Se ha convertido en algo habitual decirles a los niños que van a morir a causa del cambio climático. Si no los mata una ola de calor, lo hará un incendio forestal; o un huracán, una inundación o una hambruna masiva. Por increíble que parezca, muchos de nosotros les contamos esta historia a nuestros hijos casi sin pestañear. No debería sorprendernos, pues, que la mayoría de los jóvenes crean que su futuro peligra. Existe una intensa sensación de ansiedad y pavor ante lo que nos depara el planeta.
Lo veo a diario en los correos electrónicos que llegan a mi bandeja de entrada, pero también se manifiesta en diversos estudios realizados en todo el mundo. En una reciente encuesta de ámbito mundial se preguntó a cien mil jóvenes de entre los dieciséis y los veinticinco años sobre su sentir ante el cambio climático. Más de tres cuartas partes de ellos pensaban que el futuro era aterrador, y más de la mitad declaraban que “la humanidad estaba condenada”. El pesimismo era generalizado, e iba desde países como el Reino Unido y Estados Unidos hasta otros como la India y Nigeria. Independientemente de su nivel de riqueza o de seguridad, los jóvenes de todo el mundo se sienten como si estuvieran aferrados al borde de un precipicio intentando salvar la vida.
En la misma encuesta, dos de cada cinco dudaban si tener hijos. En un sondeo realizado en 2020 entre adultos estadounidenses sin hijos (de todas las edades), el 11% de los entrevistados afirmaba que el cambio climático era una “razón importante” para no tenerlos, mientras que otro 15% declaraba que era una “razón secundaria”. Entre los adultos más jóvenes, de los dieciocho a los treinta y cuatro años, el porcentaje era aún mayor. Una de las encuestadas declaraba sentir que “en conciencia, no puedo traer un niño a este mundo y obligarlo a intentar sobrevivir a lo que podrían ser unas condiciones apocalípticas”. El 6% de todos los encuestados afirmaba que lamentaba tener hijos porque sentía desesperación por su futuro en un clima cambiante.
Resulta tentador desechar estas opiniones tildándolas de palabras vacías. Pero los resultados de otro reciente estudio, que en este caso no se basa en encuestas sino en datos reales sobre las decisiones reproductivas de la gente, sugieren que las personas no vinculadas al ecologismo tienen un 60% más de probabilidades de tener hijos que los ecologistas comprometidos. Obviamente, puede que su forma de pensar no sea la única razón por la que los ecologistas tienen menos probabilidades de tener hijos, pero sin duda nos da algunos indicios concretos de que, cuando la gente dice que la perspectiva de tener hijos le genera inquietud, no habla por hablar. Y si la gente no habla por hablar cuando expresa sus dudas sobre la posibilidad de tener hijos, probablemente tampoco lo haga con respecto a sus sensaciones de ansiedad y fatalidad.
En un nivel más personal, sé que esos sentimientos son reales porque he pasado por lo mismo. También yo llegué a estar convencida de que no me quedaba ningún futuro por el que vivir.
Paso la mayor parte de mi tiempo reflexionando sobre los problemas medioambientales del planeta: es mi trabajo y mi pasión. Sin embargo, estuve a punto de renunciar a ello.
En 2010 empecé a cursar la carrera de Geociencia Medioambiental en la Universidad de Edimburgo. Llegué como una inexperta joven de dieciséis años dispuesta a aprender cómo íbamos a solucionar algunos de los mayores retos del mundo. Cuatro años después me fui sin haber encontrado solución alguna, y sintiendo, en cambio, el peso muerto de una infinidad de problemas irresolubles. Cada día que pasé en Edimburgo fue un constante recordatorio de cómo la humanidad estaba devastando el planeta: el calentamiento global, la subida del nivel del mar, la acidificación de los océanos, la destrucción de los arrecifes de coral, la muerte de osos polares hambrientos, la deforestación, la lluvia ácida, la contaminación atmosférica, la sobrepesca, los vertidos de petróleo, la aniquilación de los ecosistemas del planeta... No recuerdo haber oído hablar de una sola tendencia positiva.
Durante mi época universitaria hice un esfuerzo consciente por seguir las noticias: tenía que estar informada sobre el estado del mundo. Pero en todas partes no había sino imágenes de desastres naturales, sequías y rostros hambrientos. Parecía que moría más gente que nunca, que había más gente viviendo en la pobreza y más niños muriendo de hambre que en ningún otro momento de la historia. Creía estar viviendo el período más trágico que había experimentado nunca la humanidad.
Como veremos, todas esas suposiciones eran equivocadas. De hecho, en casi todos los casos, en realidad el mundo se movía en sentido opuesto. Podría pensarse que unos errores tan básicos como los míos se desvanecerían durante una estancia de cuatro años en una de las mejores universidades del mundo. Pero no fue así. Si acaso, arraigaron aún con más fuerza: la vergüenza de nuestros pecados ecológicos parecía incrementar su pesada carga con cada nueva clase.
*Autora de El mundo no se acaba, editorial Anagrama (fragmento).