La voluntad*
A la cabeza de la columna Sur, en un jeep con altoparlantes, iba José Luis Nell, el viejo amigo de Cacho El Kadri que había participado del asalto al Policlínico Bancario en 1963, se había escapado a China y vuelto al Uruguay para integrarse a los Tupamaros, había caído preso, huido de la cárcel de Punta Carretas y retornado a la Argentina para incorporarse a los Montoneros. A sus 35 años, Nell era uno de los más veteranos, y formaba parte de la conducción de la columna. Junto con él en el jeep iban Horacio Simona, el Beto, un militante de 20 años, y dos muchachos más. Desde el palco les gritaron con megáfonos que se detuvieran; no lo hicieron, y empezó el fuego a discreción. Los montoneros que llevaban pistolas y revólveres se tiraron cuerpo a tierra y trataron de responder para cubrir la retirada de sus compañeros. Se desbandaron hacia el bosquecito que tenían detrás; ahí, entre los árboles, los militantes del CdeO que venían del Hogar Escuela los agarraron en un fuego cruzado. El tiroteo duró varios minutos, y hubo heridos. Del otro lado del palco, junto a su árbol, Cacho vio cómo uno de sus compañeros sacaba un revólver y apuntaba hacia el palco.
—¡No, qué vas a hacer, animal!
Entre dos o tres consiguieron pararlo.
—¡Pero no ves que si vos tirás, acá los tipos contestan, con toda esta gente alrededor! Tranquilos, che, quedémonos tranquilos.
Tras unos minutos de confusión volvió la calma, tensa, muy mezclada. Millones de personas, inquietas, deseaban que los incidentes no se repitieran: lo único que querían era que todo transcurriera normalmente, que nada les impidiera ver y escuchar a su líder.
A cuatro o cinco kilómetros del palco, en la autopista Riccheri, la columna de zona Norte iba muy atrasada. Mientras caminaba tratando de abrirse paso entre cantidad de gente, Mercedes Depino oyó los primeros tiroteos, y poco después empezaron a pasar, por el otro carril, ambulancias a toda velocidad, gente suelta que se volvía. Alguien consiguió comunicarse por walkie-talkie con el ómnibus de la conducción y le dijeron que no había problema, que había sido un tiroteo aislado pero ya se había terminado, que siguieran adelante. A las cuatro y cuarto estaban a punto de entrar en la zona del palco, cuando oyeron los gritos de Favio por los altoparlantes:
—¡Por favor, compañeros, quédense todos en sus lugares! ¡Cada peronista debe permanecer en su lugar! ¡Por favor, somos cuatro millones de peronistas contra cinco dementes!
Era muy difícil ver qué estaba pasando. Favio estaba descontrolado:
—¡Que se bajen todos de los árboles, repito: que se bajen de los árboles! ¡A partir de ahora, los que queden en los árboles son considerados traidores! ¡Los enemigos ya han sido visualizados! –dijo. Y una voz que se coló por los altoparlantes agregó:
—Muy bien, mátenlos, mátenlos.
Y otra voz, marcial: la de Ciro Ahumada:
—Ordeno que el personal se baje inmediatamente de los árboles; les doy cinco minutos para hacerlo. Están en la óptica de nuestros fusiles. Si no bajan, los ejecutamos. Es una orden –dijo, y millones de personas lo abuchearon al unísono. Todo parecía a punto de arruinarse. Nunca se supo bien quiénes estaban en los árboles. Sí que, en ese momento, la columna de la Unión de Estudiantes Secundarios de Capital, junto con parte de la columna Sur de la JP, intentaba llegar hasta el palco por la izquierda, por el espacio vacío que había dejado el tiroteo anterior. Iban gritando sus consignas:
—¡La UES/ presente,/ Perón, Perón o muerte!
Entonces empezaron, otra vez, los tiros. Millones de personas se tiraron al suelo; la gritería era estremecedora. Un rato antes, Miguel Bonasso se había sentado en el pasto, entre la autopista y el bosquecito, y su mujer, Silvia, dormía en su regazo. Cuando escuchó los tiros, su mujer se despertó sobresaltada:
—¿Qué pasa, llegó el Viejo?
—¡No, nos están cagando a tiros! –le dijo, y los dos corrieron, junto con otros muchos, a refugiarse detrás de los árboles más cercanos. Los tiros no paraban. Un militante de la UES, Hugo Lanvers, cayó muerto de un balazo en la cara. Una docena de tipos rodaban por unas gradas que había junto al palco, escaleras abajo, y a cada giro disparaban sus ametralladoras gritando en francés: eran los mercenarios de Ahumada, soldados muy expertos. En su jeep, en medio del bosquecito, Nell, Simona y otros dos militantes trataban de recuperar el contacto con su columna cuando se cruzaron con un grupo de ocho hombres del coronel Osinde armados con ametralladoras y dirigidos por el capitán Chavarri:
—¿Ustedes quiénes son, qué quieren?
—Peronistas somos. ¿Y ustedes?
—Peronistas no. Ustedes son unos zurdos hijos de puta.
El capitán del Ejército Roberto Chavarri apuntó su pistola 11,25 contra Nell y lo miró fijo, como gozándolo; estaba a punto de disparar, pero Simona tiró primero y lo mató. Sus acompañantes corrieron hacia el palco; Nell y Simona se escaparon hacia los árboles. Pero allí se toparon con otro grupo de Ahumada, que los acribilló. Más tarde, cuando pudieron volver a buscarlos, sus compañeros se encontraron a Simona rematado a cadenazos; Nell también parecía muerto, pero todavía respiraba. Mientras, en los alrededores del palco, la confusión era total. Millones de personas seguían gritando, cuerpo a tierra, puteando, tratando de entender o simplemente de evitar los balazos. Cientos de palomas de la paz revoloteaban espantadas. Los dueños del palco tiraban desde arriba, y algunos empezaron a bajar para tomar prisioneros o disparar mejor. Uno de ellos, un morocho grandote con un brazalete del CdeO, corría entre la gente que estaba junto al palco disparando una pistola 11,25. Cuando se le acabaron las balas se metió la mano en el bolsillo para sacar otro cargador; en ese momento, dos docenas de personas que estaban cerca, gente suelta, sin organización, peronistas coléricos porque les estaban arruinando la gran fiesta, se le echaron encima. Lo tiraron al suelo, le sacaron el arma, le pegaron; alguien agarró un tronco y, con un grito muy fuerte, le partió la cabeza.
En el palco, los prisioneros eran izados por los pelos, golpeados, tajeados. Por todas partes, gente huía como podía, en bruto desorden. Los responsables de las columnas organizadas trataban de recuperar a los suyos: cualquier militante suelto corría el peligro de que lo interceptaran las bandas armadas que recorrían la zona buscando nuevas víctimas. El caos era completo. El tiroteo fue decreciendo de a poco, dejando lugar al estupor, a la bronca, al espanto. Había cientos de heridos: los sindicalistas y militantes del Ministerio de Bienestar Social que controlaban las ambulancias elegían a quién atender y a quién no. Algunos heridos de la JP se desangraban por falta de cuidados médicos; otros fueron apresados al ir a curarse.
A esa misma hora, desde Ezeiza, el vicepresidente en ejercicio de la presidencia, Vicente Solano Lima, llamó al presidente Cámpora al avión de Aerolíneas Argentinas que ya atravesaba el espacio aéreo uruguayo. Solano le dijo que había incidentes graves en la concentración y que no se podía garantizar la seguridad de Perón en Ezeiza, así que tendrían que desviarse a la base aeronáutica de Morón. Todo parecía consecuencia de los enfrentamientos. Pero la base ya había sido preparada dos horas antes, y algunos periodistas fueron invitados a desplazarse allí cuando los incidentes todavía no eran importantes. El avión de Perón aterrizó a las 16.49 en la base militar de Morón, donde lo esperaban los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas.
—Fue un viaje muy lindo, y por fin lo trajimos –dijo, al bajarse del avión, José Ignacio Rucci.
Ezeiza**
De los 13 muertos identificados en Ezeiza, tres pertenecían a Montoneros o a sus agrupaciones juveniles: Horacio Simona, Antonio Quispe y Hugo Oscar Lanvers. Uno, el capitán del Ejército Roberto Máximo Chavarri, integraba la custodia del palco organizada por Osinde. Ignoramos quiénes eran los nueve restantes, aunque sabemos sus nombres: Antonio Aquino, Claudio Elido Arévalo, Manuel Segundo Cabrera, Rogelio Cuesta, Carlos Domínguez, Raúl Horacio Obregozo, Pedro Lorenzo López González, Natalio Ruiz y Hugo Sergio Larramendia.
No hubo informes oficiales sobre las víctimas de la masacre, y ninguna de las partes subsanó esa falta. Osinde, porque intentó ocultar las evidencias que expondremos en este capítulo. Righi, porque estaba atareado defendiéndose de las acusaciones de los asesinos y no tenía tiempo ni personal para estudiar las listas que poseía y de las que hubiera podido extraer elementos de juicio en favor de la causa que defendía. El COR y los sindicatos, porque la publicación de esas listas no hubiera contribuido a sostener la versión de un ataque contra el palco. El juez Peralta Calvo, porque todavía no era evidente quién ganaría la partida. Las nóminas de heridos son incompletas, anárquicas. Las confeccionaron distintas reparticiones federales, provinciales y municipales con datos recogidos en hospitales y comisarías, donde anotaron los nombres de los internados y sólo en algunos casos consignaron sus domicilios. Cuando estas listas manuscritas fueron mecanografiadas, a los errores de la recolección de datos se sumaron los de su transcripción. Hay nombres registrados de dos, tres, cuatro y hasta cinco maneras según las distintas nóminas, como el del peruano de La Plata Antonio Quispe, quien también figura como Cristi, Crispi, Crispo y Gisper. Muchos internados fueron dados de alta sin que quedaran constancias de su paso por los hospitales. Otros se repitieron en la misma lista con diferentes grafías, como el herido Abate, Abati o Lavati, o no se incorporaron a lista alguna, como José Luis Nell. Los heridos fueron curados en el Policlínico de Ezeiza, el hospital San José de Monte Grande, el Aráoz Alfaro de Lanús, el Gandulfo de Lomas de Zamora, el Fiorito de Avellaneda, el de cirugía de Haedo, los de Capital Federal Salaberry, Penna, Alvarez, Piñero, Argerich y Ferroviario, en el Centro Gallego y en clínicas privadas.
Reconstruir la cifra exacta es imposible, pero sobran elementos documentales para formular una estimación mínima confiable. El Servicio de Inteligencia de la Policía de la provincia de Buenos Aires, Sipba, recopiló una serie de 102 heridos identificados, el 22 de junio. El 21, el Comando de Operaciones de la Dirección General de Seguridad, con la firma del comisario inspector Julio Méndez, había presentado un informe con la misma cantidad, aunque añadía que en el Policlínico de Ezeiza había otros 205 sin identificar. Con ese último dato coincide un informe de la Dirección de Asuntos Policiales e Información del Ministerio del Interior. Esos 205 heridos no reaparecen en ningún parte posterior, lo cual hace presumir que eran los de menor gravedad, que ninguno de ellos murió y que pronto se retiraron a sus casas. Además, la Subsecretaría de Salud Pública del Ministerio de Bienestar Social de la provincia de Buenos Aires computó otros 17 heridos en el hospital de cirugía de Haedo. Finalmente, otra nómina, en papel sin membrete y sin firma, enumera los nombres y apellidos de 133 heridos, de los cuales dice que 43 fueron informados por la policía de Buenos Aires.
Si cotejamos las distintas fuentes, llegamos a esta síntesis:
Heridos de bala identificados: 133
Heridos de bala sin identificar: 222
Total: 355
¿Cuántos más fueron atendidos en otros hospitales, clínicas privadas, consultorios o domicilios sin dejar rastros, como en el caso de Nell? ¿Cuántos de los 355 murieron en los días siguientes? Es imposible saberlo, aunque la cifra de 13 muertos y 355 heridos ya expone la gravedad de lo sucedido. Las versiones que desde entonces han circulado sobre centenares de muertos son indemostrables y, a la luz de estas cifras, inverosímiles. De los 133 heridos identificados, cerca de la mitad se retiró de los hospitales sin declarar su domicilio, pero el análisis de los restantes es concluyente. La lista del Ministerio del Interior recoge los domicilios de 73 heridos identificados, es decir, 54% de todos los heridos identificados y 20% del conjunto de heridos de los que quedó algún registro. Como además está formada por internados en todos los hospitales adonde se derivaron heridos, esta muestra es estadísticamente representativa, de modo que sus conclusiones pueden proyectarse al total con un pequeño margen de error.
De esos 73 heridos identificados, 34, es decir, el 46%, llegaron desde los barrios y partidos que engrosaron la columna Sur agredida: cinco vivían en La Plata, cuatro en Monte Grande, tres en Lanús, dos en Wilde, Florencio Varela, Sarandí, Valentín Alsina, Ingeniero Budge y Berazategui, y uno en Ensenada, Ringuelet, San Francisco Solano, Villa Fiorito, Berisso, Quilmes, Lomas de Zamora, Ezeiza, Villa Albertina y Almirante Brown. Este porcentaje crece en las otras nóminas disponibles: es del 51% en el informe del Servicio de Inteligencia de la Provincia de Buenos Aires (40 sobre 77); del 53% en el de la Dirección General de Seguridad (38 sobre 71); del 61% en una nómina de autor desconocido, que recopila datos de distintas fuentes (32 sobre 52). Es decir que entre el 46% y el 61% de los heridos eran miembros de la columna Sur atacada por los fuegos cruzados del palco y el Hogar Escuela.
Tan importante como esto es la imposibilidad de agrupar en forma significativa al resto de los heridos. Se trata de porcentajes mínimos de una infinidad de lugares: distintos barrios de la Capital Federal, todos los partidos del Gran Buenos Aires, muchas provincias. Fueron sin lugar a dudas grupos aislados o personas solas, que no formaban parte de ningún bando interno peronista.