Nicolás Caputo y Mauricio Macri son amigos desde hace más de cincuenta años. Se conocieron el primer día del primer grado. Tenían cinco años y medio. Cimentaron las bases de su vínculo cuando todavía eran dos más entre los cientos de varones del Cardenal Newman. Ese colegio, adonde comenzaron a consolidar su posición social, es uno de los más exclusivos de la Argentina. Los partidos de rugby en la escuela, la disciplina que les imponían los curas, los fines de semana con horas de fútbol y salidas compartidas entre la niñez y la adolescencia anudaron la relación. Por idea de sus madres, pasaron innumerables sábados en la quinta de los Macri.
Cuando cruzaron el umbral de los 20, se buscaron el uno al otro para independizarse económicamente de las empresas de sus familias. Juntos se embarcaron en un proyecto propio –financiado por sus padres– y fundaron la compañía de fabricación de climatizadores para autos Mirgor. La idea resultó ser mucho más que un capricho de juventud. Fue un negocio exitoso que, amparado en las ventajas fiscales y aduaneras del régimen de promoción industrial de Tierra del Fuego, creció, se diversificó y multiplicó sus ganancias, gracias a la confección de equipos de aire acondicionado para hogares, teléfonos celulares y otros dispositivos electrónicos. Y aunque Macri haya dejado la empresa hace dos décadas, la sola invocación de su nombre mejoró de manera ostensible el patrimonio de Caputo: en los once meses siguientes al ballottage que llevó a su ex socio a la presidencia, el valor de mercado de Mirgor trepó 354% en la Bolsa de Buenos Aires. En esa reacción de los mercados no hubo sutilezas: en la Argentina es muy poco probable que al mejor amigo del Presidente le vaya mal.
Apenas habían pasado los 30 cuando Macri fue secuestrado por la llamada Banda de los Comisarios. En agosto de 1991 pasó doce días encerrado en una habitación de tres metros por dos, comunicándose con sus captores a través de un tubo de veinte centímetros de diámetro. En esa experiencia dramática durante la que llegó a creer que cruzaría el umbral de la cordura, eligió a Caputo para que afrontara el encargo más relevante de su vida: entregar los seis millones de dólares de rescate para que sus secuestradores lo liberasen vivo. Esas horas de angustia, incertidumbre y desesperación sellaron la hermandad. Nunca volvieron a hablar del tema. Por sugerencia de los asesores estadounidenses en seguridad que contrató Franco Macri apenas supo que su hijo estaba cautivo, los dos amigos borraron de sus charlas el episodio que, sin embargo, permanece omnipresente. No lo comentaron, no se contaron el uno al otro cómo sucedió. A partir de entonces, desarrollaron una relación que varios funcionarios de la Presidencia Macri calificaron como simbiótica. Durante los ocho años de gestión porteña, hablar con Nicolás fue la mejor manera de llegar al oído de Mauricio.
Al cruzar los 40 años comenzaron a trazar un plan que parecía imposible: la transformación de un empresario sin pasado de militancia política en presidente de la Nación. Pasaron por Boca –club al que Caputo financió para la compra de jugadores pese a simpatizar con Racing, lo que lo terminó empujando a cambiar de cuadro–, se embarcaron en inversiones deportivas de la mano de Marcelo Tinelli, aprendieron sobre campañas electorales, crearon un partido político, negociaron listas, se aburrieron en el Congreso de la Nación, ganaron elecciones, armaron gabinetes. En la primera gestión de Macri en la Ciudad de Buenos Aires, Caputo se encargó de seleccionar a los ministros que protegerían al inexperto alcalde. Cuando se sintieron preparados, decidieron apostar en grande: armaron una coalición política y electoral con quienes habían sido sus enemigos, compitieron en una elección nacional y le ganaron al peronismo en la provincia de Buenos Aires y en el país. (...)
El hombre invisible
Si hasta ahora sólo se conocían retazos de su historia es porque a Caputo le gusta pasar desapercibido. Se siente más seguro así. Considera que es una forma de protegerse y de proteger a sus hijos, a su esposa, a sus seres queridos. Creció en una de las familias que dominan la cima de la pirámide socioeconómica argentina. Su abuelo, también llamado Nicolás, fundador de la constructora, desarrolló un negocio tan rentable que les aseguró el futuro a sus hijos y a los hijos de sus hijos. Su padre, Jorge, consolidó esa fortuna. Y él y sus hermanos procuraron profesionalizar la empresa familiar, despegarse del día a día de la administración y mantener el statu quo tan favorable que sus predecesores les legaron. En la última década, convirtieron a la compañía familiar en una de las doscientas empresas más grandes del país.
Caputo nació en 1958, se casó dos veces y tiene cuatro hijos: dos varones y una mujer, treintañeros, de su primer matrimonio, y uno pequeño, que todavía no empezó la escuela primaria, con su pareja actual. Sus amigos le dicen Nicky. El suele firmar sus mensajes más personales con ese apodo. Parte de su historia se escribió en el colegio Cardenal Newman. Una institución que tuvo gran influencia en su personalidad, que determinó el círculo social y de amistades que conserva hasta la actualidad, y que le inculcó valores que considera indispensables cuarenta años después de haber egresado. Entre ellos, el bajo perfil.
Cinco meses después de haber comenzado la investigación para este libro, accedió a una primera entrevista. Venía de viajar durante algunos meses por el exterior. Las cualidades que tanto habían remarcado las personas entrevistadas sobre él aparecieron desde el comienzo:
—¡Hablaron con toda la gente que conozco! ¡No quedó ni uno! –recibió a los autores en el bar del Hotel Alvear, a las dos y media de la tarde del miércoles 25 de agosto de 2016. Era una halagadora exageración. No todos los funcionarios y empresarios que lo conocen accedieron a brindar testimonio para este libro. Sin ir más lejos, Mauricio Macri no respondió a los pedidos de entrevista.
Con ese recibimiento entrador, sin embargo, dejaba plasmado algo que fue una constante durante la investigación: muchas de las fuentes consultadas –la mayoría, incluso, aun cuando dio testimonios off the record– le advertían que iban a hablar para este libro y hasta le pedían permiso. El contacto con Caputo se fue tejiendo en esa suerte de juego. El se mostró amable y predispuesto, aunque una sombra de inquietud se coló de repente en ese primer cara a cara.
—¿Por qué quieren escribir sobre mí?
—Bueno, usted es el mejor amigo del Presidente y…
—No –interrumpió–. Mauricio tiene muchos amigos.
—Pero él lo define como su hermano de la vida.
—Ah, eso es distinto.
En su voz asomaba un dejo de ronquera. Vestía una camisa celeste, impecable, combinada con un pantalón de vestir oscuro. Llevaba una mochila deportiva, que dejó a su lado. Eligió una mesa ratona en uno de los rincones del salón, contra la pared. Desde el sillón donde se sentó se observa todo el bar del Alvear. Puntual y metódico, repetiría la mesa en un encuentro siguiente, vestiría otra vez una camisa celeste impecable y volvería a dejar la mochila a su lado. El mediodía del primer encuentro, el bar era un discreto ir y venir de mozos con platos, cubiertos y tazas de café. Ubicado en la intersección de la avenida Alvear y la calle Ayacucho, en Recoleta, es uno de los lugares preferidos de los empresarios, ejecutivos y políticos de Buenos Aires. En el resto de las mesas nadie parecía prestarle atención a ese hombre bronceado, de 1,60 metro de altura y barba de pocos días, que almorzaba lomo con papas con una copa de vino tinto. Ni siquiera el senador nacional por Santa Fe Carlos “Lole” Reutemann, que tomaba un té a dos mesas de distancia. “Mirá quién está ahí. Para que veas… Creo que es senador nuestro y ni me saludó”, hizo notar Caputo, risueño. Parece disfrutar de su invisibilidad. Reutemann, que sonó para acompañar a Macri en la fórmula presidencial de 2015, no dio señales de haber registrado al amigo del Presidente. También es posible que esa (falta de) reacción hable más del ostracismo del santafesino que de la supuesta invisibilidad de Caputo. El empresario es una figura que no pasa desapercibida para el poder, y ningún político con cintura y aspiraciones se perdería de saludarlo.
Su búsqueda de un perfil bajísimo, de todas formas, volvió a ayudarlo a caminar sin ser detectado entre los sets de televisión que las plataformas web de los diarios Clarín y La Nación armaron a mediados de septiembre de 2016 en el hall central del Centro Cultural Kirchner, durante el Foro de Inversión y Negocios Argentina.
El llamado “mini Davos” que armó el Gobierno concentró a más de dos mil ejecutivos de empresas de todo el mundo en el imponente edificio que alguna vez alojó al Correo Central. Caputo asistió al evento los tres días, ingresó por la entrada principal y atravesó el enjambre de periodistas que hacía guardia a la espera de funcionarios y empresarios. Caminó por el salón, escuchó las exposiciones plenarias sentado en la platea como uno más, siempre desde el más cómodo anonimato.
La contracara de su invisibilidad en lugares públicos ocurre cuando aparece en las reuniones del poder.
Allí todos lo conocen. En especial los ministros y secretarios vinculados a las áreas más duras y técnicas de la administración: economía, finanzas y obras públicas. Ellos lo llaman Nicolás. No usan el más íntimo Nicky. Le tienen un respeto reverencial, que quienes lo han tratado con asiduidad combinan con afecto en partes iguales.
Caputo es una persona querida dentro del Gobierno. Sólo aparece como su contrapeso Marcos Peña, aunque es una rivalidad dispar. Peña es un funcionario de creciente poder dentro del PRO, pero subordinado al Presidente. Caputo no tiene un cargo, sino algo más duradero: un vínculo de acero y afecto con Macri. Esa disparidad se vio reflejada en el momento en que el candidato definió que Gabriela Michetti sería su compañera de fórmula. Peña anhelaba ver su nombre en la boleta. Pero Caputo llamó a la entonces senadora, que acababa de perder una interna con Horacio Rodríguez Larreta para suceder a Macri en la Jefatura de Gobierno porteña y había hecho enojar a buena parte del espacio que integra, incluido el jefe. Según la versión de Michetti, Caputo fue al grano: “Sigo pensando que serías la mejor candidata. Pero antes de tirarme a la pileta, avisame si hay agua”.
Es una de las pocas personas capaces de decirle todo a Macri, sin medias tintas. Puede sugerir medidas de gobierno y realizar la crítica más descarnada a su gestión. Eso ocurrió durante los primeros meses de la Presidencia. La economía estaba en recesión, la inflación superaba el 40% interanual, los aumentos de tarifas disminuían el poder adquisitivo, y el consumo se derrumbaba. Para mantener a raya al dólar e intentar contener el avance de los precios, el Banco Central subió la tasa de interés de referencia al 38% anual y perjudicó aún más al sector productivo. Cuando el atractivo de dejar la plata en el banco crece, las inversiones en la economía real se posponen. Hombre de empresas al fin, Caputo cruzó a su amigo. “Es un disparate. Lo único que hace es que la gente ahorre guita y no invierta. A esa tasa, hasta yo coloco todo a renta. ¡Viva Sturzenegger!”, se quejó.
Alrededor de la figura de Caputo se teje un sinfín de rumores de difícil comprobación. Fueron varias las líneas de investigación que, con el correr de las semanas, quedaron truncas. Una versión muy extendida en el sector de la construcción hablaba de su ingreso como accionista a Cartellone, una gran empresa de obra pública que atravesaba problemas. Ninguna prueba permitió darle sustento a esa aseveración. También trascendió que Sadesa, su pata energética, participó de la renegociación de deuda de Impsa-Pescarmona, la empresa fabricante de turbinas para generar energía eólica. La reestructuración de Impsa permite a los acreedores hacerse eventualmente con el control de la compañía. Fuentes cercanas a esa empresa negaron que Sadesa haya participado en esta compleja operación. “Soy como el Papa, mi estampita está en todos lados”, dijo Caputo para explicar la mención de su nombre en ámbitos y negocios en los que, asegura, jamás estuvo. Pero es un tema que lo ofusca. Para remarcar el descrédito a las versiones sobre sus negocios ocultos, enfatizó: “En doce años, los Kirchner no me encontraron nada”.
No es una persona ajena a lo que se escribe sobre él. Está enterado de cada pieza periodística que lo menciona. Y procuró mostrarse sorprendido por el espacio que le dedican los medios. Intentó explicar que él no merece tanta atención, aunque resulte poco creíble. “Si yo tuviera dos centímetros de diario, escribiría… no sé… sobre la pobreza”, se quejó.
No fue una tarea fácil abrir la puerta de la investigación para este libro. Durante semanas, ministros, secretarios, ex funcionarios, dirigentes, asesores y legisladores pusieron reparos a dar su testimonio.
Algunos, incluso, compartieron anécdotas que pidieron no publicar, ya que fueron los protagonistas de esas historias y la aparición de esos relatos en este libro bastaría para demostrar que colaboraron en la recopilación de datos. Veinticinco funcionarios de los tres principales gobiernos del PRO (la Nación, la provincia de Buenos Aires y la Ciudad de Buenos Aires) pidieron expresamente no figurar en estas páginas. Un proceso similar de ablande e insistencia durante semanas tuvo lugar con los ex compañeros de Caputo y Macri en el colegio Cardenal Newman. Varios de ellos se negaron sistemáticamente a dar información. De un grupo de casi cuarenta ex alumnos, la mitad fueron contactados, pero solamente siete aceptaron contar su historia, bajo condición de anonimato. Directivos de la escuela no sólo rehusaron contar detalles sobre la educación en esas aulas, más allá de los nombres propios de los alumnos, sino que también le avisaron al Gobierno que este libro estaba en marcha.
La Casa Rosada se mostró interesada en la investigación desde ese llamado de las autoridades del Newman, aun cuando Caputo no es funcionario público ni tiene un cargo partidario. Funcionarios de la Secretaría de Comunicación y de Presidencia se contactaron con los autores para transmitir interés y se ofrecieron a hacer de nexo con el protagonista de esta historia tras intentar, tibiamente y sin éxito, relativizar la importancia de Caputo en la vida del Presidente. Entre los empresarios el panorama no fue diferente. Varios se negaron a dar su testimonio y los diez que lo hicieron pidieron estricta reserva de sus nombres. Sus aportes, de todas formas, resultaron valiosos. Permitieron construir el perfil de Caputo como hombre de negocios y también conocer el papel fundamental que tuvo en el siempre controvertido financiamiento de la campaña electoral.
Caputo, en tanto, se mostró dispuesto a contar su versión de los hechos. Parecía haber rastreado el curso de la investigación y sabía de varias de las entrevistas realizadas. Accedió a dos entrevistas presenciales de poco más de una hora cada una. En las semanas siguientes, respondió correos electrónicos y un par de llamadas telefónicas para completar consultas sobre cuestiones puntuales.
En general, no puso reparos para contar su historia. Sólo pidió resguardar la privacidad de su familia. Desde los años en el Newman hasta el secuestro de Macri, pasando por el casting de ministros que protagonizó para la primera gestión de su amigo en la Ciudad, las licitaciones de la obra pública porteña, o su papel como recaudador de la campaña nacional, cada episodio fue abordado, aunque en algunos casos su testimonio fue medido. Ante las sucesivas repreguntas sobre el origen del dinero para financiar la campaña, optó por poner un punto final: “Dejémoslo ahí. No quiero mentir”.