez se contagia más rápido que la inteligencia.
Estaba muerto desde que la hombría bien entendida dejó de ser un valor entre los futbolistas. Hace medio siglo, y menos también, estaba mal visto el jugador que no se paraba rápido después de un foul. Hoy esa ecuación se invirtió. Y el vigilantismo cunde: todos corren hacia el árbitro a pedir tarjeta, penal, córner, off side, lo que sea. Y la solidaridad entre ellos se fue al descenso; las patéticas actitudes de Orion y compañía en el clásico son apenas un ejemplo. El último, pero ni siquiera el más importante. Probablemente hubiese pasado lo mismo al revés.
Estaba muerto desde que los periodistas no supimos, no quisimos, o las dos cosas juntas, entender nuestro deber. Permitimos que nos estigmatizaran como “periodistas deportivos” porque nos costó sacarnos los botines y analizar los fenómenos que atravesaban la materia desde una mirada integral. Como esos malos comentaristas de partidos, nos perdimos detrás de la pelota. Veíamos sólo la anécdota del gol, nos creímos que estaba bien discutir a los gritos si tenía que jugar tal o cuál. No cuestionamos, no interpelamos, no preguntamos. No ayudamos en nada a bajar la histeria que se apoderó enteramente de eso que decimos amar tanto.
El jueves en la Bombonera apenas le pusieron la lápida. Pero el fútbol argentino ya estaba muerto.