Esa mañana, Kirchner revisaba unos papeles. El mensajero, uno de los jefes de la seguridad, además, volaba de ansiedad. Cuando estuvo frente al gobernador de Santa Cruz le confirmó sin preámbulos lo que todos suponían y comentaban en el pueblo.
“Anoche encontraron a Máximo y a otros amigos en una casa, en una fiesta. Había de todo, minas, droga, alcohol…”, sintetizó el Strogoff patagónico, como el correo que cumple con su objetivo y quiere marcharse hacia la próxima posta lo antes posible.
La noticia dejó a Néstor sin aliento, atónito, con la mirada extraviada, sin saber qué decir. De pronto, enfureció. Apenas pudo maldecir porque cuando se ponía muy nervioso la garganta se le cerraba, le costaba expulsar cada palabra. Se puso rojo y el funcionario que le había llevado la noticia sabía que en unos segundos la bronca se trasformaría en una tormenta de ira.
El operativo policial de la noche anterior había sido decidido después de una llamada anónima. En Río Gallegos nadie quiere perder la pisada de la discreción, aunque todos hablen por lo bajo, aunque todos sepan, o digan saber, quién es quién y qué hace cada uno de los habitantes de esa ciudad patagónica. La patrulla de la policía provincial había llegado hasta un domicilio a pocas cuadras del centro. Eran cerca de las tres de la mañana de una noche de primavera con poco viento. Tampoco hacía mucho frío en la capital de Santa Cruz. (...)
Los muchachos les preguntaron a los policías qué pasaba, y dijeron que ellos no habían hecho nada. El personal de la comisaría insistió con identificarlos. “¿Sabés quién está ahí adentro?”, desafió uno de los pibes, con la seguridad de que esa pregunta desalentaría las intenciones de los policías. (…)
Los policías, sin saber que se trataba del hijo mayor de Kirchner, le preguntaron nombre y número de documento a esa persona que estaba desparramada en la punta de uno de los sillones. El hijo del gobernador balbuceó unos números y dijo su nombre. Tenía la mirada bamboleante, el cuerpo estirado, relajado y una sonrisa dibujada que no abandonaba nunca. Más que una mueca de fastidio transmitía, con esa sonrisa, que todo estaba bien, que nada podía pasar, que el poder otorga la tranquilidad necesaria para estar así. (…)
Dos días después, aunque Kirchner dio la orden estricta de preservar bajo catorce llaves la información, en la Casa de Gobierno de Santa Cruz había un corrillo infernal. (...)
En el grupo de amigos de Máximo, esa noche estaban los hijos de varios funcionarios provinciales, amigos del colegio secundario que después siguieron en la ruta de la política, el hijo de una periodista amiga íntima de Néstor Kirchner, el hijo de un empresario, uno de los hijos del entonces ministro de Economía y el hijo de un diputado provincial, de acuerdo con el punteo que hace hoy un amigo de Máximo.
Ahora bien, ¿cómo justificaba Máximo sus idas al infierno? “A lo mejor no aparecía por dos o tres días por la casa cuando vivía en Río Gallegos y decía que se había ido de excursión o a pescar con los amigos o que se quedaba a dormir en la casa de alguien. O directamente no decía nada porque nadie le pedía explicaciones”, recuerda un dirigente político de la provincia.
“No tengo pruebas, pero no tengo dudas”, es la frase que utiliza el ex diputado provincial Javier Bielle, quien fue jefe de la bancada de la UCR en los 90, para hablar de la adicción de Máximo. Bielle es preciso.(...)
Una noche de 1999, según Juliana, un policía de Calafate observó, mientras volvía a su casa después de dejar el servicio a la una de la madrugada, a alguien corriendo desnudo. Avisó a la comisaría y mandaron un patrullero al lugar. Cuando agarraron al muchacho, éste gritaba que era el hijo de Kirchner. Lo subieron a la camioneta policial y le preguntaron al jefe de guardia qué hacían. “Déjenlo donde les diga”, fue la orden.
Lo habían encontrado en ese estado cerca de la residencia oficial del gobernador cuando aún los hoteles de Calafate eran escasos, la vigilancia precaria y no había cámaras en las calles del pueblo para monitorear los movimientos.
Uno de los policías que esa noche estuvo de guardia se tuvo que ir a trabajar a otro lado. Antes de partir, contó que “el pibe [Máximo] estaba tan sacado aquella noche que nos miraba y se reía ante cada pregunta que le hacíamos, aunque siempre y en todo momento nos hacía referencia a que era el hijo del gobernador”. (…)
Máximo, a pesar de que odiaba el trabajo de los periodistas y el rol de los medios de comunicación, y quizá para contradecir a su padre, se anotó en la carrera de periodismo en el instituto privado Taller Escuela Agencia (TEA). Allí, en pleno centro de la Capital Federal, recuerdan que un día llegó la abuela materna a preguntar cómo iba su nieto en la carrera. En la administración le dijeron que hacía tiempo que faltaba a clases y que debía cuotas. Ofelia se puso roja. Estaba furiosa por la situación. «Si se entera la madre, lo mata», le dijo al empleado que la atendió.
La otra incursión de Máximo como estudiante fue en Derecho. Y también resultó un fracaso. Ni periodista, ni abogado, ni nada. Era un rechazo a las presiones, un capricho declarado de un joven al que no le gustaba estudiar. (...)
De vuelta en Río Gallegos, cerca del 2000, después de sus fracasos universitarios, Máximo sabía que se le acortaban las opciones. Néstor Kirchner se dispuso a intervenir y le pidió a uno de los encargados de sus negocios particulares, Osvaldo «Bochi» Sanfelice que tratara de «sacarlo bueno».
El pedido significaba que Máximo tenía que empezar a trabajar en los emprendimientos inmobiliarios de los Kirchner. En la céntrica y principal calle Roca de la capital santacruceña, Sanfelice había empezado a administrar hoteles, departamentos, casas y rentas diversas de la familia del gobernador. Se había vinculado a los Kirchner durante los 90 en su pueblo de origen. (...).
El Bochi, canoso y de bigotes, como la figura del inspector Clouseau interpretada por el actor Peter Sellers, acogió a Máximo en el local de emprendimientos, donde también trabajaba el dirigente Carlos Sancho, que en algún momento ocupó interinamente la gobernación de Santa Cruz.
A las dos o tres semanas de empezar a trabajar en la inmobiliaria, Máximo ya sabía el manejo de los papeles y cómo moverse. Sanfelice se encargó de entrenarlo y también, cuando el tiempo se los permitía, de establecer un ámbito de diálogo, aunque sin meterse demasiado en cuestiones profundas.
Néstor le había advertido a su amigo Sanfelice que si Máximo no iba todos los días «lo iba a cagar a patadas ». Así de simple. Con esa consigna, Máximo asistía puntualmente. (...)
Desde chico había mamado un lenguaje de palabras, gestos y construcciones que no todos los chicos tenían. Como si hubiese ido a una escuela de militancia de tiempo completo. Sin fecha de inicio, por entonces. Como fecha, desde el punto de vista de la acción política, la campaña presidencial para las elecciones de 2003 podría considerarse el punto de partida de sus actividades militantes.
Hasta ese momento se dedicaba, fundamentalmente, a tareas de organización y supervisión. Era raro verlo encabezando una columna del Frente para la Victoria en la corta campaña electoral de 2002-2003, luego de que el presidente provisional Eduardo Duhalde se decidiera por la figura de Kirchner para representar al oficialismo.
Máximo, al igual que otros colaboradores, se había convertido en una especie de filtro cuando empezaron a llover llamados de personas que querían ver a su padre por alguna circunstancia. “Supervisaba si los micros llegaban a tiempo, los lugares de alojamiento, en fin, la logística y los gastos que se hacían en cada caso”, cuenta una de las secretarias de Néstor. Así se ubicaba, por primera vez, en un lugar activo, aunque siempre detrás de escena.
Las mismas fuentes afirman que Máximo tenía un rol más participativo con los funcionarios que rodeaban a su padre en la gobernación de Santa Cruz, y que de hecho se había convertido en miembro de la mesa chica de la campaña, la famosa “pingüinera”. (...)