DOMINGO
El origen de uno de los grandes mitos del rock

Cuando Freddie era Farrockh

El éxito de Bohemian Rhapsody –que en nuestro han visto ya más de 1,5 millones de personas– renovó el interés sobre Freddie Mercury, la voz de Queen, uno de los grupos más populares del rock mundial. En su biografía, Luca Garro revela los orígenes multiculturales del cantante, del nacimiento en Zanzíbar al peregrinaje por la India, donde desarrolló su amor por la música. Una infancia aventurera que lo marcó para siempre.

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Potencia. Hijo de padres indios, críado entre Zanzíbar y la India, creó su primera banda en el colegio secundario, donde destacó también en los deportes. Era tímido, pero la música lo liberaba. | cedoc

La mañana del 5 de septiembre de 1946 lucía un sol espléndido en Zanzíbar. Su antiquísimo puerto mercantil bullía de actividad y los niños aprendían a nadar en las límpidas aguas del océano Indico. Sin embargo, nadie podía imaginar que aquel mismo día, en el Government Hospital de Stone Town, vino a la luz el que cuarenta años después sería definido por Mick Jagger como “el mejor intérprete de la historia del rock”.

Aunque aquel punto minúsculo y misterioso en medio del mar, cuya fama se alimentaba de historias de harenes, intrigas cortesanas e invasiones extranjeras, iba a transformarse en uno de los lugares sagrados de la cultura rock anglosajona: ahí se disponía a dar sus primeros pasos el líder conocido en el mundo entero como Freddie Mercury, la voz de Queen.

Sus padres, Jer y Bomi Bulsara, eran originarios de la provincia de Mumbai, en aquel tiempo aún Bombay, ambos de cultura parsi, los verdaderos seguidores del zoroastrismo (fe monoteísta surgida en Persia en el siglo VI aC). El hecho de que su primogénito naciera el día de fin de año zoroástrico se consideró señal inequívoca de la bendición divina sobre el niño. Cuando llegó el momento de darle nombre no había mucho dónde escoger. Bomi había nacido y crecido en Bulsar (lugar del que derivaba su apellido) y entre los dogmas de su religión constaba uno relativo al nombre de los hijos, por lo que el abanico de posibilidades quedaba restringido. Entre los posibles, Farrokh fue la opción que eligieron los padres.

Como todos sus hermanos, mayores y menores, Bomi llegó a Zanzíbar desde la India buscando trabajo. Se empleó en los tribunales, como cajero de las dependencias del gobierno británico. Cuando vio por primera vez el lugar que durante muchos años llamaría “casa”, no llevaba alianza de casado. Durante una visita a su patria conoció a Jer y decidió llevarla al altar, para regresar con ella a Zanzíbar y vivir de las rentas que les reportaba su trabajo. En realidad, los Bulsara llevaban una vida agitada y muy activa, basada en un profundo respeto por las tradiciones religiosas propias, pero en absoluto de perfil bajo.

Un estilo de vida que, en varias ocasiones, en el futuro, Mercury definiría como el propio de alta burguesía. Podían permitirse tener servicio y al pequeño Farrokh le seguía una niñera que ayudaba a Jer, que en aquel entonces no era más que una muchachita. El crío llevaba una existencia despreocupada, corriendo por habitaciones que conservaban el rastro de siglos de invasiones y culturas distintas, contemplando el horizonte de la playa, fantaseando sobre mundos lejanos, huyendo de la realidad. La vida de los Bulsara transcurría serenamente, y a los siete años el pequeño Farrokh se tuvo que hacer cargo de la llegada de su hermanita Kashmira e, inevitablemente, compartir el amor de sus padres con ella. Su temperamento esquivo y marcado por una timidez extrema, evidente para familiares y amigos desde sus primeros años, no le ayudó a elaborar la llegada de un nuevo miembro de la familia, aunque el amor que sentía por su hermana fue sincero desde el principio. Su destronamiento como hijo único fue el primero de una larga serie de distanciamientos respecto de sus padres que, hasta ese momento, habían sido su única guía.

Probablemente fue en esta etapa de su vida cuando apareció su rígido sistema de autodefensa, que se consolidó en la edad adulta y le instó a llevar constantemente una máscara que lo protegía de sus propios sentimientos. Esta notable sensibilidad se manifestaba también en otros ámbitos. Con todo, y mientras los padres seguían practicando el zoroastrismo, Farrokh frecuentaba una escuela de monjas anglicanas donde, muy pronto, surgió su inclinación por las artes en toda su exuberancia.

Además de un talento natural para la música, alimentado con las rudimentarias lecciones de piano que le impartía su madre, el niño manifestó precoces dotes de diseñador, así como un interés y curiosidad por el mundo del espectáculo y las artes, que lo proyectaban más allá de los límites que imponía la isla donde había nacido. Además era un lector asiduo de revistas de espectáculos que eran para él como puertas a un mundo que solo podía imaginar, pero por el que sentía una atracción innata e irracional. El increíble deseo de visitar lugares lejanos y el contacto con la mezcla de culturas tan heterogéneas hicieron que el pequeño Farrokh se convirtiera en un diletante musical sin límites ni restricciones: podía pasar sin prejuicio alguno de la música popular india a la tanzana, y luego al rock’n’roll que estaba empezando a revolucionar el mundo occidental (y que llegaba con cuentagotas a Tanzania). “Escuchaba varios tipos de música”, ha contado la madre, Jer, “música india, africana e inglesa: ponía un disco y empezaba a cantar. Tenía gustos musicales muy variados. Cuando íbamos a las fiestas y recepciones, no paraba de cantar y decir lo mucho que le gustaba entretener a los demás y hacerlos sentir bien. Y lo repitió miles de veces, una vez que se hizo famoso”.

Estilizado y ágil, no le costó destacar en los deportes y en las pruebas de coordinación, que ya señalaban una predisposición por los ejercicios gimnásticos y la danza. Además de esforzarse en los estudios, Farrokh seguía pasando las horas muertas en el puerto de Stone Town, imaginando cómo podría ser su vida más allá del horizonte que dibujaba el océano. Fue en ese período cuando su fantasía ingobernable empezó a imaginar con creciente insistencia aquellos mundos fantásticos, ricos en personajes dignos de los libros de Tolkien que, años después, poblaron los textos de los primeros álbumes de Queen. En el verano de 1954, su sueño de visitar tierras distantes de aquella orilla se hizo realidad, aunque no del modo en que lo había imaginado. En realidad, sus padres decidieron mandarlo a estudiar a la India, y lo inscribieron en el colegio anglicano St. Peter’s School de Panchgani, donde le admitieron en el tercer curso. Así, con solo siete años, Farrokh partió en soledad hacia un viaje épico a través de un amplio tramo del océano, dejando tras de sí todo cuanto le era familiar y obligado a prescindir del afecto directo de sus devotos padres.

Al cabo de ocho interminables semanas llegó a Bombay, el puerto del noroeste de la India que sus mismos antepasados habían ayudado a construir. El choque inicial con el continente fue de los que resultan trascendentales: en los dos primeros meses, que transcurrieron en condiciones dificilísimas para un niño de esa edad, Farrokh se vio catapultado a una ciudad de 16 millons de habitantes, después de haber pasado la primera parte de su vida en una minúscula comunidad a la que las noticias del mundo llegaban con meses de retraso.

Además, aunque movido por una increíble curiosidad y muy expectante ante lo que le esperaba, albergaba también un comprensible miedo hacia lo desconocido. Su viaje, sin embargo, no había terminado: para llegar a Puna, penúltima etapa antes de Panchgani, tuvo que recorrer un centenar de kilómetros en tren. Un último transporte, esta vez un autobús, le llevó hasta casi 1.500 metros de altura sobre el nivel del mar, el lugar donde pasaría los siguientes ocho años de su vida.

En la India, Farrokh se enfrentó por primera vez a la inmensa pobreza del continente (opuesta a la holgura en la que él había vivido), mezclada con la tristeza que comportaba saber que, para obtener una enseñanza superior, había tenido que abandonar a su familia y a su hermana menor hacia quien sentía, una vez superados los inevitables celos iniciales, un sentimiento protector. “El tenía seis años cuando nací, por lo que no recuerdo el tiempo previo a su partida. Me contaban que lo primero que pensaba al despertarse cada día era protegerme”, recuerda Kashmira emocionada. “Esperar que llegara y verlo bajar de la barca, en las pocas ocasiones en que regresó de vacaciones, son algunos de los momentos que recuerdo con más afecto de mi infancia”.

Algunos parientes de sus padres lo ayudaron a superar todos esos cambios y a realizar los trámites de su ingreso en la escuela. Se convirtieron así en lo más parecido a una familia para él, y con ellos pasó los veranos en que decidía no volver a Zanzíbar. En sus buenos tiempos, el St. Peter se consideraba uno de los mejores colegios masculinos de la ciudad y, ya fuera por la severidad que educaban a sus pupilos o por su ideario vanguardista, atraía estudiantes incluso de Estados Unidos o de Canadá. Por lo demás, y pese a sus férreas reglas, el instituto era famoso por la valía de sus docentes. La atención que los estudiantes recibían individualmente tenía prestigio en toda la India, mientras que el ambiente relajado y cordial favorecía el desarrollo de las capacidades de los muchachos, a quienes se estimulaba a seguir sus inclinaciones personales. La idea de que los jóvenes debían dedicar más tiempo a lo que les atrae era un aspecto fundamental de la educación y, a posteriori, es evidente su influencia en el futuro del joven Farrokh. No sorprende, pues, que los Bulsara, deseosos de darle lo mejor a su primogénito, pensaran que aquél era el lugar apropiado para que se formara, aunque estuviera tan lejos de casa.

El 14 de febrero de 1955, con ocho años y medio, el nombre de Farrokh Bulsara comparece por primera vez en los registros de la escuela, señalando el inicio de una trayectoria que no concluiría hasta pasada una década. Su adaptación no fue todo lo sencilla que cabía esperar de una institución conocida por su tolerancia para con todas las religiones. En realidad, la escuela obligaba a sus alumnos a adecuarse a la religión anglicana, a prescindir del propio credo, al menos en lo relativo a las ceremonias y los hábitos que el culto imponía respetar. El pequeño Farrokh, zoroástrico practicante como su familia, se halló inicialmente con la dificultad de comprender las ceremonias en las que le obligaban a participar y que, para él, no tenían ningún significado. Sin embargo, comprendió rápidamente que adecuarse a aquellas reglas no le hacía menos fiel a sus orígenes. Por otra parte, el Avesta, el libro sagrado de las religiones parsi, no indicaba preceptos férreos a los que atenerse. Solo afirmaba que había tres acciones que estaba bien cumplir a lo largo de la vida: buenos pensamientos, buenas palabras y buenas obras. Preceptos que, al menos en esta parte de su vida, a un niño nunca le están de más (...)

En Panchgani se empezó a forjar de veras la personalidad y el carácter de Farrokh, así como las actitudes e inclinaciones que ya había mostrado en Zanzíbar. Además de confirmar un destacado talento artístico, pues resultó ser un excelente dibujante a mano alzada. El muchacho practicaba algunos deportes a gran nivel, era un hábil velocista y un púgil valiente. También destacaba en el hockey sobre césped, y sobre todo en el tenis de mesa. Asimismo, le encantaban las representaciones teatrales, en las que siempre le gustaba interpretar papeles femeninos. Lo hacía todo a la vez, especialmente hasta los 13 años, y sin abandonar en ningún momento los estudios. En más de una ocasión le premiaron como mejor alumno y por haber obtenido los mejores resultados de toda la escuela. Pero, aunque incentivara sus inclinaciones naturales, su madre Jer no veía con buenos ojos que su hijo pasara mucho tiempo sobre un ring, por lo que intentó disuadirlo de seguir practicando boxeo.

Afortunadamente, lo que no pretendió fue cortarle las alas respecto de otra actividad por la que se mostraba realmente atraído: la música. Aquella mujer era perfectamente consciente del sufrimiento que le había causado al niño el alejamiento de su hogar, y sabía que la música podía ayudarlo mucho desde el punto de vista psicológico. A pesar de los enormes esfuerzos económicos que estaban realizando ya manteniéndolo en esa institución, los Bulsara decidieron afrontar algunos más costeándole lecciones privadas de piano. Lo consiguió la amplitud de miras del director Oswald D. Bason quien, habiendo percibido el talento extraordinario de su joven alumno, escribió una carta tan convincente a sus familiares que, al cabo de poco tiempo, Farrokh pudo ingresar en tercer grado de piano. Su condición de músico fue la recompensa a la confianza y los desvelos de sus padres, y de su superior académico.

También fue en esta época cuando todos empezaron a llamarle Freddie. En los documentos oficiales, Farrokh acostumbraba a estar mal escrito, y además era difícil de pronunciar. Por más que su nombre de bautismo fuera sagrado, el muchacho aceptó entusiasmado que el personal académico, los amigos, y al final hasta sus familiares, empezaran a referirse a él con el nombre con que lo conocería todo el mundo en el futuro.

Con el tiempo, sin embargo, las carencias afectivas a las que había estado sometido empezaron a manifestarse en un comportamiento huraño. Cada vez más reservado y encerrado en sí mismo, durante la primera adolescencia Freddie empezó a destilar cierto rencor hacia sus padres, al culparlos de haberlo “abandonado” a muy tierna edad. Ello acabó por reflejarse en su rendimiento académico, que sufrió importantes contratiempos.

Sin embargo, también en esa época Freddie adquirió conciencia plena de su talento musical. Junto a cuatro compañeros, fundaron The Hectics que, en breve, pasó a ser el grupo oficial de la escuela, encargado de animar las fiestas y eventos que en ella se celebraban a lo largo del curso. Aquel que después tendría en sus manos a miles de personas reunidas en un mismo estadio, que les haría hacer cualquier gesto con solo insinuarlo en el escenario, de momento se limitaba a un segundo plano, tocando su amado piano y dejando el liderazgo a otros. Con la satisfacción de hacer feliz a su público tocando canciones de Cliff Richard, le bastaba para llenar un vacío que, con el tiempo, cada vez sería más difícil colmar.

Su bajo rendimiento, que le impidió superar los exámenes de ingreso a décimo curso en febrero de 1963, lo obligó a abandonar la St. Peter y acabar sus estudios en Bombay, donde pudo ingresar en la St. Mary’s School. Ese mismo año, visto el evidente fracaso del proyecto por el que había dejado Africa diez años antes, Freddie volvió a casa y concluyó lo que había iniciado en Panchgani.

El muchacho que llegó a Zanzíbar con 18 años, rayando la mayoría de edad, era muy distinto del chiquillo tímido que se había marchado tanto tiempo atrás. Pese a sus modales amables y educados, aún no había perdonado a sus padres por lo que le habían hecho. Decía que los años de estancia en la India le habían enseñado a valerse por sí mismo, pero en realidad sufría por una herida que intentó sanar durante toda su vida, a menudo recurriendo a afectos incondicionales y disfuncionales.

Poco después de su regreso al hogar, la familia Bulsara tuvo que huir de Zanzíbar en medio de una revolución que amenazaba la estabilidad política de Tanzania. Dicho evento no hizo sino confirmarle al joven que su destino era el del viajero eterno. En esta ocasión, sin embargo, convertido ya en un aspirante a músico y en un espíritu libre, el viaje al Reino Unido le pareció a Freddie el signo inequívoco de que las cosas avanzaban según sus deseos. Lo único que debía hacer era olvidar del todo cuánto había vivido hasta ese momento y renacer de sus cenizas. Una vez más.