DOMINGO
Una guía para entender la compleja actualidad

El mundo de Piketty

En su último libro, el autor de El capital en el siglo XXI, una obra que lo convirtió en el economista más influyente de la actualidad, asume el desafío de ayudarnos a entender un mundo atravesado por las contradicciones, en el que un avance tecnológico que habilita un progreso social sin precedentes convive con formas extremas de sacralizar la propiedad privada y estigmatizar a los perdedores.

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En su último libro, el autor de El capital en el siglo XXI, una obra que lo convirtió en el economista más influyente de la actualidad, asume el desafío de ayudarnos a entender un mundo atravesado por las contradicciones, en el que un avance tecnológico que habilita un progreso social sin precedentes convive con formas extremas de sacralizar la propiedad privada y estigmatizar a los perdedores. | temes

Después de publicar en 2013 El capital en el siglo XXI, tuve oportunidad de visitar varios países –de México a la India, pasando por Sudáfrica, el Brasil, la zona de Medio Oriente o China– para discutir el ascenso de las desigualdades.

Gran cantidad de crónicas lisa y llanamente se nutren de esos intercambios con estudiantes, militantes, lectores, autores, actores de la sociedad civil y del mundo económico, cultural y político.

Al igual que en otros países, en Francia el compromiso político no podría resumirse en los comicios. En primer término, la democracia reposa sobre la confrontación permanente de ideas, el rechazo a certidumbres prefabricadas y la renovada decisión de, sin concesiones, poner en entredicho instancias de poder y de dominación. Las cuestiones económicas no son cuestiones técnicas que deberían quedar libradas a una reducida casta de expertos. Son eminentemente políticas; con relación a ellas, cada cual debe tener discernimiento para formarse su propia opinión, sin dejarse impresionar. No hay leyes económicas: sencillamente, existe una multiplicidad de experiencias históricas y de trayectorias a la vez nacionales y globales, hechas de bifurcaciones imprevistas y de bricolajes institucionales inestables e imperfectos, en cuyo seno las sociedades humanas eligen e inventan diferentes modos de organización y de regulación de las relaciones de propiedad y de las relaciones sociales. Estoy convencido de que la democratización del saber económico e histórico y de la investigación en ciencias sociales puede contribuir a cambiar las relaciones de fuerza y a democratizar al conjunto de la sociedad. Siempre hay alternativas: fuera de duda, ésa es la primera lección de una perspectiva histórica y política acerca de la economía. Un ejemplo particularmente claro es el de la deuda pública: hoy en día, querrían hacernos creer que los griegos y otros europeos del Sur no tienen otra opción más que volver a pagar enormes excedentes presupuestarios durante décadas, incluso si en los años 50 Europa se construyó a partir de la anulación de las deudas del pasado, sobre todo en beneficio de Alemania y de Francia, lo cual permitió invertir en el crecimiento y en el futuro.

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Esos intercambios también me alentaron en la idea de que las desigualdades difundidas por el actual capitalismo globalizado y desregulado no tienen mucho que ver con el ideal de mérito y eficacia descripto por quienes son los ganadores en este sistema. Con infinitas variaciones de país en país, la desigualdad moderna combina elementos viejos –hechos de relaciones de dominación brutal y de discriminaciones raciales y sociales– con elementos más nuevos, que a veces desembocan en formas de sacralización de la propiedad privada y de estigmatización de los perdedores aún más extremas que en las etapas de globalización previas. Todo eso se da en un contexto en que los avances del conocimiento y de la tecnología, así como la diversidad y la inventiva de las creaciones culturales, podrían permitir un progreso social sin precedentes.

Por desgracia, a falta de una adecuada regulación de las fuerzas económicas y financieras, el ascenso de las desigualdades supone una cruda amenaza: la exacerbación de las crispaciones identitarias y los repliegues nacionales, tanto en los países ricos como en los países pobres y emergentes. Si intentáramos hacer el balance (...), indudablemente el acontecimiento más dramático, aquel que dejó una huella más nítida, es la guerra en Siria y en Irak, sumada a la ebullición en Medio Oriente, que avanza a la vez que –de modo radical y acaso duradero– se pone en entredicho el sistema de fronteras implementado en la región por los poderes coloniales en ocasión de los acuerdos Sykes-Picot de 1916. Los orígenes de esos conflictos son complejos, lo que simultáneamente implica antiguos antagonismos religiosos e infructuosas trayectorias modernas de construcción del Estado. Sin embargo, resulta muy evidente que las intervenciones occidentales recientes –en especial, al producirse las dos guerras de Irak en 1990-1991 y 2003-2011– desempeñaron un papel decisivo. Si nos situamos en la perspectiva de un –más– largo plazo, es impactante constatar que Medio Oriente –aquí definido como la región que se extiende de Egipto a Irán, pasando por Siria, Irak y la Península Arábiga; vale decir, alrededor de 300 millones de habitantes– constituye no sólo la región más inestable del mundo, sino en idéntica medida aquella que propicia mayores desigualdades.

Si tenemos en cuenta la extrema concentración de los recursos petroleros en territorios sin población (desigualdades territoriales que, por lo demás, residen en el origen del intento de anexión de Kuwait por parte de Irak en 1990), podemos estimar que el 10% de individuos más favorecidos de la región se apropian de entre el 60% y el 70% del total de los ingresos; esto es, más que en los países donde imperan las mayores desigualdades del planeta (entre el 50% y el 60% de los ingresos para el 10% más favorecido en el Brasil y en Sudáfrica, cerca del 50% en los Estados Unidos), y tanto más que en Europa (entre el 30% y el 40%, contra cerca del 50% de un siglo atrás, antes de que las guerras del Estado benefactor y de fiscalidad llegasen para igualar las condiciones).

La misma marca profunda nos queda cuando constatamos que, en parte, las regiones del planeta donde imperan las mayores desigualdades tienen sus orígenes en un gravoso pasivo histórico en términos de discriminaciones raciales (eso resulta evidente en los casos de Sudáfrica y los Estados Unidos, pero en idéntica medida respecto del Brasil, que antes de la abolición de 1887 computaba cerca de un 30% de esclavos), lo que no sucede en Medio Oriente. En esa región, las desigualdades masivas tienen un origen tanto más “moderno” y en relación directa con el capitalismo contemporáneo, en cuyo núcleo medular está la actuación clave del petróleo y de los fondos financieros soberanos (desde luego, tanto como las fronteras coloniales, profusamente arbitrarias en su implementación, y desde entonces protegidas manu militari por los países occidentales).

Si a esto agregamos las masivas discriminaciones profesionales (y a veces indumentarias) que en Europa afrontan las poblaciones de origen árabe-musulmán, y el hecho de que una fracción inactiva y fanatizada de esa juventud en la actualidad procura importar los conflictos de Medio Oriente, el cóctel se vuelve ciertamente explosivo. Por supuesto, aquí –en Francia y en Europa– la solución no es sumar un nuevo sustrato de estigmatización, como ahora algunos sienten la tentación de hacer con esta triste cuestión de la burkini. (¿Así que con su vestimenta –con sus faldas supercortas o plisadas, cabellos coloreados, t-shirts rockeras o revolucionarias– uno podría expresarlo todo, menos sus convicciones religiosas? Evidentemente, todo eso es de lo más insensato). Antes bien, la solución consiste en promover el acceso a la educación y al empleo. Y además tenemos que dejar de privilegiar nuestras relaciones venales con los emires e interesarnos más en el desarrollo equitativo de la región.

Desde luego, allí, en Medio Oriente, la solución no es la invasión generalizada del territorio del vecino. Pero hay que aceptar un debate calmo acerca del sistema de fronteras y el desarrollo de formas regionales de integración política y de redistribuciones. En términos concretos: hoy en día Egipto está al borde de la asfixia financiera, y se ve expuesto al riesgo de que el FMI le imponga una purga presupuestaria destructora, mientras que la prioridad debería ser invertir en la juventud del país, que afronta infraestructuras públicas y un sistema educativo y sanitario completamente estragados. Ese país, de más de 90 millones de habitantes, al filo de un nuevo estallido social y político –pocos años después de que los países occidentales validasen la anulación de los primeros comicios en verdad democráticos que alguna vez se hayan realizado, al mismo tiempo que drenaban del nuevo régimen militar unos miles de millones vendiéndole armas–, indudablemente intentará mendigar un nuevo préstamo a sus inmediatos vecinos sauditas y emiratíes, quienes no saben qué hacer con los miles de millones que tienen, pero muy probablemente no cederán gran cosa. Un día de éstos, esas redistribuciones y esa solidaridad que se da en el interior de Medio Oriente deberán ponerse en acto dentro de un marco más democrático y más previsible, en cierta medida como los fondos regionales europeos que, sin embargo, están lejos de ser perfectos, pero que en comparación no dejan de ser un poco menos insatisfactorios.

Desde este punto de vista, es lícito pensar que el Brexit (o al menos el voto del 52% de los británicos en mayo de 2016 a favor de salir de la Unión Europea, ya que el Brexit efectivo todavía está muy lejos) es el segundo acontecimiento que dejó huella en el período contemplado en este libro. Desde luego, menos dramáticamente que el desarrollo de la guerra en Siria y en Irak, el Brexit no es sólo una terrible derrota para la Unión Europea. En igual medida, es una triste noticia para todas las regiones del mundo, que más que nunca necesitan (y tanto) formas originales y logradas de integración política regional. Una Unión Europea lograda podría ser una de las inspiraciones para una Liga Arabe más integrada, tanto como para futuras uniones políticas regionales sudamericanas, africanas o asiáticas, bloques regionales que también podrían desempeñar un papel central para debatir metas y redistribuciones de auténtico alcance mundial (por supuesto, en primer lugar, la cuestión del cambio climático). Al contrario, una Unión Europea fracasada, de la cual los pueblos consultados quieren salir lo antes posible, no es capaz de alimentar otra cosa que el escepticismo acerca de la superación del Estado nación y afianzar los repliegues identitarios y nacionalistas en todas partes del mundo.

En eso reside la paradoja. Más que nunca, los diferentes países consideran que para garantizar su desarrollo necesitan acuerdos y tratados internacionales, especialmente en forma de reglas que garanticen la libre circulación de bienes, servicios, capitales y (en mínima medida) personas; por su parte, el Reino Unido se apresurará a renegociar dichas reglas con los países de la Unión Europea. Pero al mismo tiempo, nos cuesta desarrollar los espacios de deliberación democrática que permitan debatir el contenido de esas reglas, así como los mecanismos de toma de decisión colectiva y transnacional según los cuales los pueblos y las diferentes clases sociales podrían reconocerse en vez de sentir que constantemente se sacrifican en provecho de los más ricos y los más móviles. El voto a favor del Brexit no es sólo consecuencia de la creciente xenofobia de un electorado inglés que envejece y de la endeble participación electoral de la juventud. Traduce una profunda lasitud frente a la incapacidad de la Unión Europea de democratizarse e interesarse en los más débiles.

También los dirigentes alemanes y franceses que se sucedieron desde 2008 cargan con una pesada responsabilidad: vista su catastrófica gestión de la crisis de la Zona Euro, en términos objetivos dieron ganas de escapar a esta maquinaria infernal. Debido a su gestión egoísta y corta de miras a propósito de esa misma crisis (que, grosso modo, consiste en refugiarse tras las muy bajas tasas de interés de su respectivo país para negar a Europa del Sur una auténtica reestructuración de las deudas públicas, negativa que, por otra parte, prosigue hoy en día), lograron la proeza de transformar una crisis que inicialmentellegó del sector privado estadounidense en una crisis europea durable de deudas públicas, incluso cuando esas deudas no eran más elevadas en la Zona Euro que en los Estados Unidos, el Reino Unido y Japón en vísperas de la crisis de 2008.

Sin embargo, quiero llegar a la conclusión con una nota de optimismo, ya que en el fondo todo puede revertirse, y lo más importante es debatir lo que vendrá. Sobre todo, quiero ser optimista porque pienso que los hombres y las mujeres tienen infinita capacidad de cooperación y de creación, sin importar cuán escasas sean las ocasiones en que crean para sí buenas instituciones. Los hombres y las mujeres son buenos; las malas son las instituciones, y son mejorables. La esperanza sigue en pie, porque nada hay de natural o inmanente en la solidaridad o en su ausencia: todo depende de los compromisos institucionales que uno asuma. Ninguna ley natural hace que los habitantes de Ile-de-France o los bávaros sean más solidarios con los nacidos en la zona de Berry o con los sajones que con los griegos o los catalanes. Las instituciones colectivas que uno crea para sí –instituciones políticas, reglas electorales, sistemas sociales y fiscales, infraestructuras públicas y educativas– permiten que la solidaridad exista o desaparezca.

Por eso, aun a riesgo de fatigar al lector, que repetidas veces verá expuestas las mismas ideas en las crónicas que siguen, me gustaría volver a señalar aquí que una reformulación democrática de las instituciones permitiría generar avances en la solidaridad e implementar las mejores estrategias de desarrollo para nuestro continente. Concretamente, las cumbres de jefes de Estado y de ministros de Finanzas y Economía, que en Europa de unas décadas a esta parte hacen las veces de gobierno supranacional, constituyen una máquina de enarbolar los intereses nacionales mutuamente contrapuestos, e impiden cualquier toma de decisión mayoritaria y calma, después de un debate público en que se oigan las distintas opiniones. El Parlamento Europeo es una institución más promisoria, con la salvedad de que, en un sentido demasiado amplio, no pisa el suelo común y elude por completo a los Parlamentos nacionales, que pese a todas sus imperfecciones siguen siendo los cimientos sobre los cuales se construyeron la democracia y el Estado benefactor europeo durante el siglo XX.

De uno u otro modo, la solución pasa por una más intensa implicación de esos órganos legislativos; en términos ideales, con la creación de una auténtica Cámara Parlamentaria de la Zona Euro, que nuclee a integrantes de los Parlamentos nacionales, en proporción directa con las respectivas poblaciones y con los grupos políticos. Así, podría construirse una cabal soberanía democrática europea, sobre la base de las soberanías parlamentarias nacionales, lo que daría una legitimidad democrática fuerte para adoptar las medidas sociales, fiscales y presupuestarias que se impongan.

Muchas otras soluciones complementarias son posibles. Lo cierto es que debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para obligar a los candidatos de todos los futuros comicios a comprometerse específicamente con estas cuestiones. No basta con lamentarnos de la Europa actual: tenemos que poner sobre la mesa soluciones concretas y exactas y debatir colectivamente al respecto, para alcanzar el mejor entendimiento posible en la deliberación.

Para sumar otra nota optimista a la conclusión, de modo más general querría mencionar que no siento nostalgia alguna por el mundo legendario de los Treinta Gloriosos (que también iba acompañado por múltiples discriminaciones y desigualdades; en especial, patriarcales y poscoloniales) y que en nada suscribo la falsa idea de que la dulce marcha que avanzaba hacia el progreso se habría interrumpido irremediablemente en virtud del ascenso del neoliberalismo, a partir de los años 80 y 90 del siglo pasado.

En realidad, pese a todas las dificultades, el lento proceso de construcción del Estado benefactor europeo en ciertas facetas prosiguió entre las décadas de 1990 y de 2000; por ejemplo, con el desarrollo del seguro médico universal [assurance maladie universelle] en Francia (que previamente tenía un sistema muy segmentado e ininteligible; por desgracia, ése sigue siendo el caso de las jubilaciones), la instauración de un salario mínimo nacional en el Reino Unido y en Alemania (aunque en parte esto expresa una respuesta imperfecta a la decadencia sindical), la creación de ámbitos decisorios para los asalariados en los directorios de las empresas francesas y acaso pronto de las británicas (aunque esto sigue dando muestras de mucha timidez con relación a los sistemas consolidados desde décadas atrás en Alemania y en Suecia, sistemas que de por sí podrían ser mejorados). O también el desarrollo de reglas anónimas en muchos países europeos, lo que permite favorecer una mayor igualdad de acceso a la educación (aunque sigue siendo deplorable la falta de transparencia y de deliberación democrática en torno a dichos mecanismos). Estos debates continuarán, y las decisiones específicas dependerán (ante todo) de la capacidad de los ciudadanos y de los diferentes grupos sociales para luchar e ir más allá de las barreras del conocimiento y de los egoísmos estrechos de miras. El final de la historia no va a ser mañana.


Producción periodistica: Silvina L. Márquez