En Boca los planetas giran alrededor de Riquelme. El paradigma Diez es el centro de atención de una galaxia de vanidades. Erviti se va y no lo dice, pero las conexiones internas hacen el trabajo subterráneo para encriptar el mensaje: se cansó de Juan Román.
Christian Cellay también se va y, mientras acusa a Carlos Bianchi de condenarlo al ostracismo, dispara contra el blanco perfecto desde puertas afuera de la Bombonera: “Román no es un líder positivo”, dice quien no pudo encajar en ningún esquema. Tres técnicos (Claudio Borghi, Julio Falcioni, Bianchi), cero rendimiento.
El que debería equilibrar los asuntos internos es el Virrey, el tipo con espalda ancha, blindado en títulos, la estatua viviente de un Boca volcánico que, hasta ahora, considera a su entrenador inmaculado. “Está preocupado”, le dice en off a PERFIL alguien que conoce bien a Bianchi.
El técnico creyó que su muñeca mágica iba a encauzar a un club al que supo bañar de oro. Y que con su presencia volvería a alinear los planetas. Sin embargo, el primer cortocircuito lo tuvo con Riquelme. El Diez le agradeció públicamente el llamado para volver a Boca (se había ido tras perder la final de la Copa Libertadores contra Corinthians el 4 de julio de 2012 y estuvo siete meses sin jugar), pero no aceptó. Hasta que lo hizo porque, supuestamente, veía mal al equipo. En privado, criticó la actitud anterior de Bianchi de pedirlo por los medios sin consultarle previamente. Riquelme volvió, pero no es el de antes; no gana partidos como antes. El Virrey también volvió. Algunos dicen que sigue siendo el mismo. Otros, que cambió.
Un jugador que recientemente se fue de Boca comenta que Bianchi está perdido, que no se halla. Y le dijo a su círculo íntimo que el plantel vive al borde del estallido. Para no quedar atrapado por los egos, tenía su propia receta: una semana iba a comer con Riquelme y a la siguiente lo hacía con Agustín Orion. Esos detalles en Boca tienen peso propio: la intimidad repercute en la cancha.
Tensa calma. Cata Díaz fue repatriado y, antes de ser presentado oficialmente, declaró: “Ya hablé con Román y Bianchi”. Riquelme es la referencia, el capitán que trasciende la foto de la cinta en el brazo. En Boca es el hombre. El que no tiene contrapeso en el vestuario y el que, a veces, marca la agenda. “Al mediodía almorcé con Román”, dijo el jueves Angelici, el presidente que ahora se lleva bien con quien se tiene que llevar bien. Antes de ocupar el sillón más importante de Boca, Angelici había renunciado al cargo de tesorero por oponerse a extenderle el contrato a Román por cuatro años. El gusto de Riquelme fue concedido por Ameal y al delfín de Macri le quedó la espina clavada. Sin embargo, en la delgada línea entre ser y parecer, Angelici se encuentra alineado con el principal planeta.
Mientras, trata de hacer equilibrio con un tema que puede traerle complicaciones. “No es lo ideal”, reconoció ayer ante las cámaras del programa Estudio Fútbol cuando le preguntaron sobre Mauro Bianchi. El hijo del entrenador es representante e intermediario de jugadores. Por sus gestiones llegaron al club Chiqui Pérez, Ribair Rodríguez y, se dice, a través de su mano también ingresaría al club Emanuel Trípodi, el arquero de Quilmes en la última temporada.
El apellido Bianchi hace el doble juego: uno acerca jugadores, el otro los dirige. Por ahora, las consecuencias están solapadas. El presidente respira antes de contestar sobre la situación. Y los futbolistas confían en jugar, más allá de la procedencia de cada uno.
Román, el intocable, padeció las idas de Clemente Rodríguez (en conflicto con el hijo del DT) y Lucas Viatri, sus mejores amigos del plantel. Pero no se quejó. Por ahora. El mundo Boca siempre depende del más mínimo movimiento. Como en ningún otro club, puede desarrollarse la teoría del caos.