Esta es la historia de un discurso. Es la historia de un discurso que quisiera tener la autoridad necesaria para despistar y confundir, para hacer pasar intenciones por hechos, para que allí donde todo indica statu quo se quiera hacer ver transformación. Es la historia de las máquinas ideológicas puestas a funcionar para dotar de brillo y esplendor progresistas a los gobiernos de Néstor Carlos Kirchner y de Cristina Fernández desde que el primero asumiera la presidencia de la Argentina, en 2003. Más allá de lo incomprobable que pueda resultar, el kirchnerismo –después de una década en las cimas del poder del Estado– continúa reclamando para sí un carácter transformador, un aura progre y bien pensante, un halo que lo ubique en la historia de los movimientos nacionales que toman partido por los de abajo. Esta pretensión y los dispositivos culturales y políticos que intentan reafirmarla constituyen aquello que se ha dado en conocer como “el relato”. Un discurso estatal que señala las supuestas estrategias gubernamentales para cambiar la estructura de la sociedad argentina de aquí en más y para siempre –aunque nada de esto pueda estar más alejado de la realidad–.
Los datos son cruciales y sólo se puede concluir que luego de diez años de gobierno –que fueron acompañados por un incesante viento a favor de la economía nacional, el impulso a las exportaciones y un tipo de cambio que produjo beneficios en la balanza comercial– la estructura social sigue siendo la misma, y mismas las injusticias y mismas las diferencias de clase que establecen grietas insalvables en el cuerpo de la nación. El programa del kirchnerismo de reconstrucción de la burguesía nacional se basó en dotar de recursos a un empresariado ascendente, a la vez que brindarle las condiciones necesarias para que extraiga la mayor posibilidad de beneficios de explotación de una mano de obra barata, potenciada por la flexibilización laboral y el trabajo en negro. De este modo, el 40% de la población laboral argentina lo hace fuera de los registros oficiales, sin beneficios sociales ni obra social para ellos ni sus familias. A mediados de julio de 2013, el salario mínimo se fijó en 3.300 pesos de bolsillo, cuando las cifras de la Dirección de Estadística y Censos de la Ciudad de Buenos Aires establecían el costo de la canasta de consumo de un matrimonio con dos hijos en 6.272 pesos. Esto, sin contar los precios de los alquileres o, más en general, el de la vivienda, ni tampoco una adecuada cuota de consumos culturales y, menos aún, de reserva de dinero para vacaciones familiares. El 75% de los jubilados cobra la pensión mínima, cuyo monto se eleva a 2.461 pesos, mientras en el quinquenio que va de 2005 a 2010 la Administración Nacional de la Seguridad Social (Anses) usó 70 mil millones de pesos para pagar deuda externa y subsidios a grupos empresariales. Mientras tanto, la inflación anual supera el 25% y no llega a ser cubierta por los aumentos salariales, con la consiguiente depreciación de la capacidad de consumo de las familias obreras.
En el otro extremo de la balanza, la concentración monopólica –pese a la cacareada pelea entre el Gobierno y el “monopolio” Clarín– crece a niveles inauditos. Según cifras expuestas en un informe elaborado por la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia, que citó el economista Alejandro Bercovich en una nota publicada en Plazademayo.com llamada “Los otros monopolios”, la concentración económica en pocos grupos es una característica de la era kirchnerista. “El sector siderúrgico, con un grado de concentración ‘muy alto’, se divide en dos: chapa laminada en caliente y chapa laminada en frío. En el primer caso, el mercado nacional está ocupado por dos empresas, Siderar (84%) y Acindar (3%). Se importa el 13% restante. En el segundo, el mismo espacio está en manos de Siderar (99%) y sólo se importa el 1%. (...) En telefonía fija local, Telefónica y Telecom controlan juntas el 80% del mercado y Telmex más Iplan, Impsat, Netpan y otros de sus dependientes suman el 20%. (...) Las cervezas que se toman en la Argentina pertenecen casi todas a los brasileños de AmBev, que en 2003 compraron Quilmes y lograron la concentración del 81% del mercado. (...) De los agroquímicos para maíz y girasol, Bayer vende el 52% y Aventis, el 36%. Como Bayer adquirió Aventis en 2001, una empresa ocupa el 88% del mercado. (...) El espacio de las petroquímicas (etileno) está prácticamente en manos de PBB Polisur (93%)”. A estas cifras que expresan la concentración y la extranjerización, se debe agregar que la mentada renacionalización parcial de YPF en realidad responde al mismo patrón ya que en junio de 2013 se aprobaron los acuerdos para la asociación con Chevron, una petrolera estadounidense acusada en varios países del mundo por desastres ecológicos. El nacionalismo burgués tiene en los gobiernos de los Kirchner una de sus muestras más livianas y, en referencia a los “procesos latinoamericanos” a los que el kirchnerismo gusta adscribir, es uno de los países con políticas estructurales más conservadoras de la región.
Más allá de la elocuencia de estos datos oficiales, el kirchnerismo insiste en su carácter progresista y basa su afirmación en su política de derechos humanos, en el impulso al matrimonio igualitario y en la creación de la asignación universal por hijo (AUH), medidas que, entre otras, le brindarían un barniz centroizquierdista. Si bien se podría afirmar que la AUH como paliativo de la pobreza como medida central en diez años de gobierno deja un gusto a muy poco –a la vez que se financia con los fondos de la Anses–, que la política de derechos humanos logró desnaturalizar a organismos de DD.HH. que fueron cooptados por el Gobierno y perdieron su rol de ser –cuando no han acabado ni mucho menos la violación a esos derechos en el país– o que el matrimonio igualitario responde a una lucha que excede al kirchnerismo y que muestra la maduración general de cierto sector de la sociedad, también se puede dejar de lado estas críticas y aceptar, como un ejercicio intelectual o de la ficción, su veracidad. Entonces, se podría tomar cualquier ruta, o en avión desde cualquier aeropuerto, y viajar al interior de la Argentina para ver las formas que reviste en una serie importante de provincias el kirchnerismo.
El kirchnerismo feudal
La acepción de “feudalismo” que se usa en este texto no responde a la rigurosa y clásica brindada por diferentes corrientes de la historiografía (que, con matices, lo definen como “Un sistema bajo el cual el estatus económico y la autoridad estaban asociados con la tenencia de la tierra y en el que el productor directo (que a su vez era poseedor de algún terreno) tenía la obligación, basada en la ley o el derecho consuetudinario, de dedicar cierta parte de su trabajo o de su producción en beneficio de su superior feudal”, según escribió el historiador Maurice Dobb, que formaba parte del Grupo de Historiadores Marxistas Británicos, al cual también adscribía Eric Hobsbawm). Sino que se trata de la acepción popular que relaciona a los gobiernos provinciales conservadores, caudillistas, tradicionalistas, poseedores de la costumbre de conceder exacerbados beneficios para las clases superiores y mantener en el atraso y el clientelismo a los sectores populares. Aun cuando pudieran persistir formas relacionales feudales, como un resquicio que confirmaría que la existencia de un desarrollo desigual y combinado, en los países semicoloniales o atrasados, es una ley en la era del imperialismo. De este modo, formas de desarrollo y relaciones sociales diferentes pueden convivir en una misma nación. Así, en la Argentina coexisten los gobiernos del kirchnerismo feudal y, al mismo tiempo, la ley de matrimonio igualitario. La politóloga María Celeste Schnyder señala en su tesis de doctorado Política y violencia en la democracia argentina, publicada en junio de 2011 por la Universidad Nacional de Rosario, que “representarían vestigios feudales resistentes al avance de las transformaciones de la democracia ciudadana. De este modo, dichos regímenes, comparados con la política nacional, representarían una anomalía o una presencia anacrónica dentro de lo que se consideraba como normalidad democrática”.
Sin embargo, y siguiendo esa premisa, los Estados nacionales que ostentarían esa “normalidad democrática”, ¿no sostendrían la persistencia de esas “presencias anacrónicas” al asociarse con aquellos regímenes de manera férrea, en forma de vínculos políticos indisolubles? Si esto es así, los gobiernos de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández estimularon y estimulan estas “presencias anacrónicas”, legitimándolas y promoviendo que se conviertan, en sus provincias, en las expresiones genuinas del kirchnerismo. Es decir, que se presenten a la sociedad como el kirchnerismo realmente existente. Una real politik provincial que incluye regímenes autoritarios, depredación ambiental, autoritarismo, represión policial y paraestatal, nepotismo, enriquecimientos familiares, negocios ilegales, corrupción estatal, encubrimiento de criminales y homicidas, persecución a las minorías, exacción de beneficios a la clase trabajadora para mayor ganancia de los grandes empresarios, expulsión de los propietarios de la tierra, discriminación a los pueblos aborígenes y muerte. Siempre rondando, la muerte. Todas características que exhibe hoy el kirchnerismo en un núcleo muy importante de provincias. Un kirchnerismo real atravesado por el conservadurismo, el autoritarismo y la represión.
El antropólogo Clifford Geertz describía la estetización del poder que hacían monarquías asiáticas y norafricanas en su libro Conocimiento local. Ensayos sobre la interpretación de las culturas, que publicó Paidós en Barcelona, en 1994. En referencia al reinado de Hasan I de Marruecos, Geertz escribía: “La intensa concentración sobre la figura del rey y la decidida construcción de un culto, a veces de una religión completa, alrededor de éste, hace que el carácter simbólico de la dominación resulte demasiado palpable como para que sea ignorado (...). Los jefes se transforman en rajás por la estética de su autoridad. (...) La movilidad del rey era así un elemento central de su poder; el reino fue unificado –en la muy relativa medida en que estaba unificado y constituía un reino– gracias a una inquieta búsqueda del contacto, mayormente agonístico, literalmente con cientos de centros menores de poder situados en su interior. El conflicto con los grandes hombres locales no tenía que ser necesariamente violento, y ni siquiera lo era usualmente (...) pero era interminable, especialmente para un rey ambicioso, que desease construir un Estado –una refriega, una intriga, una negociación tras otra–. Era una ocupación agotadora, que sólo los más infatigables podían resistir. Lo que la castidad significaba para Isabel de Inglaterra y la magnificencia para Hayam Wuruk lo era la energía para Mulay Ismail o Mulay Hasán: cuanto más lejos pudiera desplazarse el rey, castigando a un oponente aquí, concertando una alianza allá, más creíble podía hacer su pretensión a una soberanía conferida por Dios”. Esa estetización del poder se puede notar ostensiblemente en la Formosa de Gildo Insfrán, un hombre que se maneja como si fuera un monarca. En la provincia más pobre del país, todos los sábados de manera rigurosa –religiosa– se lleva a cabo el Operativo Por Nuestra Gente Todo, que consiste en el traslado de la figura imponente del Estado a los rincones de la provincia donde el Estado no llega. Este cronista pudo observar dos de estos actos, que se repitieron de manera idéntica en dos pueblos pequeños alejados de la capital provincial. “El Tío Gildo”, que es el mote con el que se lo conoce en el imaginario popular –no hay que olvidar que para todo joven formoseño la única figura que expresa el poder en su memoria tiene las facciones y los rasgos de Insfrán–, llega a cada pueblito acompañado no sólo por su gabinete, sino por los diputados nacionales y provinciales que se forman detrás suyo como si fueran una corte. A la vez, el hospital del que carece el pueblo se monta durante las horas que dura la visita del gobernador, y así dentistas, oftalmólogos y pediatras hacen su trabajo en un lugar que luego, por meses, no tendrá asistencia sanitaria cotidiana. Después de que el gobernador ice la bandera argentina con una precisión temporal que produce que llegue al tope en el momento en el que cesan los acordes del Himno, recibe el homenaje expresado en cantos y bailes de los niños, que son besados por el gobernador cuando se le entregan regalos. El intendente realiza un discurso de pleitesía a Insfrán, en el que se repiten frases como: “Queremos ser como Gildo” o “Gracias por su sabiduría”. Luego, la senadora o el diputado nacional también lo homenajearán, antes de que Insfrán dé su propio discurso. La magnificencia del Estado que se corporiza en Gildo y su corte permite afianzar en el imaginario social la razonabilidad de su poder eterno, a la vez que la presencia obligatoria de todo el funcionariado cohesiona su poder interno y no permite la disidencia a su mandato. Las formas del poder y su mantenimiento en estos feudos es compleja, y los abrumadores triunfos electorales de estos representantes de lo más reaccionario de la política en el país deberían ser analizados complejamente y no ser atribuidos a una intensa relación “del líder con su pueblo”, como quisieran plantear algunos panegiristas del peronismo.
En definitiva, la asociación del gobierno de Cristina Fernández con estos caciques provinciales posee una fibra íntima que la justifica: ambos (el nacional que se ve y quisiera mostrarse como progresista, los provinciales sumidos en el conservadurismo y la tradición del poder) responden a los mismos intereses de clase, asumen
un proyecto político de sumisión a burguesías tradicionales o burguesías emergentes, pero están
alejados de las posibilidades estratégicas de los sectores populares.
Por eso, el mero saneamiento institucional produce, cuando se ha intentado, que todo cambie para que todo siga igual, como se dice en El gatopardo. Para acabar con este estado de las cosas, es necesario que cambie el régimen a través de una profunda transformación social en toda la nación. Quizá por eso, en estos capítulos también estén presentes los sectores laboriosos que se enfrentan, imponen límites y hasta conquistas a estos gobernantes. En esos sectores reside la posibilidad y la esperanza de que todo cambie alguna buena vez