DOMINGO
Historia de la barra brava de Boca

Detrás de la violencia

En La Doce, el periodista Gustavo Grabia revela cómo opera la barra que volvió a desatar la locura en una cancha de fútbol. Según el autor, especialista en actos delictivos relacionados con el deporte, la de Boca es la única hinchada del mundo que supo construir “una fundación legal para blanquear ingresos ilegales”. Cómo nació y se desarrolló esta impunidad que se originó en la pasión pero desencadenó en la agresión.

Caos. El jueves 14, después de suspenderse el partido Boca-River por los incidentes vividos, en medio de la confusión los jugadores se retiran tras un fuerte operativo policial.
| Sergio Piemonte

La historia de la barra brava de Boca es, vista en perspectiva, la historia de la violencia en el fútbol. Porque es la hinchada que abre la saga sangrienta de muertes alrededor de una pelota y es también la que institucionaliza, desde mediados de la década del 60, la idea de que se puede vivir de esa violencia, de ese terror, aplicándolo a los colores partidarios de un club. La hinchada de Boca autotitulada  “La mitad más uno” por ser la del equipo más popular del país (frase que inmortalizó el ex presidente del club, Alberto J. Armando, en un reportaje publicado por la revista El Gráfico tras la obtención del título de 1964) presenta en su brazo armado, La Doce, un modelo de organización inusitado. Es la barra con mayores contactos políticos, la que trabajó tanto para el justicialismo como para el radicalismo y que llegó a participar de operaciones políticas montadas por la SIDE. Y la única en el mundo que creó una fundación legal para blanquear ingresos ilegales provenientes de la extorsión a políticos, empresarios y deportistas, así como del financiamiento inescrupuloso a través de la reventa de entradas, el manejo de los micros para llevar hinchas al Interior, el estacionamiento en las calles de La Boca cada vez que hay un partido y el merchandising. Eso sin contar el porcentaje aportado por los concesionarios de los puestos de venta de bebidas y comidas del estadio. Hechos, todos éstos, comprobados por la Justicia en dos ocasiones: primero al dar de baja a la “Fundación El Jugador Número 12”, el 24 de febrero de 1994, por ser, según el dictamen,  un vehículo para blanquear fondos ilegales conseguidos bajo el pretexto de recibir donaciones, y más adelante cuando enjuició a la cúpula de la barra, el 16 de mayo de 1997, por asociación ilícita.

La barra de Boca es como la hidra de mil cabezas: no alcanza con cortar una de ellas para terminar con su historia. Eso quedó demostrado en aquella nublada mañana de mayo del 97, en un hecho inédito en la lucha contra la violencia en el fútbol. A José Barritta, el Abuelo, capo de La Doce, y sus nueve adláteres, los condenaron a penas de hasta veinte años de prisión por asociación ilícita y por los crímenes de los hinchas de River Angel Delgado y Walter Vallejos, producidos el 30 de abril de 1994 tras un superclásico jugado en la Bombonera. Pero en cuestión de meses, los que por entonces eran segundas líneas, liderados por Di Zeo, tomaron el poder y reprodujeron fielmente el modelo. Hasta que terminaron presos en 2007 en el penal de Ezeiza con una sentencia de hasta cuatro años y seis meses de prisión por coacción agravada, y si bien en 2010 recuperaron su libertad, no pudieron volver a la barra y aún deben enfrentar un proceso por asociación ilícita. (...)

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La década del primer negocio

Quique, fanático de Boca, se convirtió en un empresario autónomo de la violencia. Lo primero que hizo fue ampliar su círculo de seguidores, pero siempre manteniéndolo a un nivel manejable. Para 1973, Enrique Ocampo, quien cambió su nombre por el ciertamente más explícito Quique el Carnicero, tenía un grupo de choque con cuarenta integrantes, que le respondía ciegamente pero exigía algo más que una membresía vip de la hinchada de Boca. Ya no alcanzaba con las camisetas firmadas por el plantel, para exhibir orgullosos en el barrio. Ya no alcanzaba con comer un asado por mes con el Toto Lorenzo en La Candela. Se necesitaba bastante más. El primer paso fue ingresar gratis a la cancha en forma institucional. Los cuarenta miembros de la barra ya no pagaban entrada por orden de Luis María Bortnik. Pero Quique intuyó que el primer financiamiento podía provenir justamente de aquel beneficio. Reclamar entradas y además ingresar gratis. Resultado: la reventa de localidades comenzó a gestarse como negocio. Y para eso, el capo llegó a un acuerdo con el club.

“Quique lideraba al grupo más representativo de la hinchada. Su gente podía arruinar o levantar un partido. Así que cada vez que tenía algún reclamo para hacernos, yo lo atendía con mucho gusto”, recuerda Bortnik en el libro de Veiga. Y el primer reclamo de Quique se extendería después como práctica habitual en todas las barras. El pedido de entradas para calmar a las fieras bajo el pretexto de que no tenían plata. Reclamo también satisfecho. “El venía, me hablaba, yo lo escuchaba y trataba de arreglar las cosas. Hasta que un día alcanzamos un convenio. Ellos necesitaban cincuenta entradas. Nosotros se las dimos y resolvimos el tema”, agregó el ya fallecido ex dirigente.

No fue una buena manera de solucionar el asunto. El manejo de entradas de favor y su posterior reventa amplió el poder de Quique en el barrio y en el club. Y así empezó a frecuentar reuniones de comisión directiva e incluso a tener exigencias insólitas, como meterse en los aspectos futbolísticos y económicos de la institución. El tenía mucha relación con el plantel. Venía y me decía: “Esto va mal, hay que cambiar aquello”, y charlábamos, porque siempre se presentaba muy educadamente. “Llegó a traer un contador porque alguna fracción política de la oposición le soplaba que estábamos trampeando tal o cual cosa en el balance. Entonces yo les mostraba los libros para que vieran que no había ninguna irregularidad. Era una relación cordial”, admitió Bortnik.

La relación cordial se sostenía además en la mensualidad que Alberto J. Armando le pasaba a Quique para que la barra no se le fuera de las manos: el Puma sabía que la mejor manera de conservar intacto su poder era no tener los domingos un estadio cantándole en contra. Y Quique, además de entradas y efectivo, también consiguió otro elemento para sus muchachos: almuerzo gratis los días de partido y el peaje para que los puesteros de la Bombonera pudieran vender sin problemas sus choripanes y gaseosas. Promediaba la década del setenta y la barra ya daba sus ganancias. Pero Quique entendía que, si abría el grifo, esto podría resultar peligroso para su poder político y económico. Mantuvo firme su núcleo duro, donde estaban su segundo, Carlos Varani, alias el Capitán; Roberto Ferreyra Silvera, alias “Pechuga” (otro peso pesado a la hora de las decisiones), y un grupo de choque integrado por el gordo Upa, el Alemán, Carrascosa y la bandita de pibes de La Boca, San Martín y Ballester que lideraban Eduardo Regueiro, alias el “Chueco”, y Julio Ambronosi, alias “Chacarita”. Incluso domesticó a un sector que desde mediados de la década comenzó a ubicarse en el costado derecho de la barra, en diagonal a donde se ubican hoy los palcos de la remodelada Bombonera: la banda del Oeste, con asiento en Lugano, Villa Martelli, Ciudadela, Morón y El Palomar, comandada por un hombre de San Justo llamado José Barritta, que hacía cuatro años venía frecuentando la segunda bandeja. La historia y la leyenda coinciden en señalar que 1975 fue el año que marcó el ingreso de Barritta  (o  “El Abuelo”) a La Doce. Seis años más tarde sería el número uno.

Lo cierto es que las maniobras de Quique y los suyos para mantenerse en el poder reproducían modelos de violencia patoteril y gangsteril.  “Cuando yo dejé de ir a la platea con mi viejo y empecé a ir a la popular con mis amigos de Lugano, quisimos entrar a la barra. Pero con Quique era imposible. Era muy cerrado, terrible, y apenas veía que tratabas de meterte en su círculo te mandaba a echar, y si insistías te agarraban entre cuatro, te arrastraban a los pasillos de la Bombonera y te quemaban con fasos”, cuenta Rafael Di Zeo sobre la época del reinado de Quique. Uno de esos enfrentamientos internos terminó con la vida de un hombre inocente. El 17 de octubre de 1976, durante el Metropolitano de ese año, Boca visitaba a Independiente en Avellaneda. Se pro­dujo una gresca descomunal en la hinchada visitante, que comenzó por una pelea interna. Duró casi veinte minutos y, cuando los ánimos se calmaron, quedó tirado en el cemento el cuerpo sin vida de Jacobo Sitas, un hincha de cincuenta y cinco años, quien falleció por un infarto. Muerte natural, dictaminó el forense, y nadie fue preso. Así se manejaban las cosas en la época del Carnicero. (...)