Yo no creo ni apuesto por el rencor, porque nos envenena a todos. Es el odio añejado. Pero sí creo en la memoria, la verdad, la justicia y la condena, como decían nuestras pancartas en las marchas multitudinarias, mientras se replegaba el terrorismo de Estado de Videla y sus cómplices. Y eso no significa igualar aquel proceso dictatorial con estos doce años de autoritarismo, megacorrupción y degradación de los valores fundacionales del progresismo. En varias columnas opiné que la historia va a colocar el apellido Kirchner como el que profanó las sagradas banderas de los derechos humanos y las convirtió en una camiseta partidaria manchada por el dinero negro de los Schoklender y compañía. (
...)
Por eso me parecía que se podía utilizar, a su vez, como resumen y título: Juicio y castigo a los culpables. Ese era también un alarido de aquellas épocas de combate a los genocidas y de refundación de la democracia. Completo, el coro repetía: Ahora/ Ahora/ resulta indispensable/ Aparición con vida/ juicio y castigo a los culpables. Se trata de un reclamo profundamente democrático y republicano. No es un escupitajo de venganza. Es la exigencia de que se aplique la ley a los que la violaron. Que paguen por lo que hicieron. Pero creo que hoy también tiene un aliento refundacional. Es el ADN del nuevo contrato democrático que tenemos que firmar los argentinos. Nunca Más a los golpes de Estado fue lo que suscribimos hace treinta años con Raúl Alfonsín. Y ese logro es propiedad del colectivo social. Es un activo de todos. Hoy deberíamos decir Nunca Más a los ladrones y a los patoteros de Estado. Nunca Más a los que pisotearon la democracia en aquellos tiempos. Nunca Más a los que provocaron la fractura social expuesta y los que atacaron la libertad. (...
)
Cristina es reacia a ponerse en la piel de los demás. Todo el tiempo, en todos los momentos tristes, ella tomó distancia y miró para otro lado. No sólo en Cromañón u Once. De cada tragedia escapó para no contaminarse. Cristina está convencida de que las leyes que rigen para todos no rigen para ella. Habla con desprecio e ironía de los millonarios y evita mirarse al espejo. Muchas veces se trata de pánico disfrazado de seguridad en sí misma y de presunto coraje. Yo no le tengo miedo a nadie. A mí no me van a correr. Esto no es para tibios. La frase del escritor inglés Henry Fielding le viene como anillo al dedo: “Es ridículo aparentar más de lo que uno es. Pero mucho más ridículo es aparentar lo contrario de lo que uno es”. (...
)
Los que me quieren y los que me odian van a encontrar opiniones descarnadas, definiciones a corazón abierto y con sangre caliente sobre la marca que Néstor y Cristina dejaron en la historia de nuestro país. Es también un recorrido sin maquillajes por mi pensamiento y mi sentimiento. Están las primeras adhesiones a un kirchnerismo que fue más producto de mi expresión de deseo que la realidad. Siempre bromeamos con mi hijo Diego porque le digo que él fue el responsable de la primera pelea que tuve con Néstor. Era la época del debate por los hielos continentales. Hice un programa de televisión desde El Calafate y sobrevolé con un camarógrafo, en un avioncito de papel, esas montañas congeladas y grandes como ciudades. Hablé mucho con Cristina tomando el té frente al Perito Moreno y fui a comer un asado a la casa del gobernador, que me esperó con todo su gabinete. Mi hijo era un chico despierto que se divertía (y se divierte) con Marcelo Tinelli. Néstor lo sentó a su lado. Los ministros casi no hablaban, igual que ahora. De pronto, en medio del silencio que provocó la llegada de la bandeja de mollejas, Diego le preguntó a Kirchner: “¿Sabés a quién te parecés vos?”. Carlos Zannini se puso colorado y miró asombrado a Julio de Vido. Néstor quiso salir bien parado de la situación y, canchero, dijo: “Sí, todos me confunden con Tristán. El otro día en Buenos Aires firmé un autógrafo en la calle como si fuera él”. Todos nos reímos pero Diego, que no sabía quién era Tristán, le dijo: “No. Vos te parecés al doctor Socolinsky”, al que mi hijo conocía por una imitación que se hacía en VideoMatch. Todavía nos reímos a carcajadas con esa anécdota premonitoria. Después cometí la torpeza profesional de ser el único periodista que firmó una solicitada de apoyo a Kirchner. Estaba también Miguel Bonasso, pero lo hacía más como integrante del grupo Calafate. Con el tiempo me di cuenta de que fue un error grave. Yo temía por la violencia que podía estallar en la Argentina si ganaba Carlos Menem y tuve el gesto de soberbia y omnipotencia al pensar que mi adhesión pública podía sumar algún votito al candidato patagónico que prometía “un país en serio” en su consigna y que parecía ser cierto desde el momento en que convocó a Roberto Lavagna para que continuara con la extraordinaria tarea que había realizado apagando el incendio social que después Néstor dijo que apagó. Estoy arrepentido de haber puesto mi firma en apoyo a Néstor. Sobre todo porque él interpretó ese acto como una decisión militante de subordinación a su conducción. Yo jamás pensé en someterme a verticalismo alguno. Renuncié y pegué el portazo en varios medios de comunicación porque el Gobierno intentó darme órdenes o censurarme.
En cierta ocasión, un periodista casi desconocido que hoy trabaja en C5N y que se hizo millonario con los K, me contó que Néstor le había dicho que al periodista que más quería era a Mario Wainfeld, de Página/12, por su calidad y su calidez analítica. Pero le confesó que al que más odiaba era a mí. “¿Cómo es eso?”, preguntó el cosechador de pautas publicitarias. “¿No odiás más a Mariano Grondona o a Claudio Escribano?” Néstor le contestó que no, porque ellos siempre habían estado en la vereda de enfrente y que a mí, en cambio, me consideraba un traidor. “Leuco era del palo”, le dijo, y yo comprendí la gravedad de mi metida de pata con aquella solicitada. Nunca comulgué con las ideas económicas del neoliberalismo ortodoxo. Desprecio a los fondos buitre y creo que el FMI es una máquina ridícula que no deja de cometer errores. Creo en un modelo económico productivo con fuerte presencia del Estado que fomente la inclusión social, la igualdad de oportunidades mediante la educación y que custodie como oro las libertades públicas. Pero no tengo camiseta partidaria. Hace más de treinta años que dialogo con la mayoría de los dirigentes políticos argentinos. Algunos me parecen más valiosos y honrados que otros. Pero nadie me enamora. No tengo camiseta puesta. Pero logré confundir a Néstor, quien me consideraba “del palo”. Discutimos muchas veces a los gritos en su despacho. Me dejaba mensajes cargados de insultos en el contestador de mi teléfono. No soportaba ni el mínimo matiz de disidencia. Cristina es igual. Exigía un verticalismo absurdo y total. Muchos colegas se encuadraron en poco tiempo. Algunos por convicción ideológica y otros por dinero. Luego fue difícil encontrar la diferencia. Pero todos perdieron su condición de periodistas para siempre. Obtuvieron el rótulo de “militantes”, pero lo cierto es que el kirchnerismo los vació de contenido. Ningún periodista kirchnerista se permitió hacer ni la más mínima crítica contra sus jefes. Eso los neutralizó. Perdieron credibilidad y se transformaron en cómplices del gobierno más corrupto de la historia democrática. Hablo de los Víctor Hugo Morales o de los Horacio Verbitsky, a quienes tuve el placer de fustigar duramente pese a que eran dos vacas sagradas para muchos colegas que no se atrevieron ni a mencionarlos bajo la excusa de “no hacer periodismo de periodistas”. Yo los considero responsables de haber malversado nuestro laburo. Y a Víctor Hugo de haber sido cruel con cronistas que ganan dos pesos con cincuenta por el sólo hecho de trabajar para Clarín o TN. Magnetto tiene con qué defenderse. Los movileros y redactores, no.
También me siento orgulloso de mi temprana ruptura con los K, que está reflejada el 14 de octubre del 2006 cuando desde la tapa del diario La Nación me expedí titulando: “Libertad de prensa de baja intensidad”. Hace nueve años aseguré que los periodistas estábamos atravesando el momento de menor libertad de prensa desde el retorno de la democracia. Me causan gracia los esbirros de Cristina que me acusan de hablar en nombre de Clarín. Cuando escribí ese texto, Néstor Kirchner y Héctor Magnetto vivían un fogoso romance concretado en varias cenas en Olivos. Por eso jamás me tragué el verso de la “democratización” que pretendía la Ley de Medios. Era y es una mentira flagrante que a los Kirchner les haya interesado alguna vez multiplicar y horizontalizar las voces noticiosas. Nada buscaron más que someter las miradas críticas por más chiquitas que fueran. En 2006 me aplicaron todos los castigos del manual kirchnerista y yo no era “un monopolio destituyente”, era apenas un humilde periodista sin relación de dependencia que trabajaba en una radio y que como todo patrimonio tenía la casa familiar y un auto de medio pelo. De verdad siento que el periodismo es la búsqueda de la verdad, la piedra en el zapato, la posibilidad de tocarle el culo a los poderosos. Todo lo demás es propaganda, gacetilla oficial o presunta militancia. Eso jamás me interesó. Es demasiado aburrido y rutinario. No tiene adrenalina.