DOMINGO
LIBRO / A 25 años de la caída del Muro

El fin de la Guerra Fría

En El año que cambió el mundo se demuestra que la transformación más grande de la historia reciente se estaba gestando detrás de la Cortina de Hierro mucho antes de 1989. La importancia de Mijail Gorbachov, Václav Havel y Lech Walesa. Aquí, Michael Meyer relata cómo fueron los increíbles pasos que desencadenaron en un memorable 9 de noviembre.

ADIOS A una epoca. Conocido como “el muro de la vergüenza”, “Muro de Protección Antifascista” y “Muro de Berlín”, separó desde agosto de 1961 hasta noviembre de 1989 las fronteras interalemanas. Los c
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Volvamos a aquel momento de vaticinios.
Corría la noche del 9 de noviembre de 1989. El lugar: Checkpoint Charlie, el punto de control Charlie, el famoso paso fronterizo en el corazón del Berlín de la Guerra Fría.

El muro se alzaba sombrío e imponente. Bajo el severo resplandor amarillo de los reflectores de alta intensidad de la frontera, envueltos en alambres de púa y protegidos por trampas para impedir el paso de tanques, miles de alemanes del Este se enfrentaban a una fila más bien escueta de Volkspolizei, la ubicua policía del Estado. Otros empezaban a congregarse en todos los puntos de control al Oeste, gente confundida pero exaltada. Empezaron a saludarse a gritos unos a otros y, cada vez más, también empezaron a gritar a los guardias que momentos antes temían: Sofort, gritaban. “¡Abran paso!”.

Envalentonados por el tamaño de la multitud, se abrieron camino hasta llegar a unos pocos metros de las barricadas discutiendo e incluso burlándose de los guardias que, de pie, toqueteaban nerviosamente sus armas. Nadie sabía bien qué hacer. La crisis se había materializado de la nada. Era una situación peligrosa, ya que la policía no tenía orden distinta a la de disparar para evitar que la gente escapara al Oeste. Las multitudes conservaban su buen humor. ¿Pero qué ocurría si esto cambiaba, si intentaban tomarse por la fuerza las puertas? ¿Abriría fuego la policía?
Habían empezado a congregarse poco después de las 7.00 de la noche. Cuatro horas antes. Se acercaron cautelosamente, formando pequeños corrillos, guardando su distancia de la policía, formulando preguntas tímidas y mostrando sus tarjetas de identidad. Pero a medida que crecían en número –primero por docenas, luego por cientos y por último por miles– se hicieron más y más atrevidos. Para las 10.00 de la noche estaban a muy pocos pasos de los guardias que tenían al frente. Y seguían llegando, en dirección al punto de control, desde tres avenidas convergentes como si fueran ríos tributarios acumulando sus aguas ante un dique. La multitud de voces gritaba al unísono: “¡Abran paso! ¡Abran paso!”.

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A espaldas de la policía y sus perros guardianes, allende la torre de vigilancia y las serpentinas de alambre de púa de la infausta franja de la muerte, al otro lado del muro, una horda igualmente bulliciosa de alemanes occidentales les replicaba: “¡Por favor sigan!”.

De pronto, centelleantes luces de televisión se encendieron desde el Oeste mostrando la silueta del muro y los guardias, dándole intensidad al fantasmagórico escenario. Dentro de su iluminado puesto de mando de amplios ventanales, el capitán del cuerpo de guardia fronteriza alemana-oriental, un tipo fornido de cara cuadrada y pelo hirsuto y negro como el de un doberman, no dejaba de marcar una y otra vez su teléfono. En vano esperó y buscó durante horas instrucciones. Era obvio que estaba confundido. Con seguridad estaba asustado; la muchedumbre había crecido tan rápido, como nunca antes había visto, y ahora se había acercado tanto a la valla de contención que ya su aliento, empañado el aire frío y nocturno, se mezclaba con el de sus hombres cada vez más nerviosos.

Llamadas angustiadas volaban de los puntos de control a lo largo y ancho del muro al Ministerio del Interior... en vano. Altos funcionarios intentaron comunicarse con los miembros del Politburó, pero los líderes del régimen parecían haber desaparecido. Una vez más, el guardia fronterizo colgó su teléfono. Y permaneció de pie, inmóvil. Nadie ofrecía respuesta alguna; los otros comandantes de puntos de control fronterizo estaban tan confundidos como él. Quizá acababa de ser informado de que el paso de Bornholmestrasse, al norte, hacía unos pocos momentos había abierto sus barreras, asediado por unas veinte mil personas. Quizá llegó a su propia conclusión. Quizá simplemente ya estaba harto.
Sea como fuere, exactamente a las 11.17 de la noche, se sacudió de hombros como diciendo “¿por qué no?”.

Alles auf!, ordenó. “¡Abran!”, y las puertas se abrieron de par en par. Con un ensordecedor rugido las multitudes se volcaron hacia adelante. En un instante el Muro de Berlín había dejado de serlo. Die Mauer ist Weck gritaba la gente al tiempo que celebraba sobre el muro ante las cámaras y siguió haciéndolo durante toda la noche. “¡El muro se acabó!”.

En ese momento, la historia tomó un giro épico. Una frontera que durante cinco décadas había dividido el Este del Oeste había sido vulnerada. En lo que toma un parpadeo al parecer, el Muro de Berlín se había desplomado. Y terminó la Guerra Fría. Los alemanes, de pronto, eran alemanes de nuevo. Los berlineses, berlineses, no más del “Este” o el “Oeste”.

Más temprano aquella noche, poco después de las 6.00 de la tarde, otro hombre se había sacudido de hombros del mismo modo que el guardia fronterizo fornido. Gunter Schabowski, el vocero del nuevo Politburó de Alemania oriental, se detuvo en las oficinas del jefe del Partido Comunista, Egon Krenz, camino a su diaria rueda de prensa, una reciente innovación diseñada para demostrar la apertura del nuevo régimen. “¿Alguna novedad?”, preguntó Schabowski, como si nada.

Krenz examinó los papeles sobre su escritorio y le pasó a Schabowski un memorando de dos páginas. “Lleve esto”, dijo sonriendo. “Nos hará un bien enorme”.

Schabowski ojeó el memorando mientras lo conducían desde la jefatura del partido. El documento parecía suficientemente inocuo, nada más que un breve comunicado de prensa. En la rueda de prensa, Schabowski lo leyó como ítem cuarto o quinto en una lista de otros anuncios. Aludía a los pasaportes. Todo alemán del Este tendría ahora, por primera vez, el derecho a uno.
Para una nación tanto tiempo encerrada tras la cortina de hierro, era un efecto una gran noticia. En la rueda de prensa, sin embargo, se hizo un súbito silencio seguido de una oleada de susurros. Schabowski continuó su sonsonete. Entonces, desde la parte trasera de la sala, al tiempo que las cámaras rodaban transmitiendo en vivo para la nación, un periodista lanzó en voz alta la pregunta crucial: “¿A partir de cuándo?”. Schabowski hizo una pausa y levantó la vista, de súbito confundido.
“¿Qué dice?”, preguntó.

El periodista repitió la pregunta, su voz casi inaudible en medio de una cacofonía de alaridos de otros que querían claridad similar al respecto.
Schabowski se rascó la cabeza y murmuró algo a sus asesores a lado y lado. “Hum, eso es una cuestión técnica y me temo que no estoy seguro”. Reacomodó las gafas en la punta de la nariz, barajó sus papeles, volvió a levantar la mirada... y se sacudió de hombros.

Ab Sofort, leyó del comunicado de prensa. De inmediato. Sin dilación. Al oír esto, la sala hizo erupción. Schabowski, ahora lo sabemos, no comprendió del todo el significado de su anuncio. Había estado de vacaciones durante los días anteriores a la toma de la decisión; no estaba enterado. Krenz le había entregado el memo sin más explicaciones; Schabowski se limitó a leerlo ante la prensa.

Pero el impacto entre los periodistas en la sala fue tremendo. En ese mismo instante, miles de alemanes del Este huían de su país de manera ilegal conduciendo sus destartalados y ruidosos automóviles con motores de dos tiempos, el Trabant de triste memoria, a través de la frontera con Checoslovaquia y de allí, cruzando las montañas, a Alemania occidental. Durante el verano de ese mismo año, cientos de miles de otros alemanes del Este habían escapado a través de Hungría. En lo que a ellos concernía, entre todos los males del comunismo, el más oneroso era no poder viajar más allá de la cortina de hierro. Como cualquier otra persona, también ellos querían conocer el mundo. También ellos querían conocer el Occidente. Un pasaporte representaba su derecho a vivir en libertad.
De aquí el alboroto en la sala de prensa. En medio de la barahúnda de preguntas formuladas a los gritos, una se escuchó clara y distinta: “Señor Schabowski, ¿qué va a ser del Muro de Berlín?”. Como si por fin oliera el peligro, sintiendo que le tambaleaba el piso, Schabowski se salió por la tangente. “Me acaban de informar que son las 7.00 de la noche”, dijo. “Lo siento. Me temo que ya no habrá más preguntas. Agradezco su comprensión”. Y se marchó.

Pero el daño ya estaba hecho. Sofort. De inmediato. Sin dilación. De hecho, no era esto lo que el régimen tenía en mente. Sí, en efecto, se les entregarían pasaportes a los alemanes del Este. Sí, se les permitiría viajar. Pero para ponerlos en uso primero tendrían que solicitar una visa de salida sujeta a las normas y regulaciones usuales. Y en la letra menuda se establecía que no podrían hacerlo sino a partir del día siguiente, 10 de noviembre. Con toda seguridad la última de las intenciones de Krenz era que sus ciudadanos simplemente empacaran maletas y salieran. Pero los alemanes del Este no sabían eso. Sólo sabían lo que oyeron por televisión, noticia que se extendió como un reguero de pólvora por la ciudad. Gracias a Schabowski, pensaron que estaban en libertad. Sofort. Y así, decenas de miles, acudieron en manada a los puntos de cruce a Occidente.
Curiosamente ajeno al terremoto que sus palabras habían causado, Schabowski se dirigió a cenar a casa. Otros altos funcionarios a la ópera o a los refugios de sus amantes. Al tiempo que la crisis existencial final de Alemania oriental se cernía sobre ella, la jefatura del país estaba virtualmente incomunicada. Así, apabullados por las multitudes, sin recibir instrucciones de los militares o de la elite del partido, los guardias fronterizos en el muro no tuvieron más remedio que actuar por sí mismos: igual que Schabowski, el guardia en Checkpoint Charlie, literalmente se sacudió de hombros y abrió las puertas.
Y cayó el muro.

Visto de lejos, en perspectiva, podría decirse que fue tal y como Reagan lo había pronosticado. Pero, ¿sí lo fue? De cerca, sobre el terreno, todo se vio muy distinto a como después lo recordamos.

Ninguna gran crisis internacional creó el marco para lo que ocurrió el 9 de noviembre de 1989. No fue el resultado de una confrontación entre grandes potencias. No hubo nada de retórica exaltada ni amenazas ni políticos haciendo el juego a las cámaras. En lo que a los estadounidenses concierne, el fin de la Guerra Fría llegó cuando nadie lo esperaba.

Un único presentador de televisión estaba en la escena, Tom Brokaw de la NBC. Ningún líder occidental estaba a mano para presenciar el evento o saludar a las víctimas de tantos años de opresión comunista en tanto éstas, con mirada perpleja, encontraban su camino a la libertad y a Occidente. El canciller alemán Helmut Kohl estaba en visita oficial a Polonia. El presidente George H. W. Bush se enteró gracias a su consejero de seguridad nacional, Brent Scowcroft, quien lo escuchó en las noticias. Juntos, los dos hombres ingresaron a la oficina privada al lado del despacho presidencial y encendieron la televisión. “Dios”, le comentó Bush a sus asesores, “si los soviéticos van a permitir la caída de los comunistas en Alemania oriental, tienen que estar haciéndolo en serio..., mucho más en serio de lo que yo creí”.

Comparado con muchos otros momentos históricos decisivos, éste fue bastante improvisado. La Primera Guerra Mundial terminó con la firma solemne de un armisticio en un vagón de ferrocarril en un bosque cerca de Compiegne, seguida más tarde de la gran participación de los imperios Alemán y Austro-Húngaro mediante el Tratado de Versalles en 1919, redibujando literalmente el mapa del mundo. La Segunda Guerra Mundial terminó con la capitulación formal simultánea en los cuarteles generales de los Aliados en Bélgica y sobre el acorazado Missouri en la Bahía de Tokio en 1945, firmada por un emperador derrotado, en frac y con sombrero de copa, rodeado por todos los flancos por sus conquistadores. En contraste, la Guerra Fría terminó con un jolgorio espontáneo o, para ser más precisos, una fiesta callejera. Gente común y corriente, solicitando un cambio, se tomó el asunto en sus manos. Fueron ellos quienes tumbaron el muro, no ejércitos ni hombre de Estado. Y luego bailaron sobre el mismo.

Lo accidental jugó un papel muy importante. ¿Acaso hubiera caído el Muro de Berlín sin el desatino de Gunter Schabowski? Fue su sacudida de hombros lo que cambió el mundo. ¿Y qué decir del comandante de la guardia fronteriza de Alemania oriental en Checkpoint Charlie? Otra sacudida de hombros, otra fracción de casualidad como la que tantas veces, a los largo de los tiempos, le ha dado forma a la historia y decidido el destino de los hombres.

Ahora, en lo que concierne a las famosas tres palabras de Ronald Reagan – “derribe este muro”– la verdad es que faltó muy poco para que jamás hubieran sido enunciadas. Peter Robinson, uno de los redactores de discursos de la Casa Blanca, cuenta cómo Reagan tenía planeado asistir a la reunión anual de las naciones industrializadas del G7, en Venecia, cuando llegó una invitación del gobierno alemán para que visitara la ciudad de Berlín en ocasión de sus setecientos cincuenta años. He aquí una oportunidad para emular a Kennedy y hablar desde el muro, sugirió alguien entre los asesores del presidente. ¿Podría Robinson redactar algo que tuviera que ver con política exterior?